¿Acabará Emmanuel Macron como Napoleón en Santa Elena?

Julio es un mes de efemérides. En redes sociales, algunos han recordado el asesinato de José Calvo Sotelo, suceso que precede a la Guerra Civil. De la misma manera, y desde otra perspectiva política, nos han contado el atentado contra el teniente Castillo.

Francamente, no dan muchas ganas de haber vivido en ese idílico período político. Pero yo no venía aquí a hablarles de esa república, sino de la vecina.

Yolanda Díaz, la mejor ministra de Trabajo que jamás hayamos conocido según la vulgata progresista, celebraba en Twitter el bicentésimo vigésimotercer aniversario de la Revolución francesa utilizando como imagen el sobadísimo cuadro de Delacroix La Libertad guiando al pueblo. Una obra que es al arte figurativo lo mismo que la famosísima imagen del Che Guevara (tomada por Korda) a la fotografía: el gran artefacto artístico que lo mismo sirve para vender tazas y camisetas como para guapearte una publicidad institucional o un tuitazo.

El pequeño problema es que la pintura representa la muy burguesa (como todas) revolución de 1830, no la toma de la Bastilla. Ahora, si Leticia Dolera es capaz de situar las islas Canarias en el Mediterráneo, lo de Yolanda es pipí de gato, como diría Emmanuel Macron.

Tiene su aquel que una ministra de Trabajo progresista quiera rendir homenaje a una revolución auspiciada por la casta política de aquel entonces. Casta entre la que se encontraba una aristocracia cansada de corvées, que trajo el fin de los gremios (Ley Le Chapelier de 1791) y que autorizó la especulación con el trigo y la semana laboral de diez días. Y eso por no hablar del trato que sufrieron los paisanos de la Vandea.

Contrariamente a la señora ministra, servidora piensa que a partir de 1789 comienza el inexorable declive de Francia, la primogénita de la Iglesia, en favor del imperio talasocrático. La revolución prometió que ya no habría cuerpos intermedios entre el Estado y el ciudadano. Tales instituciones servían para equilibrar el poder del monarca.

Pero nadie contó con las logias que, por ejemplo, inspiraron la controvertida III República francesa. Ese fue el espejo en el que quiso mirarse nuestra Segunda República y el resto ya lo conocemos. O cada vez menos, porque para eso están las leyes memoriales: para oficializar la historia.

Pero, volviendo a Francia, terminado el período gaulista con su desarrollo económico, sus luces culturales y sus sombras coloniales, el país vecino pasará por el típico período de alternancia izquierda-derecha que acabará en 2017 con la victoria electoral de un partido de síntesis llamado La República en marcha.

Su cabeza visible, Emmanuel Macron, saltó a la palestra en 2007 de la mano de Jacques Attali, desastroso visitador nocturno de Mitterrand. No sólo participó este en hacer del atractivo gachó, funcionario de campanillas, una estrellita. También lo hizo Alain Minc, antiguo consejero de Prisa y otra calamidad como pitoniso económico, que lo enchufó en la Banca Rothschild.

Macron es un tipo original, de centro desenfocado. Un día es capaz de decir que no existe la cultura francesa, al siguiente que no hay que cargar las tintas con Pétain y al otro criticar el Estado profundo gabacho.

Seguramente, una de las pocas cosas que ha clavado Minc es su visión sobre Macron. Le califica de “excepcionalmente inteligente y encantador”. Cualidades necesarias, entre otras, para trabajar en banca de negocios que (siempre según Minc) “es un oficio de puta”. En el momento actual, por mucho que Manu tire de oficio, la cama la están poniendo los franceses.

El césar del Elíseo, poseído por el fantasma de De Gaulle, proclamó en la campaña de las elecciones presidenciales de 2017 aquello de “yo o el caos”. Parece que los franceses, finalmente, van a tener las dos cosas. El 13 de julio de este año, a nuestros vecinos se les atragantaba el gratin de courgettes escuchando la alocución institucional de Macron: “Esta vez se queda en casa usted, no yo”.

Advertía de este modo que habría multas y sanciones para aquellos sanitarios, y quienes trabajen con personas dependientes, que no se inoculen la vacuna contra la Covid, así como restricciones de acceso a locales de restauración, centros médicos, comerciales y, en definitiva, a la vida pública, para aquellos no inmunizados. Fuerzas y cuerpos de seguridad resultaron misteriosamente exentos de esta medida.

La Ley Gassot, casualmente promulgada también un 13 de julio, pero de 1990, condena el negacionismo en Francia. Como es natural, se refiere a los crímenes de lesa humanidad. Tildar de negacionistas a ciudadanos que, ejerciendo un elemental derecho sobre su salud, deciden no vacunarse, contribuye a la estigmatización del grupo. Señalados y sin pasaporte sanitario. Los nuevos parias de la tierra, apartheid de quinta ola. Guillotinazo a la égalité.

Las 137 manifestaciones convocadas a lo largo del Hexágono congregaron a más de 100.000 enfants de la patrie (18.000 de ellos en la place Beauvau) huérfanos de liberté. En algún caso, la policía se unió a la reivindicación de los manifestantes que en París estuvieron liderados por Florian Philippot, criado a los pechos de la izquierda nacionalpopulista y actualmente al frente de una escisión de la Agrupación Nacional.

También andaba manifestándose Jacline Mouraud, representando al movimiento de los chalecos amarillos. Y la psiquiatra Martine Wonner, expulsada de las filas del partido de Macron por no acabar de comulgar con “la línea francesa”.

Mientras el portavoz del Gobierno, Yvan Attal, insiste en que “es vacunación general o tsunami viral”, Macron retira la amenaza sobre los centros comerciales. El tsunami empieza a quedarse en mar gruesa

Una gestión vacunal poco astuta y el sentimiento de falta de transparencia legitiman los recelos de la población sobre la eficacia y la seguridad de los sueros contra la Covid. Pero la cuestión fundamental es que el hecho de no dejar espacio para la elección fabrica ciudadanos de primera y de segunda.

Francia es hoy un país profundamente dividido y es posible que, a tenor de las reacciones que está provocando la instauración de estas imposiciones sanitarias se produzca el hermanamiento de una sociedad que no tolera que la libertad se caiga del lema oficial de la República. Minipunto para la fraternité.

Decía Péguy que todo comienza en la mística y acaba en la política. Macron, quizá, no sólo se parezca a Napoleón en su fama de conquistador. Quizá, al igual que el emperador, haya empezado con una juventud combativa y acabe, después de conquistado el poder, en Santa Elena.

Esperanza Ruiz es escritora y articulista.

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