Acabemos con los privilegios de la iglesia en España

Acabemos con los privilegios de la iglesia en España

¿Sigue España siendo un país católico? La pregunta, en uno de los bastiones centenarios de la Iglesia católica, habría resultado absurda hace tan solo unos años. Y, sin embargo, la respuesta hoy es que sí y no. O, dicho de otro modo: si los españoles seguimos siendo católicos, lo disimulamos muy bien. Según un estudio del año pasado del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), dos tercios de los ciudadanos declaran serlo, pero solo dos de cada diez van a misa. Las celebraciones religiosas de bautizos, comuniones y bodas se han desplomado. “Si no cambia la cosa, dentro de poco solo celebraremos funerales”, admite un obispo.

Las razones del declive son diversas, pero todas llevan al mismo punto: la Iglesia y el público al que se dirige viven en siglos diferentes y aspiran a modelos de sociedad cada vez más incompatibles. El papa Francisco lo explica mejor en una de las citas que le atribuye la película Los dos papas: “Hemos pasado estos últimos años censurando a cualquiera que no estaba de acuerdo con nosotros sobre el divorcio, el control de la natalidad y la homosexualidad. Mientras nuestro planeta estaba siendo destruido y la desigualdad creció como un cáncer. […] Todo el tiempo, el peligro real estaba dentro”.

Solo una reforma que haga a la Iglesia más inclusiva, incorpore a la mujer, se distancie de la política, acompañe su discurso moral del ejemplo y abrace la tolerancia, especialmente hacia quienes no comparten sus códigos morales, evitará que su irrelevancia vaya a más. Pero nada indica que ese sea el camino escogido por los dirigentes eclesiásticos. Al contrario: persiste el propósito de entrometerse en las políticas de Estados aconfesionales, empujar conceptos retrógrados sobre la sexualidad, negar el papel de la ciencia como motor del progreso y aferrarse a privilegios de otras épocas.

La Iglesia católica española emergió de la dictadura de Francisco Franco con ventajas fiscales, patrimoniales y educativas incompatibles con una democracia liberal moderna. Una de ellas le ha permitido registrar a su nombre miles de propiedades sin titularidad, incluidos monumentos históricos como la mezquita-catedral de Córdoba o la Giralda de Sevilla. La avaricia, uno de los siete pecados capitales, está detrás de un plan que incluye 30.000 edificios, viviendas, catedrales, terrenos, fuentes, plazas y un sinfín de bienes desconocidos. La lista no se ha hecho pública, una opacidad que se consideraría inaceptable en cualquier otra institución.

La falta de una profunda fiscalización de sus actividades ha permitido a la Iglesia desviarse de sus prioridades e invertir, por ejemplo, en medios de comunicación comerciales con alto contenido político y claramente significados en favor de partidos de derecha. El Tribunal de Cuentas ha advertido que las partidas destinadas a financiar la cadena de televisión 13TV, procedentes de contribuciones en la declaración de la renta de los españoles, vulneran la legislación europea. Pero más allá de posibles infracciones, la pregunta es si la Iglesia debe emplear sus recursos en potenciar una agenda política determinada y contribuir a la crispación en una sociedad ya de por sí tan polarizada como la española.

Los diez millones de euros anuales destinados a 13TV, cuya audiencia es de alrededor del 2 por ciento y que arrastra una deuda millonaria, superan lo destinado a Cáritas, una organización perteneciente a la Iglesia católica que está al frente de la respuesta social a la pandemia de la COVID-19, en un momento en que se han quintuplicado las necesidad de reparto de comida. Cáritas es un ejemplo de cómo la fe puede inspirar la solidaridad, la compasión y la tolerancia, virtudes donde los obispos podrían concentrar sus energías. El resultado es un aprecio transversal en la sociedad española hacia una organización que presta su ayuda con independencia de la nacionalidad, ideología, creencias u orientación sexual. Las 23.000 parroquias repartidas por España, por su parte, han cubierto muchas de las necesidades más urgentes ante un gobierno que se vio desbordado en el frente económico y sanitario.

El contraste no podía ser más evidente con un liderazgo desapegado de la calle que insiste en organizar cursos para “revertir” la homosexualidad, a pesar de ser ilegales en España; juzga la moral de las mujeres en vez de incorporarlas a los asuntos de la Iglesia, y propaga teorías conspiranoicas sobre vacunas, ninguna más surrealista que la promovida por el presidente de la Universidad Católica de Murcia, José Luis Mendoza: está convencido de que Bill Gates y George Soros tratan de controlar a los humanos mediante la implantación de chips.

En el pulso dentro del catolicismo español entre conservadores y reformistas, acentuado desde la llegada del papa Francisco, los segundos tienen un largo historial de derrotas. La llegada al poder de una coalición de izquierdas ha aumentado el recelo ante la posibilidad de que el gobierno decida cambiar los acuerdos en fiscalidad, educación o inmatriculaciones de propiedades. El Ejecutivo ha incluido “la protección a la infancia” en la agenda, un recordatorio de los casos de pederastia y la necesidad de supervisar la respuesta desde las congregaciones.

La Iglesia tiene toda la legitimidad para defender sus ideas, oponerse al aborto, rechazar la eutanasia o condenar el matrimonio igualitario, siempre que no fomente el incumplimiento de las leyes con las que se legislaron esos asuntos en el parlamento. También está en su derecho de defender puritanismos que la sociedad española superó hace tiempo. Pero precisamente porque ejerce una influencia en la vida de millones de personas, y una parte de su financiación procede de los contribuyentes, debe estar sometida a las mismas normas de transparencia, responsabilidad y respeto a la tolerancia que cualquier otra organización.

La mejor manera de conseguirlo es renovando los acuerdos entre el Estado y la Iglesia para redefinir su papel, eliminar privilegios innecesarios y supervisar con mayores detalles sus cuentas y los proyectos en los que participa, como la educación. Esa relación se detalló en los concordatos firmados entre Madrid y la Santa Sede en 1979, inspirados en el compromiso constitucional de que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española”. Ahora que ambas han cambiado, la sociedad y sus creencias, ha llegado la hora de adaptar a la Iglesia a la nueva realidad.

David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es El director.

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