¿Acabarán los algoritmos de Zuckerberg y Bezos con nuestra humanidad?

El principio de causalidad es uno de los grandes presupuestos sobre los que se erige la vida humana. Las cosas ocurren por algo y ese algo es una condición preliminar que empuja el presente en una determinada dirección.

Podemos pensar que no es así, que no existe tal determinismo físico, que el azar desempeña un papel importante y que el destino no está escrito. Pero, en verdad, muchos de los actos y acontecimientos de nuestra existencia son solamente el resultado lógico y razonable de un conjunto de variables interrelacionadas, un gran mapa de guía que constriñe nuestra voluntad auténtica y nos confunde en una telaraña de identidades, propósitos y esencias.

La Filosofía lleva siglos intentando responder a la pregunta de quiénes somos. Con escasísimo éxito, quizá porque la pregunta está mal formulada y el interrogante no es el quién sino el cómo. Quizá porque la existencia es una X demasiado inaccesible para ser resuelta en el marco de una ecuación cuyos componentes todavía no son conocidos por completo.

Sin embargo, desde Sócrates a Schopenhauer, desde Aristóteles hasta Nietzsche, hay algo que todos los seres humanos tenemos claro. El deseo es el impulso más sólido en la determinación de la existencia, el individuo es cuando desea, y la ruina o el éxito de los sujetos es el producto de la convergencia frontal de ese deseo y el horizonte de su realidad.

Hasta aquí, los problemas del binomio deseo-realidad no habían provocado mayores incidencias que una frustración social generalizada en la civilización occidental y un estímulo poderoso para los apetitos irrealizados de los excluidos por la cultura posmoderna.

Pero he aquí, en este cementerio de vanidad y entre las tumbas de tantas metas fracasadas, que había de emerger la tecnología, la vida digital. El metaverso de Zuckerberg o el supermercado global de Bezos. Las aspiraciones de siempre, pero ahora revestidas de bites, intercaladas con cookies, aderezadas con lenguaje binario.

Con un manto invisible, la transformación digital de la existencia ha modificado por entero nuestro contexto de relación social.

Pero no sólo eso. También ha alterado nuestra condición humana (empleando la terminología de Hannah Arendt o el título que utilizó para su obra André Malraux). Lo que somos, como sociedad, pero sobre todo como individuos, se ha visto alterado sustancialmente (esencialmente) por la disrupción tecnológica. El algoritmo lo ha cambiado todo.

El impacto del hecho digital es visible en muchos aspectos, campos y disciplinas. Pero el verdadero cambio de paradigma que supone para la contemporaneidad, tal y como la conocemos, se residencia en la modificación de la construcción de los patrones del deseo.

Hasta la aparición de la computación cuántica, el deseo, como manifestación exterior de la individualidad, obtenía sus bases generadoras en la interrelación social (el amor, la amistad) y en la aspiración profesional. Este componente de socialización (definitoriamente exógeno) conducía a la modulación de los apetitos y las creencias en función del acoplamiento del ser con su naturaleza. De este modo, la construcción individual surgía como una consecuencia derivada de la relación con los otros. Con seres que, igual que nosotros, pero distintos, nos permitían la técnica del reflejo y, con ella, la delimitación precisa de nuestra condición personal, de nuestro yo.

El patrón de edificación de la individualidad anterior está roto. El individuo, y con él sus deseos, no es producto de una relación y correlativa confrontación con los otros y con su diversidad circunstancial, sino que, en las antípodas de esa concepción de la construcción del ser, esta se reproduce sobre un esquema prediseñado de conducta. Esquema en el que sus gustos, características y, de forma general, su misma posición en la sociedad, es objeto de multiplicación constante mediante el análisis tecnológico de sus preferencias (obtenidas a través de su rastreo digital y sus datos personales) y la invitación permanente a continuar su estilo de vida, pensando como piensa, consumiendo como consume, manteniendo relaciones sexuales el día más apropiado según las baremaciones efectuadas por el Apple Watch.

El determinismo digital podrá resultar inofensivo para muchos. Y quizá en gran medida lo sea cuando preconfigura unas apetencias que antes creíamos por azar y que ahora revelamos conectadas y resultado de un conjunto invisible de cálculos.

No obstante, nada más lejos de esas lecturas autocomplacientes con el estado de las cosas, la predeterminación tecnológica de la individualidad del sujeto es, ante todo, y, sobre todo, la mayor amenaza que enfrentan las libertades en la sociedad contemporánea. No en vano países como Rusia o China están basando algunas de sus herramientas de control social en la tecnología de los algoritmos.

Las sociedades modernas y libres lo son por la concurrencia en ellas de diversos factores sociales. Uno de ellos, básico y capital: el pluralismo. En España, el pluralismo es, además de un valor superior del ordenamiento jurídico, la raíz de libertades públicas como la de expresión, la de información o la ideológica.

Sin pluralismo, seguramente, esta tribuna no podría haberse escrito ni tampoco publicado. Este medio podría ser clausurado y todos sus periodistas despedidos. La Justicia, como ocurre desgraciadamente en otros sistemas no tan lejanos, respondería a una aplicación de la legalidad de régimen, y, en suma, la individualidad del ciudadano sería un bien prescindible por sustitución. Por la sustitución de su valor por el asignado como más adecuado y prudente por el Estado.

En Derecho, y en la vida social en general, se reflexiona poco (o nada) sobre los valores principales que sostienen nuestro modelo de convivencia. La libertad, la justicia o el citado pluralismo son dados por supuestos, conquistas arraigadas, inmunes a la tiranía.

No es así. Detrás de la modernidad tecnológica, de la vida digital o de las estructuras de relación virtual, aguardan ventajas para el desarrollo y la prosperidad de la vida humana, para la lucha contra la pobreza, la conquista de la igualdad real o el fortalecimiento de las libertades básicas.

Pero no seamos incautos. La configuración técnica de la digitalización no es aséptica. Responde a un patrón en el que la edificación de la esencia del ser se encuentra invertida, cimentada sobre gustos y preferencias, sobre deseos y propósitos que nos ciegan como el sol del horizonte de las realidades diversas que habitan más próximas, del otro, del disidente, de la diferencia y el diferente.

El mayor desafío del algoritmo es saber convivir con él sin que ello suponga el fin de nuestra existencia individual. Vivir sin dejar de ser.

Álvaro Perea González es letrado de la Administración de Justicia.

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