Ada Colau en la barra del bar

Al escribir «Ada Colau acoso» en el buscador Google aparecen más de 80.000 entradas dedicadas a una anécdota que ella misma relató hace diez días en el acto Mujeres cambiando el país, organizado por Unidos Podemos. La alcaldesa de Barcelona relató algo que le había sucedido en un encuentro con profesionales del ámbito judicial: «Con el alcohol, me vinieron dos hombres y, haciéndose los simpáticos, me dijeron que estaba muy buena y que podíamos hacer cosas...». El comentario sembró titulares. Pero, curiosamente, la mayoría de los medios perdió por el camino una frase. Una frase, un gesto y una intención. «El lenguaje fue aumentando», añadió Colau seguido de una pequeña pausa. Y ahí, en esa expresión, estaba enredada la línea que separa el intento de seducción y el abuso; el jugueteo y la incomodidad.

Cualquier mujer entiende la situación que se genera cuando «el lenguaje va aumentando». Una mezcla de desconcierto y fastidio que se incrementa hasta que ese taburete en la barra del bar, esos palmos escasos en el autobús o ese banco en la calle se convierten en un territorio hostil y dejan de ser tu espacio. Es algo más que una invasión de la intimidad, es la expulsión de un lugar simplemente porque un hombre se siente legitimado para conquistarlo. La anécdota de Colau no es frívola, forma parte de la vida cotidiana de las mujeres.

Un hombre entra en un local nocturno. Se acerca a la barra, pide un gintónic y mira a su alrededor. Hoy no tiene ganas de hablar, menos de ligar. Solo quiere observar los rostros y seguir perdido en sus pensamientos. No tendrá ningún tipo de problema que le impida seguir con su plan mientras él mismo no decida cambiarlo.

Una mujer entra en un local nocturno. Se acerca a la barra, pide un gintónic y mira a su alrededor. Hoy no tiene ganas de hablar, menos de ligar. Solo quiere observar los rostros y seguir perdida en sus pensamientos… Y tendrá un montón de problemas para cumplir su propósito. Su soledad será vista como una invitación para que los hombres se acerquen a ella. Muchos aceptarán su rechazo, pero muchos otros se sentirán legitimados a entablar una campaña de acoso y derribo en la que poco contará la voluntad de ella. Probablemente, la mujer acabará por cambiar de asiento o se irá del local.

La vulnerabilidad del espacio propio determina la libertad. No hay igualdad plena mientras el relato anterior contemple dos finales distintos. Mientras ciertas actitudes masculinas declaren a los hombres propietarios de los espacios públicos y conviertan a las mujeres en inmigrantes pendientes de un visado que, encima, es temporal. El acoso no necesita ser físico para existir. Si coacciona y limita la libertad, por mucho que la práctica se considere normal no podemos declararla impune y menos ignorarla, ya que perpetúa una situación de desigualdad.

«El lenguaje fue aumentando», dijo Ada Colau. ¿Por qué esta frase no apareció en la mayoría de los medios? Podemos abonar la teoría de la conspiración, pero lo más plausible es que sencillamente no se le diera importancia. Quizá porque quien la descartó no tuvo la sensibilidad de interpretarla. Pero al suprimirse, la anécdota derivó hacia el absurdo. Y las redes se poblaron de comentarios que basculaban entre el desprecio y la burla. ¿Acaso esta mujer no comprende la diferencia entre ligar y acosar? Tonta y vanidosa. Esos eran los adjetivos que sobrevolaban en los vomitorios sociales. Unos calificativos que no son nuevos ni originales.

Demasiado a menudo, la parodia se convierte en el refugio del atacante y en la prisión de la acosada. Banalizar el ataque y ridiculizar a la víctima forma parte de una vieja estrategia machista. Una maniobra que trata a las mujeres como seres hipersensibles que inventan fantasmas donde no los hay. Fantasías de bobas vanidosas. Unas cuantas vueltas de rosca más y ya habremos creado los mecanismos que desencadenan la violencia machista.

Hay otra frase destacable en la intervención de la alcaldesa. A modo de introducción del episodio, reconoce que el acoso le pilló por sorpresa: «Os confieso que no pude reaccionar». La confidencia es relevante. Que una mujer como Colau, con un pasado de acreditada activista y un presente de evidente poder, se sienta fuera de lugar ante dos hombres en una situación que debería ser irrelevante, revela hasta qué punto la cultura machista y su juego de subordinaciones sigue instalada bajo nuestra piel. Impregnada de mensajes centrados en el cuerpo femenino. En los que se nos alienta a cuidarlo y mantenerlo bello, como si ahí radicara nuestro poder, mientras se nos recuerda constantemente nuestra fragilidad. Así, el hombre aparece como protector y, a la vez, como posible agresor. El miedo al hombre forma parte de nuestra educación: no vayas sola por la noche, cuidado con las calles oscuras…

Al fin, es una cuestión de derechos. De construir una sociedad donde hombres y mujeres se puedan sentir individuos plenos. Donde los dos relatos del bar tengan el mismo final.

Emma Riverola, escritora.

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