Actos de fe

De una conocida famosa mediática que, aparte su indiscutible belleza, dio mucho que hablar por haber confundido candelero con candelabro en la conocida expresión «estar en el candelero», que ella se adjudicó, en alguna entrevista, señalando lo complicado que era «estar en el candelabro» -lo cual, bien mirado, tampoco resulta ningún disparate, porque candeleros son los candelabros, aunque con esta voz se especifique que tienen más de un brazo-, leo ahora, que ha deleitado de nuevo a los medios con esta otra frase: «Me encanta como escribe Vargas Llosa. No he leído nada de él, pero le sigo». Pues bien, antes de que la tomen de nuevo con ella, voy a permitirme aconsejar a los comentaristas que se paren a pensar un poco en sus preferencias de cualquier tipo y en qué las fundamentan. Porque la frase de la guapa peca, eso sí, de ingenua, en su estricto enunciado, pero todos andamos, en mayor o menor grado, siguiendo estelas, aceptando creencias, adoptando o rechazando ídolos, no ya sin demasiada reflexión, sino con escaso conocimiento. Hay una ancestral y sostenida tendencia humana al acto de fe.

¿Qué es fe?, preguntaba el catecismo Ripalda de nuestra niñez. «Creer lo que no vemos», contestaba. Una cuestión religiosa, sí, pero las religiones han ayudado a la humanidad a imaginar que no estaba tan desvalida y a resistir el largo y penoso camino que la ha traído hasta hoy. Lo cierto es que la frontera estaba muy marcada entre los actos de fe y los actos de razón, entre la fe recibida y la razón experimentada. Todo lo que podía ser objeto de percepción y observación constituía la materia del conocimiento que permitía entender y juzgar desde el raciocinio y así se fue elaborando la ciencia. Con esfuerzo. El acto de fe era más fácil, más simple, más sencillo: no se trataba de ver, de observar, de analizar, sino de dar por bueno lo que alguien nos contaba, lo que se había venido contando. El acto de fe religioso lleva a introducirse en el puro misterio sin aclaración, sin pruebas ni argumentos, sin otra luz que la palabra recibida y la confianza en quien la dice o la dijo; pero la traslación del procedimiento al mundo perceptible, a la aceptación de una serie de verdades, reales o supuestas, sin otra base que la autoridad o la confianza que otorgamos a quien nos las comunica, es tan habitual, resulta tan ineludible en la adquisición de conocimientos, que lo que podríamos llamar acto de fe laico viene a ser el mecanismo esencial de nuestra educación y formación.

Y, aceptada esta premisa, bueno será que consideremos y analicemos el fundamento y la calidad de muchos de esos actos de fe habituales entre los que se desarrollan nuestras vidas. Acaso la guapa leyó alguna entrevista a Mario Vargas Llosa en un periódico o unas declaraciones suyas y contempló fotos, le gustó su apariencia, o incluso lo vio actuar en el teatro, en aquella función que no hace mucho tuvimos ocasión de presenciar, o tal vez lo ha conocido incidentalmente, se lo han presentado, ha cambiado unas frases con él, se ha hecho el propósito de leer alguna obra suya en cuanto tenga tiempo y, candorosamente, lo ha sintetizado en esa frase que no deja de ser una proclamación de fe: «No he leído nada de él, pero lo sigo».

Pues bien, no sonriamos con suficiencia ante el evidente dislate ni lo comentemos con regocijado sarcasmo, porque no es tan insólito eso que dice: el hecho, no el dicho. Dentro de un par de meses tendremos que votar, tendremos que elegir a quiénes nos van a gobernar, a administrar la hacienda, a mirar por nuestros intereses, a procurar mantenernos en paz y bien avenidos, y me temo que una buena porción de votantes pueda orientar su sufragio desde un personal y proclamado acto de fe, sin mayor reflexión ni raciocinio. Bien es verdad que, como ha escrito hace poco Manuel Alcántara en su magistral columna cotidiana, «de todos es conocido el dramático problema de la vida política española, que consiste en vernos obligados a elegir entre lo que hay», y lo que hay, a día de hoy, por lo que se está viendo y oyendo, es más bien una invitación a confirmarse en la fe del carbonero que a quebrarse la cabeza con argumentos y programas en el cara o cruz del bipartidismo encastillado, tributario irremediable luego de los nacionalismos de toda laya. Y si surge un tercero en limpia discordia, parece que los que han perdido toda fe son los banqueros, que estiman más seguro su dinero en manos de los ya conocidos que en las de los que puedan conocer.

Pero dejemos a un lado las disquisiciones políticas, por mucho papel que en ellas tengan los actos de fe, y consideremos, que es mi propósito, hasta qué punto el acto de fe laico forma parte, habitualmente, de nuestro panorama vital, con tanta pasión, fuerza y pertinacia como el acto de fe religioso en tiempos pasados, con enfrentamientos y actitudes que parecen calcados de otra época. Sin ir más lejos, creyentes y no creyentes en los futuros riesgos y peligros del cambio climático ponen tanto ardor y tanto afán en sus polémicas como en su día pusieron los defensores y los detractores del dogma de la Inmaculada Concepción.

Y ocurre, igualmente, que la mayor parte de los antitaurinos militantes no han visto jamás una corrida y una buena porción de sus adversarios tampoco, por venirnos a un enfrentamiento que no cesa; que se adoptan posturas a favor o en contra de lo que sea, sin mayor discernimiento y, no digamos, meditación. Generalmente porque se le ha oído a alguien que acaso merezca consideración para el entusiasta que lo sigue y que es capaz de convertir sus palabras en artículo de fe, en supuesta verdad incontrovertible, sobre todo si es eso lo que se quería oír. Se antepone lo oído a lo visto, el dicho al hecho. Y, a veces, lo dicho es erróneo o, simplemente, mentira.

O se interpreta erradamente. Un antiguo compañero de estudios rompió su amistad conmigo porque le negué la existencia de un libro mío que yo no había publicado ni siquiera escrito, pero que él afirmaba habérselo oído mencionar a un viejo, famoso y admirado profesor en un curso de verano. A saber lo que había oído, pero su autoridad le resultaba más convincente que la mía, aunque yo fuera el supuesto autor del supuesto libro.

Se puede ahora presenciar, en algunas ocasiones, sobre todo en retransmisiones deportivas, la transformación inmediata de lo real en lo imaginado por medio de la palabra. El comentarista ha decidido que tal caída es un penalti que el árbitro ha escamoteado al equipo visitante y, aunque se repita tres o cuatro veces la secuencia y quede bien claro, a los ojos, que el juicio del árbitro, situado a dos metros, era el correcto, no pocos televidentes se acogerán a lo que cuenta el locutor, con idéntica fe a la mostrada por mi antiguo condiscípulo hacia su ilustre y accidental profesor veraniego, y hablarán, sin atenerse a lo que realmente se ha visto, de robo y de persecución arbitral.

Asombrosa me va resultando la propensión que tienen muchas gentes a entender la realidad no como la ven o la perciben, como se la ofrecen sus sentidos, sino como se la cuentan otros. El acto de fe no es ya creer lo que no vemos, sino creer que lo que estamos viendo es como nos lo cuentan. Sobre todo si lo simplifican y reducen a un enunciado fácilmente repetible y recordable. La palabra mantra, que nos viene, como es sabido, de religiones orientales y ha aterrizado hace poco en nuestro diccionario, se usa ahora con notable profusión para referirse a tales jaculatorias laicas, no religiosas, pero fervorosamente ideológicas, a las que se quiere reducir la visión del mundo. El acto de fe empieza por ser un acto de desconfianza en uno mismo y de acatamiento a una autoridad externa y aceptada. Y eso es cómodo, pero peligroso. Porque prescinde de las propias capacidades y deja una vía abierta para que se deslice fácilmente la falsedad.

Los ejemplos aducidos son triviales; pero los hay en asuntos mucho más serios y de mayor trascendencia. Los políticos, ya aludidos, sin ir más lejos, y los artísticos. Partes notables del arte contemporáneo vigente y de no poca literatura se sustentan en actos de fe colectivos y en la común aceptación de lo que dicen unos pocos por una pasmada multitud que ha puesto su fe en ellos y que no acaba de convencerse, aunque lo esté viendo con sus ojos y lo proclame el niño del cuento, de que el rey está desnudo o, como mucho, en paños menores.

Gregorio Salvador