Hace tan solo unos meses, el mundo contenía la respiración ante la decisión final de Donald Trump sobre la retirada de Estados Unidos del Acuerdo de París. Finalmente, los peores augurios se tornaban realidad en junio pasado tras la confirmación de que el Gobierno de la nación más poderosa del mundo daba la espalda a las evidencias científicas acumuladas a lo largo de 40 años y al compromiso alcanzado año y medio antes por el conjunto de las naciones del mundo para frenar el calentamiento global, el mayor desafío que encara el planeta. Entonces nos temimos lo peor, que un acuerdo hilvanado con enorme esfuerzo y que había sorprendido al mundo por la ambición de sus compromisos acabara en el cajón del olvido por el efecto emulación que pudiera generar el giro aislacionista de Trump.
Sin embargo, los tiempos cambian y, como ha señalado el exvicepresidente Al Gore, la “imprudente e indefendible” decisión del presidente norteamericano, lejos de socavar el compromiso global para luchar contra el cambio climático lo que ha debilitado es la posición de EE UU en el mundo: no solo ninguna nación ha seguido a EEUU, sino que la administración Trump ha tenido que hacer frente a las críticas emanadas de su propia sociedad y las medidas adoptadas en el seno de su propio país.
No obstante, como en todo lo que tiene que ver con la lucha contra el cambio climático, conviene ser cautos. Tal y como la ONU recordaba poco antes de la cumbre climática convocada por Macron en diciembre pasado, si bien no se ha producido ningún nuevo abandono, los compromisos presentados hasta ahora por los países bajo el Acuerdo de París están lejos de alcanzar la ambición requerida para evitar las peores consecuencias del cambio climático.
Sí, el Acuerdo de París supone un hito histórico por lo que representa de concienciación ante la magnitud del reto que enfrentamos y de puesta en marcha de mecanismos de gobernanza a escala global para hacerle frente. Pero nos sitúa ante el espejo de los obstáculos que aún debemos salvar y de las inercias que debemos vencer para pasar de las palabras a los hechos. Y eso exige compromiso y liderazgo político. Como afirma Teresa Ribera, “París representa esperanza y voluntad, pero no admite dilaciones ni despistes”.
Afortunadamente, si bien cada minuto malgastado nos acerca más al abismo que queremos evitar, aún estamos en disposición de tomar las medidas necesarias para contener los efectos del cambio climático. Como ha dicho el director ejecutivo del Programa Ambiental de la ONU, “si invertimos en las tecnologías adecuadas, asegurando que el sector privado está implicado, aún podemos cumplir la promesa hecha a nuestros hijos de proteger su futuro”. Pero debemos ponernos manos a la obra ahora.
En efecto, la batalla contra el cambio climático es una batalla global en un doble sentido: porque exige esfuerzos a todas las naciones del mundo; y porque exige esfuerzos horizontales, en todos los sectores. Transporte, edificación o industria demandan esfuerzos prioritarios para recortar las emisiones, pero no menos atención merecen el cambio de usos de suelo, la deforestación o las actividades agroganaderas, verdaderos campos de batalla en que nos jugamos nuestro futuro.
No obstante, si hay un ámbito decisivo que constituye el núcleo central de las acciones contra el cambio climático es la energía, no solo porque representa alrededor del 60% del total de emisiones de gases de efecto invernadero a nivel mundial, sino porque la demanda de energía no deja de crecer: se estima que esta aumentará en un 30% hasta 2040, debido fundamentalmente al crecimiento de la población y de la actividad económica.
Por tanto, los esfuerzos de descarbonización en este ámbito son cruciales. Y Europa tiene mucho que decir. Europa ha sido punta de lanza en la transición hacia un modelo energético más sostenible con políticas que nos han permitido reducir nuestras emisiones un 23% con respecto a 1990, mientras el PIB ha crecido un 53%, demostrando que la apuesta por políticas respetuosas con el medio ambiente no solo no frena el crecimiento y la creación de empleo, sino que lo acelera.
Y debe volver a situarse a la vanguardia si quiere cumplir los compromisos alcanzados en París, siguiendo la hoja de ruta que los europeos nos hemos marcado para la descarbonización de la economía en 2050, asegurando el cumplimiento de las metas intermedias de reducción de e nuestras emisiones un 40% en 2030.
En este sentido, el Paquete de Energía Limpia actualmente en discusión se revela como una pieza clave para lograrlo en cada uno de sus tres pilares fundamentales: un nuevo diseño de mercado eléctrico centrado en el consumidor, capaz de dar las señales adecuadas de inversión hacia tecnologías más limpias y eficientes; nuevos objetivos e instrumentos de eficiencia energética; y mayor ambición en materia de energías renovables.
Si el Parlamento ha adoptado un rol exigente en relación con este conjunto de iniciativas y, especialmente, en materia de renovables no es solo porque las propuestas presentadas por la Comisión sean insuficientes para cumplir los compromisos adquiridos en París y los compromisos adoptados dentro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, de los que apenas se habla, para “garantizar el acceso a una energía asequible, fiable, sostenible y moderna para todos”. Es que, además, va contra nuestros propios intereses, económicos y ambientales. En primer lugar, porque como el último informe de la Agencia Internacional de Energías Renovables constata, los costes de producción alcanzados por la energía eólica o la solar fotovoltaica se sitúan ya por debajo de los combustibles fósiles. Y seguirán bajando. Pero, además, si algo demuestra el desacople crecimiento-consumo energético-emisiones es que frenar la transición energética es frenar el desarrollo y competitividad de nuestras sociedades.
Afortunadamente, cada vez son más las voces que se elevan apostando sin ambages por fomentar la transición hacia una economía descarbonizada. El pasado mes de diciembre era el Banco Mundial el que anunciaba que después de 2019 dejará de financiar las operaciones de exploración y producción de petróleo y gas. Francia ha avanzado planes para el cierre de sus centrales de carbón en 2021. Reino Unido e Italia, en 2025. Portugal y Holanda, antes de 2030. Países como Noruega ya han anunciado que no se podrá comprar un coche de gasolina o diésel a partir de 2025, medida que estudia replicar China.
Aprovechemos, por tanto, el momento y el momentum para acelerar la lucha contra el cambio climático. Como dice Jeffrey Sachs, “nuestra generación puede ser la que acabe con la pobreza, responda a las necesidades básicas alcanzando la justicia social y controle finalmente el calentamiento global y la pérdida de biodiversidad”. En nuestra mano está no frustrar estos anhelos.
José Blanco López es eurodiputrado socialista y ponente de la directiva relativa al fomento del uso de energía procedente de fuentes renovables.