Acertó Jovellanos, erró Cabarrús

Puesto que ya nunca seré autor teatral -en la información hay más tragedia, comedia y drama que en el teatro-, brindo a quien quiera recoger el guante un argumento para una función que permitiría pulverizar los records de taquilla que consiguieron Flotats y Carmelo Gómez interpretando a Tayllerand y Fouché en La Cena de Jean Claude Brisville. Debería llamarse La Comida y se basaría también en la reconstrucción de un encuentro real entre dos grandes personajes cargados de pasado, en una encrucijada aún más decisiva para su nación -en este caso la nuestra- que la que implicó para Francia la derrota de Napoleón en Waterloo y la subsiguiente disyuntiva entre república o restauración monárquica.

Basta atrasar siete años más el reloj de la Historia y trasladarnos desde aquel 5 de julio de 1815 en el que dos de los más conspicuos supervivientes de la Revolución y directos colaboradores de Bonaparte se pusieron de acuerdo en París para volver a entronizar a Luis XVIII, hasta aquel 27 de mayo de 1808 en el que tuvo lugar en Zaragoza el reencuentro, después de muchos años de penalidades y cautiverios, de dos amigos cuyos nombres eran ya santo y seña de la Ilustración española: Gaspar Melchor de Jovellanos y Francisco de Cabarrús.

El diario del primero acredita el episodio, lo sitúa en el domicilio de un tal Hermida, fija su duración desde media mañana «hasta mucho después de mediodía cuando comimos» y sobre todo describe su fuerte carga emocional: «La llegada se señaló con abrazos y lágrimas y lamentaciones sobre la triste suerte de la patria». Como en el caso de la cita entre Talleyrand y Fouché, quedaría por recrear el contenido de su conversación, pero disponemos de suficientes elementos como para poder hacerlo de forma absolutamente verosímil.

La trayectoria de ambos estaba hondamente arraigada en los años más fructíferos del siglo anterior, cuando, codo con codo, el jurista asturiano y el banquero nacido en Bayona aprovecharon las oportunidades del reinado de Carlos III, contribuyendo decisivamente a introducir en España una versión moderada del Espíritu de las Luces. Si el nombre de Jovellanos quedó unido a su Informe sobre la Reforma Agraria, el de Cabarrús lo está a la fundación del Banco de San Carlos. Cuando, tras la muerte de su regio protector, los sucesos revolucionarios de París convirtieron en sospechoso al financiero francés y sus enemigos, siempre próximos a la Inquisición, aprovecharon las dificultades del banco para acusarle de estafa y encerrarle en el madrileño castillo de Batres, Jovellanos movió en vano todas sus influencias para intentar ayudarle.

Una década después se invirtieron las tornas. Cabarrús había sido rehabilitado por Godoy y destinado a misiones diplomáticas gracias sobre todo a la enorme influencia de su hija Teresa -casada con Tallien y amante de Barras- en el París del Directorio. En cambio Jovellanos había llegado efímeramente al poder como ministro de Justicia, para caer en desgracia y ser encerrado en el mallorquín castillo de Bellver durante siete años. Tampoco Cabarrús tuvo fuerza suficiente para evitarlo.

Cuando en los primeros meses de 1808 los acontecimientos se precipitan y ya con las tropas francesas extendidas por buena parte de España, el motín de Aranjuez desencadena la caída de Godoy, la abdicación de Carlos IV en Fernando VII y la abducción de ambos por Napoleón, parece llegada la hora de la verdad para quienes afrontan ya el último tramo de sus vidas. Jovellanos es liberado por uno de los primeros decretos de Fernando VII, vuelve a la Península por Barcelona y, en medio de la ebullición subsiguiente a los sucesos del 2 de mayo, es aclamado por doquier como víctima del despotismo y referente moral de la incipiente burguesía liberal. El prestigio de Cabarrús como hacendista y experto en cuestiones internacionales alcanza también por entonces su apogeo.

Es imposible saber si aquel 27 de mayo, con Zaragoza ya levantada caóticamente en armas contra la invasión francesa, uno u otro eran conscientes de que el nuevo rey José Bonaparte pretendía contar con ellos como pilares de un programa de reformas destinado a sacar a España de su secular atraso. Pero es evidente que en aquellas horas de conversación no pudieron dejar de hablar del dilema que como próceres de la causa progresista se presentaba ante ellos. Varios autores aseguran que en ese momento Cabarrús estaba identificado con el «bando patriótico» y que sólo fue al cabo de un mes, y después de ser víctima de un episodio de bandolerismo en Tudela, cuando se decantó por el lado josefino. Otros sostienen la tesis de que ya había aceptado un cargo en la administración provisional de Murat.

La apuesta de Jovellanos también la observamos a posteriori, pues empieza a quedar reflejada en su diario cuando explica la turbación que le producen las cartas de algunos de sus mejores amigos, afrancesados de la primera hora, instándole a ocupar el lugar que le corresponde en la nueva situación. El caso es que el 7 de julio José I nombra a Cabarrús y a Jovellanos, respectivamente, ministros de Hacienda y del Interior y que el uno acepta el cargo y el otro no sólo lo rechaza, sino que se incorpora primero a la Junta de Asturias y luego a la Junta Central, decidido a participar en el movimiento de resistencia contra el invasor.

¿Cómo no imaginarles en aquella sobremesa zaragozana, sopesando con pasión bien argumentada los pros y los contras que implicaba tomar un sentido u otro en aquella bifurcación del camino? Los motivos para unirse a la nueva dinastía parecían en principio consistentes. Era la ocasión anhelada durante décadas de acometer la modernización de España desde la cúspide del Estado, aplicando el programa reformista con la suficiente energía como para acabar con el Santo Oficio y vencer la resistencia de la plebe inculta, grosera, cruel y casi antropófaga que acababa de volver a mostrar su verdadera naturaleza en los terribles actos de violencia -«la crueldad irreflexiva del loco entusiasmo», descrita por Alcalá Galiano- contra las autoridades que se negaban a secundar la rebelión frente al francés. El diagnóstico de Artola es rotundo: «El ilustrado de tiempos de Carlos III fue el afrancesado de 1808». Si los Urquijo, Meléndez Valdés, Moratín, Llorente, Marchena, Azanza, Lista o el propio Cabarrús lo vieron claro, ¿por qué Jovellanos no?

El mismo se lo explicó poco después por carta a su amigo: «España no lidia por los Borbones ni los Fernando; lidia por sus propios derechos, derechos originales, sagrados, imprescriptibles, superiores e independientes de toda familia o dinastía. España lidia por su religión, por su constitución, por sus leyes, sus costumbres, sus usos, en una palabra por su libertad...».

Respondía así a la argumentación racionalista de Cabarrús que se había creído en la obligación de justificarse al aceptar el ministerio: «Me hallo embarcado... en este sistema que he creído y creo aún la única tabla de la nación». Tocando incluso la tecla que más podía impactar en los antiguos anhelos de Jovellanos, alegaba en esa misiva, fechada a finales de julio, que aquella era una oportunidad inmejorable para combatir «la multiplicidad de los males de la Administración pública».

Pese a que la réplica de Jovellanos incluyó una especie de maldición de resonancias bíblicas -«Será usted un hombre execrable y execrado de su patria... usted vagará errante sin familia, sin patria, sin amigos»-, Cabarrús nunca perdió la esperanza de convencerle de sus razones y su buena fe e incluso le dedicó sus célebres Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública, escritas durante su cautiverio y editadas aquel septiembre de 1808 en Vitoria cuando la derrota de Bailén había obligado al Gobierno de José a evacuar por primera vez Madrid.

Mutatis mutandis, ese dilema de hace 200 años ha adquirido nueva virtualidad en la España actual. Entonces había que elegir entre modernidad y tradición, entre afrancesamiento y continuidad histórica. ¿Merecía la pena sacrificar la independencia nacional para implantar las tantas veces bloqueadas reformas ilustradas y salvar a España de sí misma? Cabarrús pensaba que sí, Jovellanos que no.

Hoy en día, tras la pugna entre el PSOE y el PP, tenemos por un lado a la izquierda, o para ser más exactos a un sedicente progresismo antinaturalmente aliado con el nacionalismo tribal y reaccionario, y por el otro a una coalición de conservadores y liberales que trata de aferrarse a los valores de la Transición. ¿Merece la pena sacrificar la cohesión constitucional a través del Estatuto catalán, el derecho a decidir de los vascos y lo que te rondaré morena a cambio del matrimonio homosexual, la paridad por decreto, la Alianza de Civilizaciones, el nuevo contrato del hombre con el Planeta y demás golosinas del republicanismo cívico? Al igual que Cabarrús la gran mayoría de los dirigentes del PSOE -incluidos aquellos a los que más se les llena la boca hablando de España- piensan que sí, que Madrid bien vale una misa en euskara, gallego y catalán. Igual que Jovellanos, Rosa Díez y, por supuesto, los dirigentes del PP piensan que no.

Aunque el único gran error de Rajoy durante el primer debate, al margen de la metáfora de la niña, fue el poco énfasis que puso en la cuestión nacional, el hecho de que -según nuestro posterior sondeo- casi un 8% de quienes optaron por el PSOE en 2004 digan ahora que están dispuestos a cambiar su voto y sólo un 1,5% de los que se inclinaron por el PP declaren lo mismo, prueba que es en el seno de la izquierda sociológica donde ese dilema está en plena ebullición. ¿Qué puede hacer alguien que no trague ni con la policía lingüística del renegado Montilla ni con los compadreos con ETA de Patxi López y Eguiguren, pero tema la involución de las sotanas o vea atisbos de xenofobia en el PP? Lo más obvio sería votar por Ciutadans en Cataluña y por Rosa Díez en Madrid y el resto de España. Sería un voto sincero, idealista, valiente, pero puede que no fuera un voto útil.

¿De dónde sacar entonces la pértiga para dar el enorme salto mental y sociológico que requeriría pasar de votar al PSOE a votar al PP? Si Rajoy hubiera tenido el acierto de ofrecer a Rosa Díez el número dos de la lista del PP por Madrid y ella los reflejos de aceptarlo, sería más fácil argumentar que estamos en un escenario en el que los grandes males requieren grandes y excepcionales remedios. Pero incluso si esa convergencia transideológica de defensores de la Constitución del 78 no se ha producido aún, en lugar de mariposear con la abstención al modo de Elorriaga en el Financial Times, merece la pena apelar a la esclarecedora enseñanza de lo que ocurrió hace dos siglos en España.

Ni Cabarrús, súbitamente fallecido en Sevilla en abril de 1810 en el apogeo de la engañosa pleamar josefina, vivió para asistir a la derrota de su causa; ni Jovellanos, muerto a finales del año siguiente, pudo presenciar el triunfo de la suya. Pero fueron las Cortes de Cádiz, y no la Asamblea de Bayona o ninguna otra institución otorgada a los atrasados españoles por su magnánimo emperador francés, las que culminaron el sueño ilustrado de alumbrar un régimen constitucional que, con todos sus avatares, aún hoy sirve de referencia a nuestra democracia.

Ahí está encriptada la clave que demuestra cuán falsa es la parte del dilema que identifica a Zapatero con el progreso y la modernidad y a Rajoy con el inmovilismo y la carcunda. Al final no hay peor política que la basada en intentar dar gato por liebre. Ni hace 200 años podía haber una genuina modernización que apartara a España del surco de la continuidad histórica en el que, periodo tras periodo, se había sembrado su verdadero ser, ni hoy es posible ampliar la democracia de espaldas a los valores constitucionales que convierten a las personas y no a las tribus, pueblos o nacionalidades en titulares de los derechos.

Charles Esdaile, catedrático de la Universidad de Liverpool y autor de la mejor historia contemporánea de la para nosotros «Guerra de la Independencia» y para él y sus compatriotas «Peninsular War», no niega que el rey José y sus bienintencionados ministros tuvieran voluntad reformista. Subraya, sin embargo, que su política se caracterizó por una actitud mucho más ordenancista que modernizadora. Lo suyo fue promulgar normas, normas por doquier -seguro que les suena-, invadiendo cada espacio de la actividad pública y privada de los españoles. Y eso desembocó, claro está, en un cambio mucho más cosmético que real. Al final todo quedó, según este autor, en algo tan simbólico y postizo como la sustitución «de la soga por el hierro», es decir, de la horca por el supuestamente más humanitario garrote vil.

De igual manera que, anticipándose 125 años al «No es esto, no es esto» de Ortega, Jovellanos tendría tiempo de diagnosticar antes de morir que «el problema no es que la reforma francesa fuera extranjera, sino que no era reformista», hoy toca advertir a esos últimos indecisos que el tiempo está demostrando que lo peor de la ética indolora que nos viene vendiendo Zapatero no es que esté basada en múltiples falacias, sino que cada día que pasa nos hace más daño a todos.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.