¿Acelerar los procesos penales?

Las noticias que se van conociendo sobre la muy publicitada reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal nos suscitan a los profesionales un profundo escepticismo. Cuando hablo de profesionales, hago referencia a los juristas que nos vestimos la toga, los que nos movemos por el foro, ya sea con mayor o menor intensidad. Han sido numerosas y reiteradas las reformas de nuestras leyes básicas abocadas desde su nacimiento a una más o menos inmediata rectificación. No debiera suceder así cuando se trata de tocar un monumento jurídico, una de nuestras más antiguas y respetadas leyes codificadoras. Algunas de estas noticias podrían ser globos sondas, pero al venir en algún caso avaladas por el ministro de Justicia, más parecen responder al lamentable mecanismo de la ocurrencia. Hay certeza de virajes y cambios de rumbo. No hace un año se venía trabajando en la idea de la instrucción por los fiscales, lo que no parece que se mantenga en los trabajos actuales. Entre lo conocido, la pregonada medida de la limitación ex lege de la duración de sumarios sobre corrupción resulta de tan difícil implantación como presumible ineficacia. ¿Se va a suspender el plazo cuando se envíe una comisión rogatoria a uno de esos paraísos fiscales tan renuentes a su cumplimentación?, ¿qué efectos va a tener la superación del plazo de tramitación, se van a atrever a declarar caduco el procedimiento y a empezar de nuevo?, ¿van a tener preferencia las suplencias de los oficiales encargados del sumario en los innumerables casos de vacantes (traslado, baja laboral, maternidad, etc.) que tanto paralizan los procesos, dado el funcionamiento de la oficina judicial?, ¿qué consecuencias va a tener para el juez beneficiado por el reparto, cuando se acumule la instrucción del nuevo asunto de corrupción a un Juzgado saturado con muchos otros similares o no?

Acelerar los procesos penalesTodo da a entender que estamos a las puertas de una terapia sintomática y no en profundidad. Que se eternizan las instrucciones de los numerosos casos de corrupción –sigo con el ejemplo– pues se le pone un plazo perentorio. No se percibe el menor atisbo de que se intente un cambio en nuestra política legislativa penal. Ya lo vimos con la reforma de 1995, se crearon los delitos societarios a la luz del saqueo de Banesto y después se han usado los nuevos tipos penales para sustituir las demandas por querellas en cualquier controversia entre socios.

Sin atribuirme ciencia propia, sino conclusión de atento observador de múltiples debates con auténticos especialistas, hay varias opiniones en que parecen coincidir muchos expertos. El punto de partida es la evidencia de que lo que escandaliza a la opinión pública ante los casos de corrupción, no son los juicios en sí, sino la excesiva prolongación de la instrucción, desde que la denuncia llega al juzgado hasta que se abre el juicio oral. Nadie se llama a escándalo por la duración del juicio sino por los años de instrucción. Me decía un conocido penalista que el juicio Madoff, aún no se habría celebrado si se hubiera instruido en España. Al respecto hay que decir que nuestra instrucción es excesivamente garantista y que se instruye en forma secuencial.

Afirmar que nuestro proceso es excesivamente garantista, no conlleva una negación ni siquiera menosprecio del principio de seguridad jurídica, sino la convicción de que las actuaciones y recursos precoces en garantía del procedimiento menoscaban un resultado de justicia en múltiples ocasiones. Las garantías tienen que presidir todo el proceso, pero no precisamente tienen que manifestarse mediante su ejercicio en las fases iniciales del mismo. Es obvio para cualquier conocedor de la realidad que en España las defensas sobreactúan en los momentos iniciales evitando las imputaciones, sabedores que ante la opinión pública, la anticipación del juicio popular en periódicos y televisiones, ya es una condena. Es doloroso constatar cómo algunos tribunales no han tenido la gallardía de contradecir el juicio popular a pesar de serias dudas de culpabilidad. El caso Wanninkhof, es un monumento a la cobardía judicial. Los recursos se suceden impugnando la idoneidad, el fuero territorial o la composición del tribunal, demorando las diligencias de averiguación.

Frente a ello debería encontrarse la fórmula para que se invirtiese el sentido de la instrucción y, fuese quien fuese el juez que tuviere conocimiento de los hechos presuntamente delictivos, de oficio, por denuncia o querella, comenzase las actuaciones de investigación sin demora, sin detener su actuación hasta que tuviese una doble convicción. En primer lugar, que los hechos pueden ser tipificados conforme a nuestro Código Penal y, en segundo, que existen personas relacionadas con los mismos, razonable y razonadamente susceptibles de ser responsabilizadas por ellos. Y desde que exista esa doble convicción, debe aperturarse el juicio propiamente dicho, momento procesal en cuya fase preliminar debería volcarse y dar respuesta a todas las posiciones de las partes en garantía de su correcto enjuiciamiento. El momento del juicio es donde tienen que manifestarse y hacerse valer prioritariamente los derechos y garantías del justiciable, no tanto en la instrucción.

La segunda apreciación hace referencia a lo que hemos calificado de instrucción secuencial. Los autos van y vienen, unas veces mediante su envío al tribunal superior que resuelve el recurso, otras se paralizan mediante la extracción de particulares para su envío, cuando no se acompaña el recurso con la integridad de los autos. Y aunque sea cierto que la mayor parte de los recursos en instrucción sólo tienen efecto devolutivo, es decir que no suspenden la instrucción, en la práctica no es verdad. La instrucción se ralentiza cuando no se detiene, simplemente. Su máxima expresión, es que el juicio no da comienzo hasta que no están resueltos todos los planteados. Aunque se haya decretado la apertura del juicio oral sin esperar a su resolución, el juicio sí debe esperar (art. 622 LECr). Muchas veces, no se puede hablar de suspensión, que es un efecto jurídico de algunos recursos. No es eso, es que el proceso simplemente se paraliza. En la más moderna legislación hay supuestos que podrían ser ejemplo de un sistema acorde con los principios que venimos defendiendo. En la Fase Común del Concurso de Acreedores, todos los recursos contra las resoluciones de los incidentes concursales se acumulan al final de la fase contra el auto que aprueba el informe de los administradores y pone fin a la citada Fase Común. Mutandis mutandi, la Fase Común del Concurso sería la instrucción del proceso penal. No hay menoscabo alguno para la garantía de los derechos de los acreedores. Tampoco debería haberlo para los justiciables en la instrucción.

¿Acaso no es peor para el denunciado/querellado/ imputado la prolongación sine die de la instrucción, que la confrontación inmediata de sus responsabilidades ante el tribunal juzgador? ¿No debería ser ante la opinión pública más gallarda y reconocida su postura si acepta afrontar con inmediatez las dudas sobre su conducta que si se protege con reiteradas y ociosas peticiones y recursos? Junto a estos dos extremos denunciados, hay muchas otras posibles alternativas que mejorarían la instrucción y agilizarían los procesos, evitando confirmar el viejo axioma de que una justicia tardía no es justicia. Por ejemplo, evitar la reiteración de las mismas pruebas, en especial las testificales, en instrucción y en el juicio, la rectificación de la actual pusilanimidad en la aplicación de las costas a los actores temerarios, la persecución de la denuncia sin fundamento, la reconducción a sus justos términos del principio del juez natural, la simplificación de las normas de aforamiento, el desenmascaramiento de la extorsión procesal, etc.

Por no hablar del afán protagonista de los jueces. Las excesivas facultades del juez durante la instrucción, actúa de catalizador del afán protagonista de muchos jueces que gustan de provocar apasionados debates mediáticos. Muchos de los llamados macroprocesos surgen de malos excesos del instructor que de un hecho delictivo inicial abren, en la mayoría de los casos en base a autorizar descontroladas escuchas policiales, una auténtica causa general, que se desinfla al llegar al juicio hasta límites ridículos. ¿Alguien se acuerda de las impactantes escenas de las detenciones con que se inició el caso Malaya, desfilando en televisivas cuerdas de presos empresarios, notarios y funcionarios? ¿Y quiénes fueron después juzgados y condenados?

Afrontar la reforma en profundidad y con seriedad exige varias condiciones previas, la primera cierto tiempo para meditarla, la segunda un mínimo de consenso y, por último, no dejarla en manos de juristas de salón, tan teóricos como faltos de una imprescindible experiencia.

Miguel A. Albaladejo es socio de Dikei Abogados.

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