Acuerdos en cuestiones de Estado

De la intervención del presidente Sánchez en el Congreso de los Diputados sobre la situación actual en Cataluña, hace ahora unas semanas, muchos señalaron la referencia al barco que indecorosamente sirvió de hotel a las fuerzas de seguridad enviadas a esta comunidad autónoma en 2017 para reponer la ley, quebrantada por el levantamiento de los independentistas. Otros interpretaron que hacía referencia a los propios policías, que -sin olvidar a los jueces y los funcionarios de la Administración Central- fueron los únicos que estuvieron a la altura del desafío. Describía el presidente el «distendimiento» político de hogaño en contraste con las revueltas de entonces, con las masas enfurecidas agrediendo a funcionarios públicos, con la declaración de independencia durante la presidencia de Rajoy. No tacharé de incierta la afirmación de Sánchez, aunque sí puedo decir que es claramente insuficiente y, por otro lado, ofrece a los sedicentes un margen amplísimo de iniciativa política tanto en Cataluña como en la política nacional.

Esto último me obliga a una explicación. Creo que el desinflamiento de la causa independentista obedece a cuestiones varias y de importancia distinta, y según la importancia que otorguemos a cada una tanto el diagnóstico como las soluciones serán diferentes. La primera causa, sobre la que nadie dudará, es el fracaso estrepitoso del procés catalán tanto en España como en la política internacional. Los independentistas creyeron que el Estado español era suficientemente débil como para conseguir sus objetivos con los medios que tenían a su alcance, todos los que el ejercicio innoble del poder autonómico puso en sus manos. El proceso de independencia, rodeado de una épica de cartón piedra, transcurrió hurtando los derechos de las minorías parlamentaria y con una violencia protegida y en ocasiones impulsada por las instituciones autonómicas. El final fue una declaración de independencia que tuvo la brevedad y la sonoridad de un relámpago de tormenta veraniega. Las fuerzas del orden , muy limitadas en sus capacidades operativas, los funcionarios de la Administración Central y la acción de la Justicia fueron suficientes, más que suficientes, para que el pronunciamiento fracasara.

La sorpresa de los independentistas debió de ser mayúscula cuando vieron que ningún país del mundo hacía cola para reconocer sus pretensiones. Seducidos durante mucho tiempo por la idea de pertenecer a un pueblo tan perseguido como elegido, debieron quedarse en shock cuando, después de la kermesse, sus embajadas seguían vacías y ningún parlamento nacional se hizo eco de sus sufrimientos milenarios. Su soledad fue tan evidente que solo pudieron enredar con Putin, enemigo declarado de la Unión Europea, de la libertad individual y de la democracia. Fracaso interior y fracaso exterior. Nunca en la historia reciente habíamos visto una desproporción tan grande entre pretensiones y capacidades.

No sabemos evaluar exactamente la capacidad de persuasión que tienen los fracasos, pero sabemos que es mucha. Emborrachados como estaban de ese mejunje que, llamándolo diálogo, solo era imposición bravucona, cuando vieron actuar al Estado, con parte de su fuerza legítima y democrática, fueron incapaces de actuar con gallardía moral; algunos huyeron en el interior de maleteros. Habían sido vencidos, más que por las togas y las fuerzas de seguridad incluso, porque la historia estaba en su contra y el futuro que queremos la mayoría rechaza ese cóctel de violencia, ilegalidad y quimeras en el que se basa su ideario político . No supieron ver que el pueblo, la gente, la masa solo sigue con perseverancia a quien tiene éxito y ellos no lo tuvieron.

Poco después de sus fallidas pretensiones, asoló al mundo una pandemia sanitaria que cambió rotundamente el orden de prioridades de las personas y de las sociedades. Vayan los independentistas a perorar del futuro que le espera al pueblo elegido a cuantos se pasaron semanas encerrados en sus casas, con miedo a ser contagiados, entristecidos porque un familiar o un conocido había fallecido a causa del covid. Vayan a sermonearle con la grandeza de la Cataluña independiente a quien no sabía en aquellos momentos si volvería a trabajar o si su empresa habría desaparecido en aquel tsunami económico e industrial. No cabe duda... cuando aprieta la necesidad, las fantasías dejan de prosperar. Y si todo esto -la fuerza del Estado, la indiferencia internacional, la crisis económica provocada por el covid- se había conjurado contra la sinrazón independentista, por si fuera poco su aliado Putin invade salvajemente Ucrania, como un déspota sin límites ni contrapesos, emborrachado por un sentimiento híbrido de prepotencia y persecución. Esta cruda y terrible realidad para los ucranianos aumenta la importancia de los tejemanejes independentistas en el Kremlin, aunque los realizaran haciendo cola en un negociado de tercera de las oscuras oficinas de la inteligencia rusa, con espías medio retirados y diletantes.

En fin, desde la derrota de la declaración de independencia, el mundo entero se mueve hacia el realismo y hacia políticas más responsables. Obligado Occidente por la evidencia de la fortaleza de los enemigos de las sociedades libres, empieza a olvidar las políticas Disney... La fuerza incontenible de la desagradable realidad deja poco espacio para las quimeras independentistas, que retroceden a la casa encantada de Waterloo, por donde deambula Puigdemont perplejo y frustrado.

Todos estos factores, relacionados con su debilidad, su tosquedad analítica y su desprecio a los límites de la realidad han coadyuvado a su aplacamiento táctico. El Gobierno ha tomado tres decisiones que podrían considerarse como ayuda a esa distensión en las relaciones con el resto de España: erigir en actores principales de la política española a una parte de los sediciosos, la creación de una mesa de diálogo entre la Generalidad y el Gobierno de la Nación y el indulto a los condenados por el Tribunal Supremo. No tengo dudas en introducir esta política de concesión entre los factores de distensión. Pero sería pertinente hacernos algunas preguntas al respecto. ¿Después del fracaso de los independentistas era necesaria esa política concesiva? ¿ Ese comportamiento no abre expectativas nuevas e imposibles? ¿No son ahora más fuertes y no son más decisivos? Yo creo que esas decisiones han socavado la legitimidad y la fortaleza de las instituciones y, además, han provocado un estado de anomia muy peligroso para cualquier sociedad, evidente en la comunidad autónoma y perceptible ya en el conjunto.

Los independentistas, ante su fracaso, han realizado dos movimientos predecibles. Primero se han replegado en su comunidad, haciendo más densa su atmósfera totalitaria, irrespirable para una gran parte de la sociedad catalana y dividiendo sin miramientos la sociedad catalana en dos comunidades enfrentadas. Y, la vez, se han erigido en actores imprescindibles en la política española, haciéndonos correr el peligro de terminar catalanizados, pero no como cuando eran la locomotora económica y cultural de todo el país, sino contagiándonos de una acción política que primero les ha llevado a ellos al desastre y ahora puede llevarnos al resto España.

No me arriesgo mucho ni ejerzo de profeta si digo que la política de los independentistas en el futuro próximo se completará en dos fases: mientras gobierne el PP aumentarán todo lo que puedan las tensiones con Madrid y en los periodos en los que el Gobierno sea socialista llegarán a compromisos que les satisfagan... Si recordamos la forma de hablar de Arzalluz: alimentarán a la vaca para luego ordeñarla. Tensión y acuerdos según quien gobierne, de forma que vayan consiguiendo gradualmente parcelas de poder mientras se encuentren convalecientes, esperando que el instante de la revelación se repita, ahora más prevenidos y con más fuerza. Nuestro error, el de los que defendemos la Constitución del 78 y la democracia social-liberal, sería, en realidad ya lo está siendo, considerar la cuestión catalana como un motivo más de la lucha partidaria, un ámbito más con el que los partidos nacionales se puedan diferenciar ante los ciudadanos. Nuestra división es su fortaleza, nuestro partidismo su garantía, nuestra confrontación su esperanza.

No he hecho referencia a la política correcta a desarrollar en Cataluña según mi opinión, y no lo he hecho porque es más valiosa la existencia de un compromiso nacional sobre la cuestión de Estado catalana que la política en sí misma. Esta pretensión tendrá poderosos enemigos. Los socialistas catalanes serán uno de esos enemigos, pero sin ese gran acuerdo España seguirá sufriendo los embates independentistas y el PSOE tendrá siempre un diagnóstico falso sobre la cuestión.

Nicolás Redondo Terreros fue dirigente del PSE.

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