¿Acuerdo o Negociación?

Nicolás Redondo Terreros (ABC, 16/05/05).

En España siempre ha habido dos posturas anti-ETA: unos creen inevitable un acuerdo para que la banda deje de matar y otros simplemente quieren derrotarla. Los primeros piensan que existe un conflicto político en el País Vasco capaz de explicar las acciones de la banda terrorista, aunque no las compartan; los segundos consideran que no hay justificación posible para sus acciones. Los primeros no han creído nunca en la capacidad del Estado de Derecho para acabar con los terroristas, los otros piensan que sólo la aplicación de la Ley puede conseguir el final de la pesadilla. Una parte de los primeros, todos los nacionalistas, esperan sacar provecho político de una posible tregua; los otros, todos los otros, consideran que pensar en una solución política fortalece a los terroristas y los radicaliza. Unos, los primeros, creen suficiente una tregua indefinida -valga la contradicción de los términos-, el resto, sólo se conforma con la derrota de los terroristas.

La estrategia de los primeros se impuso desde los primeros años de la transición hasta el primer gobierno de José María Aznar. El recorrido tan largo de esta apuesta se debió a que el nacionalismo nos había ganado la batalla política y ejercía su capacidad de liderazgo, de iniciativa y hasta de veto en la lucha contra ETA, con la seguridad añadida de que el Estado de Derecho sería incapaz de ganar a la banda terrorista, por lo que era necesario aprovechar los momentos de su mayor debilidad para negociar; complementariamente se creyó en la imbatibilidad de la organización terrorista. No excluyo ¡cómo lo iba a hacer! las buenas intenciones, preñadas de impulsos morales, de muchos políticos españoles, pero el poder que dimos a los nacionalistas y la poca confianza en nuestras propias fuerzas explicaría por sí sola la gran perdurabilidad de una apuesta que se comprobaba errónea año tras año y asesinato tras asesinato.

Desde el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, se inició en España, y muy especialmente en el País Vasco, un movimiento que proponía la derrota de ETA, defendiendo que sólo la victoria por aplicación de la Ley podía garantizar a medio plazo una convivencia no sólo pacífica sino en libertad. Fue en aquel momento cuando empezamos a tener confianza en nosotros mismos y en el Estado de Derecho de nuestro país, a la vez que inevitablemente el nacionalismo iba perdiendo su posición de privilegio, su capacidad de iniciativa en ese aspecto. Estos tres factores condujeron al PNV a una negociación «in extremis» para evitar la derrota de ETA, de la que nació la Declaración de Estella. Nosotros, por el contrario, fuimos directamente hacia el Pacto por la Libertad.

El Acuerdo propuesto por José Luis Rodríguez Zapatero a instancias de los socialistas vascos tenía carácter nacional: se realizaba entre quien gobernaba en aquel momento y quien podía llegar a gobernar, el PSOE dirigido ya por el actual presidente del Gobierno; estaba dirigido a derrotar a ETA y aseguraba una continuidad en la apuesta estratégica contra la banda etarra gobernara quien gobernara.

Los nacionalistas, los que siéndolo no lo saben y los nostálgicos de la transición se opusieron a este Acuerdo porque ponía punto final a la posición privilegiada del PNV en su capacidad de iniciativa y veto en la lucha contra el terrorismo, porque rechazaba una solución basada en la negociación con la banda etarra y porque el Acuerdo, al ser considerado por su naturaleza y ámbito como nacional, redefinía a la baja, la influencia de los nacionalistas en la política española.

La nueva apuesta, basada en el ejercicio de nuestra responsabilidad y en la confianza en la legitimidad para utilizar con toda la contundencia posible el Estado de Derecho contra la banda terrorista, ha llevado a ETA, y parece que esto es reconocido por todo el mundo, a su peor momento. Esta situación, dramática para ETA pero feliz para nosotros, debe ser aprovechada para apuntillarles. No podemos, cuando por fin estamos a punto de ganar, dejar de pisar el acelerador y cambiar la apuesta de hace cuatro años. Quienes han vuelto a proponer la negociación, el acuerdo con la banda terrorista, parece que están ganando de una manera alarmante terreno en la política española. Se esconden ante conceptos indiscutibles a su juicio como el de la «unidad de los demócratas». ¿Unidad?, depende para qué. La unidad debe darse entre los que piensan igual, entre los que hacen la misma apuesta, es decir, entre los que creen en la derrota de los terroristas o entre los que aplauden una negociación. Porque la unidad de todos, la de los unos y la de los otros, nos llevaría a la parálisis, a la ineficacia en la lucha contra ETA y al renacimiento de sus posibilidades criminales.

El distanciamiento en los diagnósticos y las soluciones entre el PSOE y el PP fortalece a las fuerzas políticas partidarias de la negociación (PNV, ERC e IU), y presta a la banda terrorista una capacidad de influencia en la política española como pocas veces ha tenido, paradójicamente, en sus momentos de mayor debilidad. Son reveladoras en este sentido las declaraciones del siempre bienintencionado Ramón Jáuregui cuando dice que no cree «que cualquier atentado rompa la esperanza»; y como no serán suficientes las llamadas del diputado vasco a restar importancia a las futuras y posibles acciones de ETA, nos queda acogernos a la proverbial «buena suerte» del primer ministro o, para los creyentes, rezar porque no ocurra nada que ponga todo patas arriba.

Yo por mi parte, me acojo a las dos, a la suerte de uno y a las plegarias de los otros.