Actualidad de Tirso de Molina

«Tratóse del escándalo por causa de un fraile mercedario, que se llama el Maestro Téllez, por otro nombre Tirso», anotó en 1625 el secretario de la Junta de Reformación de las Costumbres, organismo preocupado por las comedias de este religioso, las cuales entendían «profanas y de malos incentivos» y en cuyo atajo requirieron a su confesor para que «diga al Nuncio le eche de aquí», de Madrid villa y corte, rompeolas teatral de las Españas, enviándolo «a uno de los monasterios más remotos de su religión y le imponga excomunión mayor latae sententiae» para que «no haga comedias ni otro ningún género de versos profanos».

El recordatorio de esta recomendación se ha convertido en lugar común, multicitado sin explicaciones por los de siempre y jaleado por el coro de sus grillos a la hora de sentar cátedra sobre intolerancias y oscurantismos, prescindiendo de los hechos. Porque de sobra se sabe que una cosa son los dictámenes y otra lo que de verdad sucedía en calles, plazas, tabernas, alcobas o sacristías. Y es que, enviado Tirso al monasterio mercedario de Trujillo, que no era precisamente uno de los «más remotos» de la Orden, y enviado además en calidad de comendador, aquel presunto destierro, lejos de convertirse en castigo, dio paso a un trienio de logros literarios, cuajada en dicha sazón su trilogía sobre los Pizarros («Todo es dar en una cosa», «Amazonas en las Indias» y «La lealtad contra la envidia»), fruto de la relación con su familia y friso en que abundan damas y galanes y en el que también están presentes las amazonas, guerreras legendarias que el fraile de los escándalos sometió a un tratamiento mítico-maravilloso en una dinámica de héroes y antihéroes que no oculta la cara menos amable de la conquista, poniendo voz a las culpas en un ejercicio crítico, al decir de Ruiz Ramón, decir que suscribo, «difícilmente audible en otras colectividades occidentales de entonces o de más tarde, las cuales, cuando colonizaron, no dejaron hablar en voz alta ni en sus escenarios públicos a la voz de su conciencia culpable».

Actualidad de Tirso de MolinaAsí pues, Tirso de Molina siguió con sus comedias a pesar de las admoniciones, tan tajantes como desoídas, de aquella Junta Reformadora, las cuales, por si aún fuera poco, llegaban bastante tarde, pues a esas alturas hacía años que con fortuna rodaban por los escenarios «El vergonzoso en palacio», «Los cigarrales de Toledo» o la joya de la corona de «El burlador de Sevilla», escrita hacia 1619, quintaesencia de eficacia escénica e intensidad poética y acta de nacimiento de uno de los mitos universales de la literatura española, lógicamente adaptada y puesta en escena de modos muy diferentes a lo largo del tiempo.

Bajo dirección de Josep María Mestres, actor, director de numerosos espectáculos, profesor de interpretación escénica y fundador del Aula de Teatro de la Universidad Pompeu Fabra, y en versión de Borja Ortiz de Gondra, dramaturgo forjado en nada menos que la Comedia Francesa y en el Teatro del Odeón, «El burlador de Sevilla» ha vuelto al primer plano de nuestra actualidad, producida por la Compañía Nacional de Teatro Clásico y representada en el Teatro de la Comedia desde el 13 de abril hasta este ya próximo 3 de junio, montaje a la vez medido y audaz en el que la «preocupación por hacer una historia para los espectadores de hoy», como el propio Mestres ha señalado, ha determinado «dimensionar», y en ocasiones sobredimensionar, el papel de las mujeres «burladas por don Juan».

Sobredimensionamiento, sí, pero sobredimensionamiento a mi entender legítimo que además resulta muy bien aprovechado por actrices como Mamen Camacho y Lara Grube, la pescadora Tisbea y la labradora Aminta, así como por Elvira Cuadrupani e Irene Serrano, doña Isabela y doña Ana de Ulloa, cuyas angustias, sinsabores, amarguras y rebeldías se cargan de verdad, damas encumbradas y mujeres del pueblo que, dejando de lado la tan manida cuestión de la honra, denuncian los engaños sufridos a partir de afirmarse en su capacidad (o derecho) de decisión, víctimas de una sociedad corrompida en la que abusar equivaldría a triunfar, o sea, más o menos, mejor dicho: más que menos, como hoy.

Don Juan, encarnado con verdad por Raúl Prieto, y su criado Catalinón, personaje magníficamente asumido por Pepe Viyuela, encabezan un reparto de quince actores en un espacio en continuo movimiento, cual corresponde al desenfreno de un personaje que escala muros, viola conventos y huye constantemente, rasgos definidores de una obra más de atmósfera que de espacios concretos. Lo único que francamente no entiendo plenamente logrado es el final, algo quizás punto menos que inevitable.

Yes que en la época de Tirso de Molina la perspectiva del Infierno condicionaba o atemorizaba (e incluso atormentaba) al común de las gentes, de modo que la irrupción del «Convidado de piedra» introducía de golpe lo sobrenatural, convite macabro y cita fúnebre. Ahora, sin embargo, el diablo, el purgatorio y las llamas infernales andan de capa caída, y no parece que asusten a casi nadie, entre otras razones porque todos tenemos la sensación de que el infierno está en la tierra, a veces hasta demasiado cerca, incluso en el interior de uno mismo.

Ahí es donde quizás se resienta la actualidad del Burlador de Tirso, dilema por Mestre y Gondra encarado intensificando la condición autodestructiva de don juan, personaje encadenado, no al placer, sino a la pasión por el mal: «Y el mayor/ gusto que en mí puede haber/ es burlar una mujer/ y dejarla sin honor». En fin, estamos ante una versión notable del don Juan de aquel fraile venturosamente entregado a la causa de las comedias profanas. Ayer como hoy e igual que mañana, al «Burlador de Sevilla» han vuelto, hemos vuelto y se seguirá volviendo, ya que «no hay plazo que no llegue/ ni deuda que no se pague». Deuda sin caducidad, Tirso de Molina es para siempre.

Gonzalo Santonja, escritor.

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