Acosar a los divos

La película de Paolo Sorrentino Il divo es una brillante farsa política que recomiendo a todos los espectadores, incluidos aquellos que -como yo y la pareja de amigos con los que fui a verla- salgan del cine igual de divertidos que de escandalizados. Los materiales de Sorrentino, que ha escrito también el guión de su película, son artísticamente impecables, y se basan en una amplia labor documental que los conocedores de la política italiana contemporánea han estimado solvente y certera. Concebida como una gran stravaganza operística, los actores del numeroso reparto, todos de una bufonería muy elaborada, se amoldan a ese espíritu general, contrastando en su papel de coristas con la casi ininterrumpida sucesión de arias de bravura de Toni Servillo, que hace de Giulio Andreotti, al modo en que Philip Seymour Hoffman hizo del famoso novelista americano en Truman Capote o Cate Blanchett de Katharine Hepburn en El aviador: calcando asombrosamente a esos personajes reales, en un alarde de mérito mimético más que de verdadero arte dramático.

La película de Sorrentino, por lo demás, no es única en su propósito de retratar con presunta veracidad y descarnada comicidad a una figura política en ejercicio. Nanni Moretti, pese a negarlo, hablaba paródicamente de Silvio Berlusconi en El caimán (una de sus obras menos logradas); Stephen Frears trazaba con acidez demoledora las siluetas no sólo de Isabel II y Felipe de Edimburgo, sino de Tony y Cherie Blair en The Queen, y pronto veremos el falso documental de Dan Butler Karl Rove, I love you, sobre el homónimo y controvertido director de campaña de George Bush Jr., objeto él mismo el año pasado de W, una recreación semi-ficticia de trazo grueso dirigida por Oliver Stone. Sabiendo la tendencia copiona de una buena parte, la más holgazana, de la industria del cine, hay que esperar en los próximos tiempos nuevas réplicas; candidatos idóneos no faltan, y no quiero ni pensar la cantidad de gente que en España pagaría lo que fuese por ver en gran pantalla un caimán o un divo o un monarca destronado a imagen y semejanza de José María Aznar.

Esta nueva modalidad del biopic en vivo y en directo, que suele gozar del favor del público más políticamente comprometido y del cinéfilo más formado, apela, en mi opinión, a lo peor de nosotros mismos y, por mucho esmero que se ponga en su confección, resulta muy similar a la tan denostada basura televisiva, alimentada en las mismas fuentes: la curiosidad malsana y prepotente, la invasión de la intimidad, y el concepto de que el ser personaje público levanta las barreras de lo privado, por lo que el resto de los ciudadanos se siente autorizado a acosar, fisgonear y juzgar.

Andreotti nos cae mal a todos, por supuesto, excepto al Papa, a los no sé cuántos papas que él ha visto pasar por el Vaticano en sus recién cumplidos noventa años. Es casi probable (aunque no en los tribunales) que este hombre culto y sibilino haya cometido delitos, por lo demás no muy distintos de los que otros estadistas menos duraderos cometen en Italia, en Estados Unidos y en Zimbabue, por no hacer la lista interminable. La película los saca a relucir, en una combinación -muy eficaz pero para mí de dudosa moralidad- de periodismo de investigación filmada y artimaña de paparazzi; es a ese respecto muy elocuente leer unas consideraciones del propio director Sorrentino, en las que afirma que su punto de partida o inspiración a la hora de escribir Il Divo fueron las semblanzas que del siete veces primer ministro y ocho veces ministro de Defensa de distintos Gobiernos italianos trazaron Margaret Thatcher ("él parecía tener una aversión positiva a los principios") y Oriana Fallaci, quien visitó a Andreotti y se quedó hipnotizada a la vez que aterrorizada por sus suaves maneras untuosas, deduciendo la periodista que "el verdadero poder te estrangula con lazos de seda, con encanto e inteligencia".

Lo que sucede, sin embargo, es que este tipo de cine, y en particular esta película, se presenta como obra de ficción, y a Andreotti no lo interpreta Andreotti, sino Servillo, saliendo además en el filme su mujer (en la vida real), interpretada en la pantalla por Anna Bonaiuto, su secretaria (real) encarnada por la gran actriz Piera degli Esposti, su confesor y sus antagonistas, todos también actores, mezclándose aquello que la información y las hemerotecas nos dicen veraz con la conjetura del artista Sorrentino. ¿Y por qué no? La historia del arte narrativo es la historia de la falsificación inventiva de lo real y de lo acontecido, y son incalculables la cantidad de obras maestras de la novela y de memorables personajes ficticios que no eran sino un trasunto o reflejo apenas distorsionado de situaciones y seres verídicos. Verídicos pero muertos.

Morir nos hace históricos, a todos; a los divos y héroes y a los seres anónimos y comunes, y esa condición póstuma concede, a mi modo de ver, el permiso para que los vivos ejerzamos nuestro deseo de saber, nuestros métodos de investigación, nuestra voluntad de que el pasado y sus pobladores adquieran verdad y tengan por ella condena o elogio. La muerte no debe actuar, sin embargo, como embellecedora ni gratificadora, ni por supuesto falseadora de los muertos, aunque en España es inveterada -y sigue viva- la manía de honrarlos inmediatamente después del último suspiro, mejorándolos y otorgándoles premios y epítetos que en vida les fueron cicateramente escatimados.

Me parece obsceno, por el contrario, que personas vivas (estoy pensando no en el propio Divo de la política italiana, sino en alguno de sus cuatro hijos o sus muchos nietos) puedan ver en cine, en televisión o en cualquier otro medio las insinuaciones y las suposiciones que alguien ajeno hace no de sus actuaciones públicas, sino de su vida íntima, de sus manías, de sus dolores de cabeza y sus sueños eróticos. Es una forma de intromisión hiriente y acoso en carne viva que nadie, ni siquiera el gobernante más infame o denostado, debería sufrir a cambio de unas carcajadas en una sala oscura llena de cotillas.

Vicente Molina Foix, escritor.