Viví en La Moncloa, como director del departamento internacional del gabinete del presidente, la operación de “acoso y derribo” de Adolfo Suárez. El PSOE había perdido las elecciones generales de 1979 y un nuevo tropiezo habría puesto en entredicho el liderazgo de Felipe González. Para evitarlo había que liquidar políticamente a Adolfo Suárez. La campaña fue inclemente. Como botón de muestra los denuestos de Alfonso Guerra: “tahur del Misisipi”; “si el caballo de Pavía entrara en el Parlamento, Suárez se subiría a su grupa”. Cuando el caballo llegó, Adolfo Suárez fue uno de los pocos que no se humillaron ante él. Después Guerra, y esto le honra, se arrepintió de aquellas palabras.
El periodo más delicado de la Transición, incluido el proceso constituyente y los Pactos de la Moncloa, llegó a buen puerto gracias a un alto grado de entendimiento y colaboración entre las fuerzas políticas. Había que dejar atrás el franquismo, reconciliando a ganadores y perdedores en la Guerra Civil, y todo el mundo era consciente de la inquietud de los militares. Con la operación orquestada contra Adolfo Suárez algo fundamental cambió. La estrategia de “acoso y derribo” consiste en fijarse como máxima prioridad desalojar al inquilino de La Moncloa en beneficio propio. Se descalifica de forma absoluta al oponente. Se explotan sin piedad las contradicciones y errores del rival, tan evidentes en el caso de UCD como en los ulteriores. Todo vale. El patrón de “acoso y derribo”, que implica un alto grado de acritud, de radicalización política, incluso de cainismo, se instaló en la vida política española y, desde entonces, ha regido las transiciones de poder. Cada operación de “acoso y derribo” genera un profundo resentimiento y prepara la siguiente.
El PP, que ocupó el espacio de UCD, aunque más escorado a la derecha, tuvo su ocasión al cabo de los 14 años de poder del PSOE. La guerra sucia contra el terrorismo y la corrupción (que alcanzó a figuras tan significativas como el gobernador del Banco de España o el director general de la Guardia Civil) fueron explotadas de forma inmisericorde: “Váyase, señor González”, clamó Aznar en el Congreso. Así consiguió el PP el poder en 1996.
La foto de las Azores y la manipulación informativa del atentado terrorista de Atocha facilitaron la siguiente operación de “acoso y derribo”, José Luis Rodríguez Zapatero llegó, contra todo pronóstico, a La Moncloa. El PP consideró que le habían robado la victoria, cuando él mismo había ocasionado su ruina, y afiló los cuchillos en espera de la próxima ocasión.
Esta vino de la mano de la crisis económica global. Mientras el presidente se negaba a reconocerla, el PP cargó las tintas de una forma que, según el entonces gobernador del Banco de España, debilitaba nuestra posición en los mercados internacionales. Y así obtuvo Rajoy la mayoría absoluta en noviembre de 2011.
Este modelo de transición por “acoso y derribo” pudo funcionar mientras PSOE y PP tenían mayorías absolutas o les bastaban modestos apoyos de los otros partidos. La aritmética parlamentaria alumbrada por las elecciones del 20-D han hecho inviable ese modelo. Hay que eliminar este factor de rigidez de nuestra vida política y volver al talante de la Transición. Hay que dejar de ver como enemigo irreconciliable al adversario político, con el que se impone colaborar en aras de la gobernabilidad de España. Para reequilibrar la balanza ganadores-perdedores de la crisis económica y para buscar una salida razonable al problema catalán será necesario el concurso de todos.
Manuel Azaña, el hombre que personificó el experimento democrático anterior al actual en la historia de España y su fracaso, advertía poco antes de su muerte: “el carácter español transforma los problemas políticos en tormentas de pasión de extrema violencia... el carácter explosivo del español añade una violencia peculiar a todas las facetas de la vida”. Aquella república sin republicanos, con enclenques clases medias, nada tiene que ver con la democracia consolidada actual, que ha elevado a España a las mayores cotas de libertad y bienestar de su historia. Con todo, no está de más una mirada a nuestros “demonios familiares” en la presente encrucijada.
Alexis de Tocqueville, que reflexionó como nadie sobre las trampas, los costos y los riesgos del “peor de los sistemas políticos excluidos todos los demás” subraya que “el gobierno democrático supone siempre la existencia de una sociedad muy civilizada y sabia”. Es hora de demostrar que la España de hoy lo es.
Eugenio Bregolat fue embajador de China, entre otros destinos.