Acto de venganza

En cualquier Facultad de Derecho de cualquier país democrático se enseña a los alumnos desde el primer año que los derechos fundamentales pueden ser interpretados expansivamente, pero nunca de manera restrictiva. Los límites en el ejercicio de los derechos fundamentales no pueden ser más que aquellos que la propia Constitución establece al reconocerlos o aquellos que expresamente habilita al legislador para que los imponga dentro de los términos establecidos por la Constitución al redactar la habilitación. No puede entenderse que hay una habilitación implícita o que se puede hacer uso de la técnica de la analogía para imponer límites a los derechos fundamentales.

Tal criterio de interpretación no fue, en mi opinión, respetado por la ley de partidos, que impuso una restricción al ejercicio del derecho de asociación política que no figura en la Constitución y para la que la Constitución no contiene tampoco habilitación alguna al legislador. La ley de partidos no desarrolla la Constitución, sino que reforma la Constitución, y, en consecuencia, debería haber sido aprobada por el procedimiento previsto para ello, que en este caso es el del artículo 168 CE.

Pero aunque admitiéramos, que ya es mucho admitir, que la ley de partidos tiene cobertura constitucional, de lo que no cabe duda es de que, en dicha ley, se previó la posibilidad de declarar ilegal un partido político, pero que en ella no se dice nada de la posibilidad de poner fuera de la ley un grupo parlamentario. Y ello es así porque el partido político es expresión del ejercicio del derecho de asociación reconocido en el artículo 22 CE, mientras que el grupo parlamentario lo es del derecho de participación política reconocido en el artículo 23 CE de la Constitución.

Entre el partido político y el grupo parlamentario no hay continuidad jurídica. Es evidente que hay continuidad política, pero no jurídica. Esto no ha sido discutido nunca ni por la doctrina ni por la jurisprudencia. En consecuencia, no es posible pasar de la ilegalización de un partido a la ilegalización de un grupo parlamentario.

La ley, como digo, no lo preveía. De ahí que la sentencia del Tribunal Supremo sobre Batasuna pusiera al partido fuera de la ley, pero no contuviera pronunciamiento alguno sobre el grupo parlamentario Sozialista Abertzaleak. Sería posteriormente, en el clima de histeria que acompañó al proceso de ejecución de la sentencia, cuando el Tribunal Supremo dictó un auto ordenando a la Mesa del Parlamento vasco que procediera a la disolución del mencionado grupo parlamentario. Sin base constitucional ni legal alguna. Pero lo dictó.

Para el parlamento vasco era un auto de imposible cumplimiento. Al serlo para el Parlamento, lo era también para la Mesa del mismo. En el reglamento de dicho Parlamento, como en el de todos, no se contempla la posibilidad de disolver un grupo parlamentario. No hay ninguna norma en el ordenamiento español que contemple esa posibilidad. Dado que el reglamento es el fundamento de la legalidad y de la legitimidad de la Mesa, sus miembros se encontraban ante la imposible tarea de hacer algo que la norma constitutiva de su autoridad no les permitía.

En todo caso, no fue la Mesa la que se negó a dar cumplimiento al auto del Tribunal Supremo, sino que fue una rebelión del Parlamento la que hizo imposible dicho cumplimiento.

En ese momento, el sindicato Manos Limpias se querelló contra el presidente del Parlamento y otros dos miembros de la Mesa, querella que tuvo un largo recorrido dentro del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, que acabó con una sentencia absolutoria. Contra dicha sentencia interpuso recurso de casación el sindicato Manos Limpias exclusivamente, sin el concurso del Ministerio Fiscal, y este recurso es el que ha sido estimado por el Tribunal Supremo, que ha condenado a Juan María Atutxa y a los otros dos miembros de la Mesa del Parlamento.

Para ello, el Tribunal Supremo ha tenido que desdecirse de su reciente jurisprudencia en el llamado caso Botín, en el que había decidido que la acusación particular sin el concurso del Ministerio Fiscal no es suficiente para mantener procesalmente la acusación y obligar al tribunal a pronunciarse. La justificación del cambio de jurisprudencia es risible.

La sentencia no es un acto de justicia. Es un acto de venganza. Y como todos aquellos casos en que un órgano judicial se desvía en el ejercicio de la función jurisdiccional de esta manera, el resultado es una sensación de asco infinita.

Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.