¿Acosos o escraches?

Es evidente que, como recientemente escribía Elvira Lindo, “hay ya una impaciencia colectiva; una hartura clamorosa por el hecho de que nada sea sancionado o castigado con cierta celeridad; una necesidad de que las malas prácticas provoquen expulsiones o dimisiones… los juicios se alargan insoportablemente, los políticos se acusan unos a otros para salvar su honorabilidad y existe la sensación de que las responsabilidades personales se diluyen tras las siglas de los partidos”. A esto se añade, agudizando esa impaciencia colectiva, las gravísimas consecuencias de la crisis económica, que han situado por debajo del umbral de la pobreza al 25% de la población española, y el retraso con el que se adoptan algunas medidas legislativas como la que se refiere a los desahucios.

Aunque como jurista puedo comprender esta tardanza por la dificultad técnica que comporta legislar con efectos retroactivos, como ciudadano es difícil de justificar que los políticos no hayan sido capaces de aprobarlas ya, tratándose de una cuestión acuciante que afecta cada día a más personas.

Y, por supuesto, además hay problemas de comunicación por parte de nuestros dirigentes políticos, que parecen haber perdido su capacidad de mantener el necesario diálogo entre gobernantes y gobernados. Para quienes hemos crecido en una dictadura y hemos participado en la recuperación de una democracia que ha originado más de tres décadas de libertad y progreso extraordinarios, lo que demanda la hora actual son nuevos consensos políticos que permitan reformar en profundidad y con urgencia todo aquello que deba ser reformado, abordar la salida de la crisis con la necesaria solidaridad hacia los más débiles, y encarar de nuevo la vertebración territorial del Estado, tal como muchos llevamos reclamando una y otra vez sin alcanzar el eco deseado.

Ante esta situación, los ciudadanos están demostrando crecientemente su protesta, aunque algunas de sus manifestaciones requieren una consideración especial, pues en un Estado de derecho no vale todo.

Una manera de esconder lo que las cosas son en realidad consiste en denominarlas con un término abstruso que las disfrace. Es lo que está sucediendo con los intolerables acosos que están sufriendo en sus domicilios algunos políticos, acosos que han devenido terminológicamente en “escraches”. A estas alturas ya se sabe en qué consisten: un grupo de personas, abusando de la fuerza de su número, se dedican a sitiar los domicilios de los políticos señalados, ejerciendo todos los gestos de coacción imaginables, insultos e injurias incluidos, sobre los políticos que entran o salen de sus casas, y sobre sus familiares, amigos y colaboradores. Aunque hasta la fecha no conozcamos agresiones físicas, la violencia a la que pueden llegar estas conductas es incontrolable.

Hay dos principios que un demócrata no puede dejar de lado. El primero es que el fin no justifica los medios. Imaginemos lo que sería el ejercicio del poder o la convivencia cívica sin esta norma de conducta. El otro es un principio de ética universal: no hacer a los demás lo que no deseamos que nos hagan a nosotros mismos. Quienes hoy están simpatizando desde posiciones políticas contrarias al Partido Popular con estos acosos, o sencillamente guardan silencio, seguro que adoptarían posiciones muy distintas si los acosadores fueran, por ejemplo, ciudadanos de extrema derecha y los acosados políticos de izquierda.

Y qué decir si se asienta el miedo a los escraches, esto es, si se alcanzan los propósitos perseguidos, cuando otros ciudadanos no políticos pasen a ser también víctimas de estos actos de violencia, al aparecer sus nombres en la listas de los indeseables por las opiniones que hayan manifestado o, por ejemplo, por ser contrarios a un nacionalismo independentista y excluyente.

Propugnar la imprescindible tarea de recomposición política y social no puede servir de coartada a los acosadores, porque en democracia solamente puede temerse el efecto de la ley y nunca el del linchamiento social. La legitimidad de los fines que se pretenden nunca puede justificar el matonismo, que es, según la definición de la Academia, “la conducta de quien quiere imponer su voluntad por la amenaza o el terror”.

Hoy, como ayer, hay que tener la lucidez y el coraje de decir que no es así como debemos defender nuestras causas y nuestros derechos si queremos preservar esa convivencia cívica en libertad que nos ha costado mucho alcanzar.

Gregorio Marañón Bertrán de Lis es miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

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