Acompañar, discernir e integrar

Acaba de publicarse La alegría del amor, la exhortación apostólica postsinodal del Papa Francisco. Es un texto magisterial precioso y animante sobre el amor en la familia, que no rehúye los problemas reales de la gente y enfatiza la necesidad de que la Iglesia y sus ministros comprendan, acompañen, integren y tengan los brazos abiertos a todos, especialmente a los que más sufren. Como es imposible tratar aquí un texto tan amplio y rico, me centraré en lo que creo esencial: el discernimiento y la conciencia moral; el realismo de lo concreto y la misericordia pastoral.

Discernir no es solo sopesar razones, sino buscar al Señor para seguirle más de cerca, escuchando lo que sucede y el sentir de la gente. Es lo contrario a una licencia para hacer la propia voluntad; supone abrirse a la Palabra de Dios que ilumina la realidad concreta de la vida cotidiana y exige traspasar la superficie de las cosas y las apariencias para atender amorosamente a lo que Dios espera de uno en sus circunstancias. Requiere un talante de apertura a la complejidad y ambigüedad de lo real, en todo, también en la vida matrimonial y familiar. Pide no separar fácilmente puros e impuros, buenos y malos, y no blindarse en rigideces, tópicos, complacencias narcisistas o condenas catastrofistas, que acaban siendo «doctrina sin vida».

Acompañar, discernir e integrarLe importa mucho al Papa poner «los pies en tierra» (6), prestar atención a la realidad concreta (31), porque sin escucharla es imposible comprender las exigencias del presente ni las llamadas del Espíritu. La humildad del realismo ayuda, por ejemplo, a no presentar «un ideal teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi artificialmente construido, lejano de la situación concreta y de las posibilidades efectivas de las familias reales» (36).

Ahora bien, dar tanto valor al discernimiento y a pisar tierra no disminuye un ápice las exigencias del Evangelio, ni hace que la ley se disuelva en la gradualidad. Se necesita gradualidad en el ejercicio prudencial de los actos libres de quien no está en condiciones de comprender, valorar o practicar plenamente las exigencias objetivas de la ley (295), aunque el discernimiento no podrá prescindir jamás de las exigencias de la verdad y de la caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia. Es más, para discernir deben garantizarse las condiciones de «humildad, reserva, amor a la Iglesia y a su enseñanza, en la búsqueda sincera de la voluntad de Dios… Cuando se encuentra una persona responsable y discreta, que no pretende poner sus deseos por encima del bien común de la Iglesia, con un pastor que sabe reconocer la seriedad del asunto que tiene entre manos, se evita el riesgo de que un determinado discernimiento lleve a pensar que la Iglesia sostiene una doble moral» (300).

La exhortación se hace cargo de la inseguridad de tantos padres y madres que quieren educar a sus hijos para que sean libres y buenas personas, la tarea moral por excelencia. La tensión que de alguna manera sufrimos todos. El mundo se ha complicado de un modo inaudito y la ambivalencia que tienen los fenómenos culturales se ha acentuado hasta niveles insospechados en este cambio de época marcado por las nuevas tecnologías. Desde un paciente realismo, las dificultades nos exigen un plus de esfuerzo en la formación ética de los hijos, que dé valor a la sanción como estímulo y reenfoque los modos de la educación sexual y la trasmisión de la fe, así como las prácticas de la vida familiar como contexto educativo. El gran reto es generar «en los hijos, con mucho amor, procesos de maduración de su libertad, de capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica autonomía» (261).

El Papa nos hace conscientes de que el desarrollo moral normalmente no se da en situaciones límite ni en momentos cumbre, sino de manera callada en lo ordinario de la vida, con personas, rostros e historias sencillas que nos van afectando poco a poco. Él es un pastor apasionado por la relación personal. De Jesús aprendemos que es de Dios el aspirar siempre a lo máximo, al ideal de vida, sin dejar de concretarse en lo pequeño y cotidiano de la vida, porque en ello nos acabamos jugando la felicidad o el ser dignos de ella. Y de Santo Tomás, que «los actos humanos son actos morales», desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, cuando trabajamos o jugamos, cuando conversamos o callamos, en todo lo que hacemos cuando entra de algún modo la libertad... Son «pequeños pasos» que «comprendidos, aceptados y valorados» (271) nos hacen mejores y más libres, capaces de reconocer y aprovechar las oportunidades de crecimiento moral que se nos presentan. Amoris laetitia está llena de esas experiencias en el ámbito de la pareja y la familia.

Se trata de «formar las conciencias, no de sustituirlas» (37); de poner la conciencia moral en el centro como «primero de todos los vicarios de Cristo» para cada uno (Newman), porque sin ella no hay libertad y, consiguientemente, no hay búsqueda del bien y la verdad; y porque para la ética no bastan la objetividad y la corrección moral de los actos. La conciencia moral sólo se va haciendo verdaderamente libre cuando es capaz de interiorizar los valores que conforman la vida y que la remiten más allá de sí misma, algo que no es posible desde una concepción individualista y cerrada de la propia subjetividad. Tampoco es libre una conciencia heterónoma, obligada a seguir la verdad que alguien le dicta. Así sucede no solo cuando alguien manipula a otro, sino también cuando pedimos el amparo del Magisterio en moral renunciando a hacer nuestro propio trabajo de discernimiento. En esa trampa no cae, desde luego, el Papa Bergoglio: «No todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones del Magisterio».

La verdad moral se va alcanzando a través del discernimiento y la deliberación; no con objetivismo o subjetivismo («El juicio negativo sobre una situación objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada» (302). Sí con la intersubjetividad del acompañamiento, el diálogo y el encuentro, donde se alcanza esa franja desde la que se aplican prácticamente los principios a las distintas situaciones de la vida concreta (“Todo principio general tiene necesidad de ser inculturado si quiere ser observado y aplicado” –3–).

Amoris laetitia no viene a plantear cambios de doctrina, pero sí importantes modificaciones en la forma de aplicarla. De ella se desprende que, en moral, la fuerza del Magisterio no debe ponerse en la precisión material, la exactitud y la consideración de todas las circunstancias y exigencias normativas posibles, sino en los elementos de la fe que ayudan a descubrir los valores y las actitudes morales fundamentales. Le corresponde al creyente buscar la verdad y decidir en las condiciones concretas de su existencia, donde no hay juicios ni argumentaciones de puro “derecho natural”.

Francisco –reforzando el estilo recibido de Benedicto XVI– practica un Magisterio que hace ver cómo la moral cristiana, antes de ser ley vinculante, es una invitación cargada de promesas para la salvación de las personas: «La lógica de la misericordia pastoral». Hay poderosas resistencias al cambio, sí, pero mucho más fuerte es la alegría del Evangelio y del Amor que impulsa a la Iglesia.

Julio L. Martínez, rector de la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE.

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