Actitudes de Occidente

Hace un tiempo mantuve una conversación con un joven de Nueva York a propósito de las diferencias entre los europeos y los norteamericanos, que aproveché para introducir en una novela.

–Nuestra violencia no es gratuita –decía el neoyorquino–, pero los europeos nos tomáis por bárbaros. Encontraría completamente lógico que lo hicieseis con el islam. O con los africanos. Incluso con los chinos que se quedan vuestros negocios y compran vuestros puertos. Con nosotros, no. Somos parientes y socios a todos los niveles. Frente al desorden actual del mundo, hay mucho trabajo por hacer. Los bárbaros están fuera. Y es contra el extraño a nuestra civilización, contra el que hay que dirigir toda violencia. América está en guerra global contra los terroristas. El enemigo no es un único régimen, ni una religión, ni una ideología, como antes de la caída del muro de Berlín. La violencia calculada para hacernos arrodillar frente a los bárbaros.

–Vosotros, los americanos –dije–, convertís la violencia en fábula hasta lograr que la gente no sepa distinguir entre realidad y ficción. La muerte de un negro a manos de un policía racista en tiempo real se parece a una escena de una serie policial. Para vosotros, las guerras, las catástrofes naturales, las matanzas indiscriminadas son espectáculo. Las palabras que habrían de ser retenidas en el cerebro para erradicar la violencia son negadas por la imagen. Ahogadas por la onomatopeya del cómic. Apagadas por el ruido de los videojuegos. Como dijo Oscar Wilde, vuestro George Washington, con la gran mentida del ciruelo, os hizo más daño en menos tiempo que cualquier otro ejemplo moral de la historia de la literatura. Vuestros escritores de novela negra –Hammett, Chandler, MacDonald– siempre quedan frustrados, los pobres, descifrando asesinatos, porque el Apocalipsis, la aparición del Mal, la Muerte del alma a manos del dólar ya lo hizo Melville cuando en Moby Dick el capitán Ahab clava en el palo del Pequod la onza de oro española. A nosotros, europeos, no nos asusta la violencia, sino reflejarla. Sebald no tendría que haberse extrañado porque, después de los bombardeos aliados de las ciudades alemanas, la literatura de su época no reflejase la cruda realidad de los cuerpos carbonizados a miles. Ya hacía demasiado tiempo que los alemanes –el último, Thomas Mann– habían adoptado la versión apolínea de Goethe y no la épica de Büchner. Los europeos no sabemos representarnos la violencia. Stendhal, hijo de la Revolución francesa, pasea su espejo por la época con la impasibilidad de un matemático de Grenoble. Para los españoles, la violencia no forma parte de la dinámica social, sino que es la aniquilación del enemigo: fíjate en Goya. A los americanos, la violencia, que forma parte de vuestra vida real y de su imaginario, os sirve para apropiaros de las cosas, vorazmente, para su uso individual. En cambio, en Europa es una cuestión de estadio de fútbol, de masas marinadas con cerveza, de pelea doméstica –no de individuos aislados ni de grupos organizados–. La violencia, en Europa, está monopolizada por el Estado –siempre que no sea balcánica o eslava–. El Estado decide la cantidad y el momento de usar la violencia dentro de su territorio. La auténtica voluntad colectiva de Europa es el Estado. La tasa de muertos del siglo XX basta para unos cuantos siglos. Los hombres europeos solo osan matar mujeres para arrepentirse inmediatamente como unos niños desvalidos o pegarse un tiro. Vosotros, los americanos, lo matáis todo y lo convertís en fast food mediática. Pero mientras os entretenéis persiguiendo al enemigo invisible, otros se han reforzado y están al acecho para tomar el relevo.

–Nosotros, los americanos –dijo el neoyorquino–, plantamos cara a los desafíos con la lucha, y vosotros, los europeos, echáis cortinas de humo a vuestra pasividad. A diferencia de vosotros, los americanos siempre estamos dispuestos a condenarnos para pagar la deuda de decisiones que vosotros consideraríais improvisadas, propias de gente amateur. Mira el ejemplo de Huckleberry Finn. Recordarás que él está dispuesto a ir al infierno –“arderé eternamente”, dice– por haber ayudado al viejo esclavo negro, Jimi, a huir de su amo. A diferencia de los europeos, nosotros todavía somos un pueblo religioso. A Huck Finn, su decisión le cambiará la vida para siempre. ¿Crees que vosotros hubierais actuado así?

–Hombre, tendrías razón –dije–, si no fuera porque Huck hace que su amigo se desarraigue. Vosotros, los americanos, os movéis entre los instintos naturales y una conciencia corrompida por una sociedad represora y la religión –lo decía Auden, si no me equivoco–. Y siempre acaba ganando el instinto natural. Nosotros, los europeos, creemos en ciertos aspectos de la naturaleza humana, en el hombre como ser histórico, que son válidas para siempre. A vosotros os cuesta creer que algo no pueda ser modificado en la naturaleza humana. Los personajes de vuestra literatura –desde el capitán Ahab hasta Jay Gatsby o Philip Marlowe– son todos unos enfermos. Enfermos de una enfermedad que desconocen –la de los europeos en tierra ajena, que no saben dónde depositar la semilla–. Y puesto que no conocéis vuestra enfermedad y lo que os mueve al frenesí de actuar, os convertís en unos monstruos, como vuestros paradigmas literarios. La política de Estados Unidos es la actuación por otros medios de los monstruos de vuestra literatura.

–Y la de Europa –dijo el neoyorquino–parece la de Fabrizio del Dongo, el de la “feliz y superficial naturaleza, que le impide reconocer las cosas graves”, según Lampedusa.

Como ahora respecto a Grecia, añadiría yo.

Julià de Jòdar

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