Adaptándonos a un mundo al revés

En el año 2008 un congresista estado unidense preguntó a Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal: «¿Verdad que su visión del mundo no es real?». Y el economista más poderoso de la tierra contestó: «Mi visión de las cosas fue acertada durante 40 años, pero de pronto cambió y me quedé en estado de shock». No fue el único, a media humanidad le ocurrió algo parecido y continúa en ese estado.

La expresión de cambio que usó Greenspan hoy nos sabe a poco. El mundo no ha cambiado, ha mutado: sus alteraciones han sido inesperadas y profundas. No quiero decir que Aristóteles haya perdido vigencia, menos aún Newton, Faraday o Einstein. Seguimos leyendo el Evangelio o el Talmud. Ortega, Picasso o Pepe Isbert mantienen su frescura, pero nos cuesta sobrevivir en este planeta mas allá de sus cambios climáticos. Lo que ha cambiado han sido nuestros conocimientos y su manejo indiscriminado nos ha sumido en incertidumbres permanentes: ¿Sufriré un ERE? ¿Facebook contará lo que sabe de mí? ¿Seguiremos en el Eurogrupo? ¿Llegará la Tercera República?

Las mutaciones han sido tan profundas que el mundo resulta irreconocible: ¿quién anticipó que los comunistas chinos serían más capitalistas que nadie, que los albañiles hablarían de las primas de riesgo al tomar el carajillo, que íbamos a estudiar las técnicas de management de los terroristas de Hizbolá, que los depósitos bancarios sufrirían quitas, que los hipotecarios se convertirían en hipotecados? En definitiva, que el «acabose» sería un escenario normal.

Todo ello ha trasladado a la mayoría el desánimo de que: 1) los problemas nos superan; 2) las incertidumbres cada vez son mayores y 3) que esto no tiene salida.

La primera sensación se basa en que la complejidad de los problemas es tan superior a la concepción que de ellos tenemos, que no merece la pena intentar resolverlos. A todos nos han preguntado: ¿usted qué haría en mi situación? Y, quizás, hayamos pensado que no nos hubiéramos visto en ella. Pues bien, en este mundo al revés, las posibilidades de encontrarnos en situaciones en las que nunca nos hubiéramos visto abundan. Antes de la crisis la asunción de problemas era discrecional: ¿este problema me puede herir o me puede matar? Y en su virtud aceptábamos unos riesgos o no. Ahora, tan interrelacionados como estamos, nadie puede sustraerse a la ansiedad: una sentencia en otro país, la corrupción de los más fiables, los megáfonos de los antisistema, la caída generalizada de ingresos… Cooper Ramo, managing director de Kissinger Asociados, lo veía así: «Estamos en un mundo impensable. El objetivo es absorber los golpes, aprender y seguir andando». Efectivamente, tal vez haya que dedicarse sólo a los problemas que nos impidan ganar tiempo,porque sólo en el tiempo esté la solución; pero para llegar ahí precisaremos revestirnos de una piel de elefante. La adaptación pasa por tenerla. ¿Pero, cómo la logramos?

La segunda sensación es que las incertidumbres producen vértigo. Hace años estuve en Auckland con el presidente de Douglas Pharmaceuticals, una empresa pequeña. Me dijo que ellos en Nueva Zelanda vivían perdidos en un mundo boca abajo y que las visitas de europeos les ayudaba a conocer el mundo erguidos como nosotros. Después aquella compañía dejó las antípodas y se convirtió en una multinacional. Aquí, en el hemisferio de arriba, necesitamos también hacer como ellos y mirar de otro modo. Descubriremos que la incertidumbre no es pétrea; al contrario, es más bien como una madeja de lana con un cabo del que tirar. Si oímos un ruido al final del pasillo, demos la luz. Si el jefe me ignora: ¿usted qué desea de mí? Si un cirujano va a operar a mi hijo, ¿cuantos fracasos tuvo? En definitiva: pararesolverincertidumbresnohay nadamejorqueacercarsealabismoymirar.

Ese proceso precisa estudios serios en los casos de incertidumbre más sofisticada. En otros exige que descifremos aquello que no acaba de encajar: un palito rosa de 20 centímetros, hallado en un suelo privado, puede sugerir una expropiación. En ocasiones el proceso recomienda escepticismo con los veredictos de la justicia, con frecuencia caprichosa, porque uno no obtiene en la vida lo que se merece, sino lo que negocia. Y, si superados estos u otros análisis de nuestra perplejidad persisten las dudas, lo razonable, como en meteorología, será consultar a los viejos de la zona.

La tercera sensación es que dentro de este mundo no hay esperanza. Pero, no es así. Las crisis orientan la creatividad empresarial. Fijan prioridades, recursos improductivos y necesidades insatisfechas. Envejecen las malas noticias a diario. Ayudan a los ciudadanos a abrir sus mentes a realidades crueles. Convencen de que los cambios al final suelen ser para bien. Muestran a la fuerza a vivir con menos… Y todo ello hace vislumbrar un tipo de salida. ¿Dónde está?

La salida está en aprovechar aquellas enseñanzas que robustecen la piel: nadar a contracorriente, aprender de nuestra respuesta a los disgustos, dejar la comodidad de la casa o el país para buscarnos la vida, frecuentar la medicina inmunológica, desconfiar de las certezas, acostumbrarnos a saber administrar el dinero, a hacer pilates, a educar a nuestros hijos de una manera global y a ayudar a los demás…

Se dice que cada persona es un mundo. En uno que está al revés, hablar de adaptarnos suena a psicología de «todo a cien», pero hay que interiorizar que la salida es individual. Algunos ya han salido. Dependerá de la actitud y competencia de cada uno para evolucionar con ese mundo, que unas veces hará crecer y otras endurecerá.

Con todo, incertidumbre y ansiedad no justifican que pospongamos decisiones necesarias y menos que nos aficionemos al Diazepan o al victimismo. El coste de la inactividad es superior al de la acción. Por eso, conocido el riesgo y lograda una epidermis menos reactiva, habría que empezar a escandalizarnos menos y a dejar atrás (cinco años es un tiempo más que prudencial) el estado de shock.

José Félix Pérez-Orive Carceller

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