Acabar con las pensiones

Hay dos formas, al menos, de acabar con las pensiones: dejarlas a cargo de sus entusiastas o que se vuelvan innecesarias y haya que abolirlas. Las pensiones de Seguridad Social existen en (casi) todos los países del mundo, en algunos desde hace más de un siglo. Nadie en su sano juicio aboliría las pensiones públicas, a menos de existir una buena razón para ello.

Imagínense que los trabajos del futuro fuesen tan buenos, llevaderos y remuneradores que nadie deseara jubilarse. En ese caso habría que abolir el sistema o dejarlo como un vestigio residual de la edad oscura en la que fuimos expulsados del paraíso hasta nuestra redención final. De momento, el trabajo del futuro no está y lo que si tenemos es un futuro del trabajo que no pinta bien (vid infra).

La otra manera de acabar con las pensiones a la que me refería en el párrafo anterior, y no se olvide el contexto al que acabo de referirme (el del futuro del trabajo), es abandonarlas a cargo de sus entusiastas, para que las sigan ordeñando hasta dejar al sistema exhausto y al borde de la incapacidad de pagarlas todos los meses sin desecar otras grandes partidas del bienestar (educación o sanidad) o los bolsillos de los contribuyentes futuros. Precisamente los hijos de los entusiastas que estos dicen defender en sus manifestaciones.

Ninguna de las medidas adoptadas en los últimos años estabilizará el gasto en pensiones, al menos en proporción al PIB, ni allegará los recursos necesarios para afrontarlo. Por lo que la deuda de la Seguridad Social, que ya se sitúa por encima de los cien millardos de euros, seguirá subiendo a pesar, incluso, de la reclasificación de gastos para depurarlos de la cuenta estricta de la Seguridad Social como gastos impropios. Ninguna de las medidas propuestas, en debate ahora mismo, hará lo propio tampoco.

Para muchos entusiastas de las pensiones, el problema se reduce a que sea la sociedad quien elija el modelo de pensiones que desea tener. Bueno, no es tan sencillo. La sociedad puede perfectamente elegir un modelo imposible de financiar. ¿Cómo? Sencillamente votando al partido que le prometa duros a cuatro pesetas. Que los hay. Pero llevar el gasto en pensiones del 13 por ciento del PIB al 17 no sale gratis y no es nada fácil. De manera que el riesgo de que la deuda de las pensiones desestabilice la deuda soberana del país y, de rebote, el euro, es serio. Eso dispararía las alarmas en Bruselas (solo eso, ojo) y tendríamos que vender los parques nacionales o eliminar las pagas extra.

Financiar las pensiones con cotizaciones crecientes provocaría destrozos difíciles de reparar en el empleo, que ya sufre de una severa depreciación real en salarios y en calidad. Porque el empleo en España se está enquistando en una robustez aparente inducida por lo barato que es para empresas que a duras penas pueden pagarlo debido a su baja productividad. Empresas que, justo por eso, no pueden hacer I+D. La extracción de una parte sustancial de la remuneración de los trabajadores (una base menguante, además) para financiar una creciente masa de pensiones puede garantizar el pago de las pensiones a corto plazo, pero ni garantiza el dinamismo de la economía ni la financiación de las pensiones futuras, con la grave consecuencia de que frustra a los trabajadores que confían en recibir pensiones acordes al esfuerzo que están haciendo.

Hay voces (pocas, pero haylas) que de vez en cuando reclaman que las pensiones se financien con impuestos. En parte, al menos, esto es lo que está sucediendo cada vez más ante la clara insuficiencia de los ingresos propios del sistema por cotizaciones sociales. No obstante, financiarlas pensiones íntegramente con impuestos, como se hace en Dinamarca, tiene una contrapartida que no gustará a nadie salvo que hubiese un sistema de pensiones de empleo obligatorias que cubriese a todos los trabajadores, como también sucede en Dinamarca. En este país, la pensión de la Seguridad Social sólo representa el 30 por ciento del último salario y es una pensión básica. Entre una pensión básica universal y una renta mínima garantizada no hay muchas diferencias, solo una, aunque muy importante. La primera beneficia solamente a los trabajadores que se han jubilado y no representa ningún desincentivo para trabajar, sino todo lo contrario si se hace compatible con los ingresos laborales, como sucede en muchos países avanzados en los que las pensiones de la Seguridad Social son plenamente compatibles con los ingresos laborales. Mientras que una renta mínima garantizada para todos los ciudadanos, especialmente si está condicionada su obtención, o limitado su importe, en función de los ingresos laborales, es un claro y contrastado desincentivo a trabajar para quienes están en la edad laboral.

Sin duda hay millones de pensiones reducidas, claramente insuficientes. Y deben ser complementadas. Aunque por mecanismos ajenos al sistema de pensiones y, obviamente, contra los impuestos generales. De la misma manera que en lugar de la renta mínima garantizada sería infinitamente más deseable un 'impuesto negativo sobre la renta', la vieja idea friedmanita.

Aludía antes al futuro del trabajo diciendo que este futuro no pinta bien. Una buena parte de los trabajos actuales, esos que mucha gente desearía legar a sus hijos, están desapareciendo a manos de la digitalización. Aparte de otras razones, la baratura del trabajo es un síntoma de multitud de empleos en vías de extinción cuya única defensa consiste en la depreciación salarial cuando la economía es poco productiva, un círculo vicioso, como se ha comentado. Otro síntoma que convendría seguir de cerca es que la pensión media de las nuevas altas de jubilación del Régimen General es cada vez menor con relación a la pensión media total de jubilación en ese régimen. La ratio entre estas dos pensiones ha pasado del 1,25 al 1,08 entre 2012 y 2021, tan solo una década.

Si la gente de verdad teme que los robots acaben con sus empleos o los de sus hijos, lo que tiene que hacer es ahorrar en robots, en vez de en ladrillos. De esta forma, si llegase la hecatombe laboral a manos de aquellos, los dividendos reemplazarían con creces a los salarios perdidos y todos tan contentos. Los robots no necesitan vivienda. Y tampoco serían necesarias las pensiones que, de existir deberían estar relegadas a los casos de estricta necesidad. El capitalismo de ciudadanos es el mejor antídoto contra los cambios disruptivos, bastante mejor que el socialismo de estado.

José A. Herce es doctor en Economía y socio fundador de LoRIS.

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