Actualidad de la Edad Media

En esta primavera del 2023 vuelve a suscitarse el interés por la Edad Media, como un eco de las polémicas entre apocalípticos e integrados de las que hablaba hace ya más de medio siglo Umberto Eco. La emoción que suscitan algunos recientes libros de jóvenes medievalistas que cuestionan la sesgada visión sobre ella es una emoción de carácter cultural, y, por lo tanto, política, ya que la mejora del conocimiento del pasado es una invitación a diseñar un futuro ajeno a los dislates del darwinismo social que tanto daño han hecho a la hora de valorar este periodo de la historia de Europa. Salgo al encuentro de estas novedades con la misma pasión de los años setenta y ochenta del siglo pasado cuando, en el seminario de Georges Duby en el Collège de France, con la inestimable ayuda de Jacques Le Goff, aprendí una Edad Media diferente a la de los manuales escolares, atenta al papel de las mujeres en la construcción del orden social, al amor cortés de los trovadores como un fenómeno de civilización, al nacimiento de la novela europea con Chrétien de Troyes como la narrativa adecuada a un mundo de horizontes abiertos forjado en el uso racional del dinero, a la primera modernidad surgida en las escuelas catedralicias con Pedro Abelardo como referente de una duda metódica como camino para el saber según se comprueba en la correspondencia con Eloísa, al efecto de los círculos de traductores de Toledo o Murcia que permitió situar el sufismo de Ibn Arabi en el germen de la Comedia de Dante, a lo maravilloso como razón de la poética de Wolfram von Eschenbach, Boccaccio, Ruiz, Arcipreste de Hita, o Chaucer, ya la gobernanza universal sostenida en la tecnología del saber promovida en la corte palermitana de Federico II, en la inglesa de Eduardo III, en la sevillana de Alfonso X o en la plaza publica de Milán en medio de los debates sobre la manera de terminar la catedral. Es difícil ver el mundo actual sin todo eso.

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NIETO

Además, contra el socorrido tópico de que el poder en aquellos siglos estaba en manos exclusivamente de los hombres, hay que decir que el orden familiar de entonces no es patrilineal sino bilateral, lo que afectaba no solo al círculo privado de los derechos patrimoniales de las mujeres, sino también a la actividad pública en relación con el dominio político de un territorio o de un Estado: Isabel la Católica no fue una brillante excepción, fue una reina más entre las muchas que ejercieron el poder en aquellos tiempos, entre las que siempre me gusta destacar a Blanca de Castilla, reina de Francia, que ejerció la tutela de su hijo, el futuro san Luis, y le dejó un Estado articulado gracias a su talento heredado de su famosa abuela materna Leonor de Aquitania, con la que siempre mantuvo un vínculo poderoso.

Incluso los métodos de análisis que los actuales jóvenes medievalistas usan para suscitar nuestra emoción se parecen a los que diseñamos entonces, y dimos a conocer en obras que se convirtieron en superventas. Si esas ideas interesan ahora entre nosotros es porque la sociedad española reclama recuperar la cordura ante el riesgo de la cancelación de un saber que forjó un imaginario capaz de sostener el estilo gótico con el que se construyeron las catedrales con la misma intensidad que la recuperación del canon romano (el canon de Vitrubio) por Brunelleschi y Alberti en el siglo XV como una respuesta al debate sobre el papel de la técnica en el medio ambiente que llega hasta la universal figura de Leonardo da Vinci.

Pero lo sorprendente es que el clima en que se reciben hoy estos trabajos ha sido creado por la proliferación de mentiras sobre el pasado de modo que los lectores se zambullen con pasión en esa manera de entender la Edad Media, toda ella entretejida de interrogaciones supremas sobre los motivos de que aún existan personas que crean en serio que fue «una edad oscura».

Esta impresión tan generalizada no conseguimos superarla en los años en que mostramos una Edad Media como el fundamento cultural de la Europa actual: la lengua, la forma de Estado, los valores parlamentarios, las universidades, el capital como sostén de una economía de redes abiertas que tienden a ser globales en interconexiones que explican viajes como los de Marco Polo a China o los de León el Africano (el granadino Hassan al-Wasan) por el África mediterránea. El sentido de la aventura sigue brotando en la vastedad de un mundo que convierte el peregrinaje en un bien social. Y favorece el desarrollo del elemento principal de la cultura, la pasión por la lectura.

Leer se convierte en un gesto altísimo con la afirmación de un humanismo que no es otra cosa que la suma de imágenes y sensaciones, en el sabor de la vida, en los silencios de los espacios de lo maravilloso. A mediados del siglo XIII, un autor anónimo al trazar el perfil de una muchacha de nombre Flamenca (que da título a la obra) nos informa como a ella le gustaba encerrarse en su habitación propia para leer relatos que crearon en ella una alta cámara de resonancia para entender la vida como un suspiro demasiado tiempo contenido. La pasión de Flamenca, leer en su habitación, adquiere el valor de explicar una sociedad que se hace por y para la escritura, vale decir, para la lectura. ¿Dónde podía verse sino en la Edad Media europea que el acto más importante de su civilización estuviera ligado con el hecho de leer? Los pintores que recrean la escena en la que el arcángel anuncia a María el don divino de la que es portadora no dudan en situarla en un espacio cerrado, en una habitación propia, en medio de una lectura, que deja por un instante para atender a las palabras del recién llegado colocando un dedo entre las páginas del libro que está leyendo.

Este gesto, que funda una cultura basada en el hecho de que las mujeres leen y atienden el mundo desde y por la lectura, ¿no explica acaso que la cultura medieval es el fundamento de nuestra sociedad actual? Nos preguntamos entonces, viendo las enormes reservas hacia esa época, qué frutos hubiera dado en nuestra maltrecha conciencia social el conocimiento exacto de la Edad Media, y no esa sucesión de vulgares patrañas que solo han servido para asentar una noción errónea del curso de la historia humana. Los libros que ahora nos llegan, con la encendida prosa de unos jóvenes que anhelan mostrar la verdad de un pasado que les habían sustraído por una mala enseñanza, son la expresión de un itinerario interior madurado en medio de poderosas imposturas intelectuales.

José Enrique Ruiz-Domènec es medievalista.

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