Adán se nos va haciendo mayor

Por chocante que les pueda parecer a los más jóvenes, a quienes pasamos la mayor parte de nuestra vida en el siglo XX se nos hace cuesta arriba todavía denominarlo “el siglo pasado”. Una parte de la resistencia tiene que ver, claro está, con la costumbre: para nosotros “el siglo pasado” fue durante demasiados años el siglo XIX y utilizar ahora la misma expresión para designar al siguiente nos resulta tan extraño como aceptar el cambio de nombre de una calle a la que siempre llamamos de diferente forma. Pero tal vez otra parte de la resistencia tenga que ver precisamente con la condición de pasado —esto es, superado o abandonado— que le atribuimos a cada uno de esos siglos.

Considerar como pasado al siglo XIX nunca nos costó gran cosa, además de por la distancia temporal, porque determinados acontecimientos históricos (una revolución, la soviética, llamada a cambiar la faz del planeta, dos guerras mundiales, la descolonización...) permitían visualizar claramente un antes y un después, cumplían la función de dibujar una nítida y rotunda frontera cualitativa, nos hacían sentir, en fin, por completo ajenos a quienes vivieron antes de esos traumas históricos.

Adán se nos va haciendo mayorEl siglo XX se aleja imparable, es cierto. Como también es cierto que, tras la caída del Muro, se han ido produciendo acontecimientos de suficiente impacto histórico (terrorismo global, crisis económica...) como para autorizarnos a pensar que hemos inaugurado un tiempo nuevo. Pero ello no parece resultar suficiente. Y el hecho es que, una y otra vez, seguimos recurriendo a categorías, discursos e incluso acontecimientos del siglo XX para entender lo que nos va pasando. La referencia permanente a Hitler para descalificar al adversario político podría ser un ejemplo, mínimo pero significativo, de esta persistencia del pasado en el imaginario colectivo actual.

Nos estaríamos resistiendo entonces a tipificar como “pasado” al siglo XX porque consideraríamos que sigue muy presente, porque entenderíamos que el grueso de cosas que ocurren en nuestros días tuvieron su diseño originario en dicha centuria. O, formulando esto mismo apenas con otras palabras, que al siglo XX no se le podría aplicar todavía aquello de que “lo pasado, pasado”, sino más bien al contrario.

Lo cual en modo alguno pretende negarle toda especificidad al presente que ahora estamos viviendo, o reducirlo a mero epígono de los momentos históricos fuertes que quedaron atrás. Deslizarse hacia esta actitud probablemente significaría recaer en una variante, más o menos actualizada, del rancio “cualquier tiempo pasado fue mejor”, solo que reformulado en términos de “cualquier tiempo pasado fue más intenso”. Pero si hay un debate tan caduco como estéril es el que se empeña en plantear el devenir de la historia en términos de rotunda contraposición entre lo viejo y lo nuevo, los antiguos y los modernos, los parmenídeos y los heraclitianos o, en fin, entre los partidarios del nihil novum sub sole y los convencidos de que no hay forma humana de bañarse dos veces en el mismo río (porque a la segunda ya son otras sus aguas).

Probablemente la incesante recaída en estas inútiles disyuntivas tenga que ver con un planteamiento simplista de las cosas, que rehuye no solo atender a su real complejidad sino también, y más importante, introducir el más mínimo matiz. Al respecto, valdrá la pena señalar al menos un par de ellos. Por un lado, habría que recordar a los más reticentes ante cualquier novedad que conviene no confundir el acierto en los anuncios o la correcta lectura de los indicios de lo por venir con el hecho de que todo esté ya contenido in nuce en lo precedente. Quienes hace unas décadas anticiparon buena parte de lo que hoy sucede no acertaron porque detectaran aquellos elementos eternos, inmutables, que atraviesan la historia, sino porque reconocieron, de entre las contingencias posibles en aquel momento, las que tenían mayor recorrido. Otras contingencias posibles (¿alguien se acuerda de las profecías sesenteras de que en un futuro próximo viviríamos una existencia regalada en medio de una sociedad de ocio?) nunca tuvieron lugar por la misma razón por la que hubo las que sí se materializaron: como resultado de la acción humana y no de ninguna metafísica histórica.

Pero, por sorprendente que pueda parecer, en parecida metafísica histórica incurren también quienes, desde una perspectiva aparentemente opuesta, dan por descontado que su condición adánica, su ausencia de pasado, les pone a salvo de cualquier reproche, como si con ellos hubiera empezado todo y el hecho mismo de ser los presuntos portadores de la novedad les garantizara no estar contaminados de ningún mal pretérito. Pero valdrá la pena recordar que la potencia de lo nuevo se acredita precisamente por su capacidad de llegar a viejo.

Nuestros adanistas tienen, desde luego, esa pretensión. Pero para que ella se materialice hace falta que cumplan algunos requisitos, los mismos que cumplieron aquellos planteamientos antiguos cuya onda expansiva ha llegado hasta nuestros días. Requisitos que se podrían sustanciar en uno solo: entender radicalmente su presente, esto es, tanto lo que hay en cada momento como las posibilidades de todo tipo que alberga. No basta con declarar algo, por lo demás tan viejuno, como “hemos venido para quedarnos” para merecer esa permanencia.

Y tal vez una de las lecciones más relevantes que cabe extraer del presente que estamos viviendo es la de que no se puede ser Adán eternamente, por la misma razón que, por definición, nada es nuevo de manera indefinida. Algunos recién llegados parecen resistirse a aceptar que en el vertiginoso mundo en el que vivimos todo pasa a gran velocidad y, por tanto, también el pasado crece, como una joroba en la espalda, incluso para quienes creían carecer de él cuando empezaron y bien pronto se han encontrado con que tienen que responder por lo que hacen y no por lo que habían dicho que soñaban hacer.

No deja de sorprender el estupor de aquellos que nunca contemplaron la posibilidad de que el mismo viento que, cuando soplaba a su favor, los trajo hasta aquí, pudiera terminar arrumbándolos. A fin de cuentas, tampoco era tan difícil de imaginar que esto podía acabar sucediendo, sobre todo si miramos a nuestro alrededor y vemos que nada ni nadie se queda para siempre. También ellos lo podían haber pensado, aunque solo fuera porque se trata de una cuestión de la que suelen hablar mucho: ya no hay indefinidos, ahora somos todos precarios. Es cierto, pero, añadamos, absolutamente en todos los ámbitos. No lo duden: un filósofo le llamaría a esto el imperio de la contingencia. Es el signo de nuestro tiempo.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados.

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