Aclarémonos: ¿qué democracia queremos?

Desde que comenzó la crisis política, no hay día que no leamos o no escuchemos una opinión donde se nos propone una serie de reformas que nos ayudarían a recobrar la confianza perdida en nuestra democracia. En muchas ocasiones, esta lista es enorme e incluye medidas de lo más diversas. Pero si las analizamos en profundidad, vemos que muchas de estas propuestas son equivocadas y, en muchos casos, contradictorias entre sí. Vayamos a algunos ejemplos.

Una de estas medidas estrella son las listas abiertas. La idea que subyace bajo esta propuesta es que con el objetivo de estrechar la relación entre representantes y representados, los ciudadanos deberían tener la posibilidad de elegir de forma directa a quien les representa. Pero si reflexionamos un poco sobre ello, nos encontramos con algunos problemas. ¿Se puede elegir de forma correcta y con la información suficiente entre una lista de 36 candidatos? Pero no solo eso, la posibilidad de que se establezcan redes clientelares y aumente la corrupción es algo que deberíamos tomarnos muy en serio en este escenario. Quizá el segundo quiera ser primero y en la lucha por el poder aparezca el juego sucio. Podríamos encontrarnos con un mundo lleno de Fabras y Baltares. Además, cuanto más complejo es un sistema electoral, menos gente participa.

Como posible solución a estos problemas, algunos proponen un modelo de listas abiertas en circunscripciones muy pequeñas. En caso extremo, también se habla de utilizar el modelo británico de circunscripciones uninominales. Es cierto que el control sobre los partidos podría aumentar. Pero en este escenario estaríamos sacrificando la representatividad. Las terceras fuerzas políticas de ámbito nacional no tendrían casi ninguna posibilidad de llegar a la cámara. Si en el 15-M la gente gritaba “no nos representan”, imagínense qué dirían ante un Parlamento donde una fuerza política obtiene más del 25% de los votos y solo logra el 3,5% de los escaños, como le sucedió al Partido Liberal en Reino Unido, en 1983.

Un segundo elemento que recibe numerosas críticas es la disciplina de voto. Para muchos analistas, que todos los miembros de un grupo parlamentario voten lo mismo es un signo de déficit democrático. Pero vayamos a la alternativa. Imaginemos un mundo donde los diputados de un mismo partido se dividen sistemáticamente ante una cuestión como, por ejemplo, el aborto. ¿Qué haría un ciudadano que estuviese a favor de este derecho, pero viese que su partido no sostiene una posición clara en el Parlamento? ¿Podría darse la confianza a una formación política que vota una cosa y la contraria al mismo tiempo? Si fuéramos un votante, ¿qué escenario nos produciría más inseguridad? ¿Que nuestro partido votase como un solo hombre o que no supiésemos cuál es la posición de nuestro partido ante una determinada cuestión?

La tercera medida que hace fortuna en esta lista de reformas es la limitación de mandatos. Desde un punto de vista democrático, esta propuesta tiene algunos inconvenientes: reduce el derecho de los ciudadanos a votar por un candidato y se introducen incentivos para no escuchar a la ciudadanía. Si no vas a ser reelegido, ¿por qué hacer caso a la gente? Pero la pregunta que emerge de nuevo es: ¿qué eligen los votantes: partidos o personas?

Es posible que haya líderes que tengan una concepción muy alta de sí mismos. Recordemos que José María Aznar, cuando se le preguntó en The Wall Street Journal por la recuperación económica en mayo de 1997, dijo aquello de “el milagro soy yo”. Pero en una democracia parlamentaria, lo que explica la acción de gobierno, la caída de este o su supervivencia es el trabajo de los partidos. Por ello, la ciudadanía elige entre formaciones políticas y no entre personas.

Casi todas estas propuestas comparten dos problemas. Por un lado, su diseño institucional no responde al de una democracia parlamentaria con tintes proporcionales. La limitación de mandatos se puede entender en un sistema presidencialista. Las circunscripciones pequeñas son más propias de sistemas electorales mayoritarios y claramente bipartidistas. O la indisciplina de voto en las cámaras responde a democracias con partidos débiles y élites políticas muy autónomas. Pero ninguno de estos modelos de democracia es el que tenemos en España. Por ello, al introducirlas en nuestro país, es muy probable que se produjeran disfunciones.

Por otro lado, y en mi opinión el problema más grave, es que se realizan muchas propuestas sin pensar qué democracia queremos. Antes de reflexionar sobre a qué modelo aspiramos para nuestro sistema político y qué objetivos se persiguen, muchos analistas se lanzan a hacer la “lista de los Reyes Magos” sin haber pensado previamente sobre un modelo de democracia alternativo.

Este segundo error es comprensible entre los ciudadanos. Gran parte de ellos no tienen los conocimientos suficientes como para reflexionar en profundidad sobre un modelo de democracia. Lo que llama la atención es que se produzca un día sí y otro también entre los que generan opinión. Es cierto que es un vicio muy extendido entre los economistas. Pero quizá es el precio que tenemos que pagar en estos momentos. La economía es la disciplina que está generando opinión con más fuerza e influencia. Pero con los economistas hay que hacer como con los demás ciudadanos: hay que escucharles, pero no hay que darles siempre la razón. En ocasiones están equivocados, especialmente cuando hablan de lo que desconocen.

Finalmente, esta crítica no es una defensa del statu quo. Para resolver la crisis política es cierto que debemos cambiar comportamientos e instituciones. Pero antes de lanzar propuestas, debemos reflexionar sobre el modelo de democracia al que aspiramos. No existen pócimas mágicas y tampoco democracias perfectas, pero algunas soluciones generan más problemas de los que ya tenemos.

Ignacio Urquizu es profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid y colaborador de la Fundación Alternativas. Autor del libro La crisis de la socialdemocracia: ¿qué crisis? (Catarata).

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