Adicción a la avaricia: el escándalo de las tarjetas 'black'

Greed is good (la avaricia es buena). Es una frase que resume toda una filosofía de la vida, pronunciada por Gordon Gekko (Michael Douglas) en la película Wall Street, de Oliver Stone, estrenada en 1987.

Algunos de los más afamados analistas y expertos financieros han situado la avaricia en el origen de la última y violenta crisis financiera, que tuvo su punto álgido con la caída de la firma Lehman Brothers.

Sam Polk, un conocido broker que alcanzó fortuna comprando y vendiendo títulos basura y que ahora ejerce como filántropo, escribió un artículo en enero de este año en el New York Times hablando de la «adicción a la riqueza». «Cuando tienes suficiente y quieres más», entonces puedes considerarte un «adicto».

Adicción a la avaricia: el escándalo de las tarjetas blackLo que define a Wall Street es esa adicción, que Gordon Gekko calificaba de buena para el sistema capitalista y buena para EEUU.

La avaricia y el exceso de liquidez llevaron a un gran número de bancos de inversión a la fabricación de productos financieros de alto riesgo que, calentados artificialmente en el mercado, crecieron y crecieron hasta generar la mayor burbuja de la historia. Su estallido provocó una recesión sin precedentes que se trasladó desde EEUU a Europa. La traducción para el ciudadano de la calle es simple: la consiguiente contracción del crédito llevó al estrangulamiento de muchas empresas y el desempleo se duplicó en algunos países como España.

A pesar de que el Banco de España (Fernández Ordóñez) y el ministro de Economía (Solbes) negaron que aquí hubiera una burbuja inmobiliaria, la había. Y cuando estalló se llevó por delante a la mitad del sistema financiero.

El ejemplo más palmario de la burbuja española, engordada en base a la especulación inmobiliaria, fue Caja Madrid (luego Bankia).

El rescate de la entidad ha supuesto 24.000 millones de dinero público. Muchos de sus clientes y trabajadores han sufrido el hundimiento de las preferentes, un producto financiero ligado a la cotización del valor, pero que se comercializó como si fuera una cuenta a plazo fijo.

La avaricia parecía no tener fin. En paralelo a una gestión basada en la continua revalorización del suelo y el precio de la vivienda, los ejecutivos de Caja Madrid aumentaron sus salarios, se asignaron suculentos bonos y empezaron a disfrutar de los placeres de la buena vida.

Miguel Blesa es nuestro particular Gordon Gekko. Pero, a diferencia del broker de Wall Street, Blesa aterrizó en la caja, no de la mano de una arriesgada OPA hostil, sino porque el azar le hizo coincidir en el colegio con José María Aznar, que cuando llegó a ser jefe del Gobierno movió los hilos para que su entonces asesor fiscal ocupara tan importante cargo.

Blesa adquirió pronto los vicios de Gekko, pero no se contagió de ninguna de sus virtudes.

La explicación a la docilidad con la que el consejo aprobaba sin rechistar operaciones de dudosa rentabilidad, es que sus miembros se nutrían también de buenos sueldos, bonos y tarjetas.

La avaricia no sólo fue la guía de la gestión, sino que se convirtió en el modus vivendi de sus ejecutivos.

Fue uno de los e-mail de Enrique de la Torre (secretario del consejo) a Miguel Blesa, el que puso sobre la pista al actual equipo directivo de la existencia de unas tarjetas de crédito creadas al margen del circuito sometido a auditoría de la caja.

De la Torre, poco sofisticado en su terminología, utilizaba la denominación tarjetas black (tarjetas en negro) para referirse al instrumento opaco del que disfrutaban más de 80 consejeros y ejecutivos.

Tirando de ese hilo, encontrado el mes de enero de este año, se ha llegado hasta el ovillo de un escándalo que ha supuesto la distracción de 15,5 millones de euros, gastados al margen de la contabilidad de Caja Madrid y, por supuesto, no declarados a Hacienda.

Los beneficiarios de esas gabelas en sus modalidades oro y platino, las usaban con total libertad para sus gastos personales. Desde compras en grandes almacenes a viajes de placer y, por supuesto, para disponer de efectivo a través de cajeros automáticos, hasta superar por esa vía los 5 millones de euros.

Lo más aberrante es que los beneficiarios no sólo eran ejecutivos avispados, sino consejeros nombrados en función de cuotas políticas y sindicales. Miembros del PP, PSOE, IU, UGT, CCOO y CEIM, se apuntaron sin rechistar a ese chollo sin preguntarse por qué habían sido ellos precisamente los afortunados.

Porque, también a diferencia de las firmas de Wall Street, el consejo no los formaban mayoritariamente economistas, abogados de altos vuelos o matemáticos con ínfulas de gurús, sino personas sin la más mínima cualificación para ejercer como banqueros.

Las declaraciones de algunos de ellos ante el juez -en la causa que se instruye en la Audiencia Nacional- ponen de manifiesto la ignorancia y el atrevimiento de unos administradores que habían asumido sus cargos pensando sólo en la retribución y dando por sentado que no asumían ninguna responsabilidad.

Es más, algunos de sus miembros convocaban públicamente a la huelga contra el Gobierno, se permitían el lujo de exigirle al gobernador del Banco de España que se fuera «a su puta casa».

Otra gran paradoja es que, mientras la caja sufría un enorme deterioro en su cuenta de resultados, fruto de una gestión monocultivo (la mayor parte del negocio se generaba en el sector inmobiliario) y viciada por el amiguismo (algunos de los créditos se dieron sin la más mínima cautela sobre el riesgo), los consejeros y ejecutivos seguían gastando a manos llenas.

No sólo eso. A medida que se aproximaba la fecha de salida de la institución, aumentaba la velocidad del gasto. El mejor ejemplo es el del propio Blesa, que detrajo 19.000 euros con su tarjeta black el último mes que ocupó el cargo de presidente.

Alegar desconocimiento, o esgrimir que «todos lo hacían» es una falta de respeto a la inteligencia. Todos sabían lo que hacían cuando utilizaban esas tarjetas. Por ello, Francisco Verdú (consejero delegado) decidió guardarla en un cajón y nunca la utilizó.

El 26 de junio, Bankia comunicó los hechos al FROB (accionista mayoritario) y reclamó a cuatro de sus ex consejeros la devolución del dinero. Ildefonso Sánchez Barcoj, uno de los máximos beneficiarios y responsable del control de las tarjetas black, confesó: «Lo que está mal hecho, acaba saliendo mal».

Si los partidos y sindicatos no quieren que los ciudadanos pierdan definitivamente la confianza en ellos, deben actuar en consecuencia y expulsar a los que hicieron de la avaricia su placentera adicción.

Casimiro García-Abadillo, director de El Mundo.

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