Adictos a Putin

Adictos a Putin

Al observar la preocupante trayectoria de Rusia bajo el Presidente Vladimir Putin, muchos observadores extranjeros preguntan cómo puede seguir siendo popular un dirigente que está conduciendo tan claramente a su país hacia el abismo. La respuesta es sencilla: los partidarios de Putin –es decir, una gran mayoría de los rusos– no ven el peligro futuro.

Según el independiente Centro Levada, el porcentaje de aprobación de Putin aumentó del 65 por ciento en enero al 80 por ciento en marzo de este año, inmediatamente después de la anexión de Crimea por Rusia. El porcentaje mayor, el 87 por ciento, se alcanzó a comienzos del pasado mes de agosto, cuando muchos creían que Rusia y Ucrania estaban al borde de una guerra declarada. Aunque después bajó –hasta el 84 por ciento– a comienzos de septiembre, ese descenso queda dentro del margen de error. Dicho de otro modo, no hay base para afirmar que el porcentaje de aprobación de Putin esté disminuyendo.

Desde luego, no se puede atribuir la popularidad, asombrosamente grande, de Putin a una opinión positiva sobre la estructuras del Estado en general. Como la mayoría de los pueblos, los rusos muestran por lo general desdén de la burocracia. Ponen notas bajas a organismos concretos, consideran corruptos a la mayoría de los funcionarios y califican de mediocre, en el mejor de los casos, la actuación del Gobierno respecto de la mayoría de los asuntos.

En cambio, la aprobación de Putin por los rusos radica en que no hay opción substitutiva. Se ha eliminado cuidadosamente hasta la menor competencia en  el campo de juego político ruso. En ese marco los porcentajes de aprobación no son instrumentos para comparar la actuación y las perspectivas de los políticos y, por tanto, también para obligarlos a mejorar o arriesgarse a ser expulsados mediante los votos en las próximas elecciones. Son más bien un depósito de las esperanzas y los miedos de la población.

Durante sus dos primeros mandatos, Putin fue un importante venero de esperanza, gracias en gran medida al rápido aumento de los ingresos de los rusos. En 2012, ese crecimiento empezó a menguar y, con ello, la popularidad de Putin. Su porcentaje de aprobación –de entre el 63 y el 65 por ciento– anterior a la anexión de Crimea parecía importante en comparación con los niveles europeos, pero era bajo en comparación con el máximo anterior y peligrosamente cercano a niveles que amenazarían su posición de dirigente. Al fin y al cabo, un régimen autoritario construido en torno a un dirigente carismático requiere algo más que un apoyo público mediano para evitar los disturbios y la violencia.

Para intentar recuperar su popularidad anterior, Putin aplicó aumentos de salarios para los maestros, los médicos y los agentes de policía, proceso que afectó a los presupuestos regionales, pero unos ingresos mayores no se plasmaron en mejoras del nivel de vida del pueblo ni de la calidad de los servicios públicos, por lo que el porcentaje de  aprobación de Putin no mejoró e incluso algunos de sus oponentes salieron a las calles a protestar contra su dirección, y, al contrario de lo que esperaba el régimen, los Juegos Olímpicos de Invierno celebrados en Sochi tampoco reavivaron la popularidad de Putin.

Como la economía no daba señales de restablecer las sólidas tasas de crecimiento que habían reforzado la popularidad de Putin en el pasado, para recuperar su apoyo habría sido necesario emprender la ingente tarea de satisfacer las exigencias de los ciudadanos de una mejor educación, unos servicios de salud mejorados y más viviendas asequibles. Para Putin, el momento en que se produjo la erupción política en Ucrania –en la que los manifestantes acabaron obligando al Presidente apoyado por el Kremlin, Viktor Yanukovych, a huir del país– no podía haber sido más amenazador.

La máxima prioridad en Moscú pasó a ser la de disipar las impresiones de que Putin era un “perdedor” en Ucrania. La estrategia resultante, comenzando por la anexión de Crimea, aportó resultados casi inmediatamente. El público ruso aceptó la “situación de emergencia” y el porcentaje de aprobación de Putin se disparó hasta el 80 por ciento.

Según el sociólogo Boris Dubin, en un marco político tan cargado los actos simbólicos son más convincentes que las consideraciones económicas, pongamos por caso. De hecho, las quejas por el estancamiento de los ingresos y los deficientes servicios públicos cedieron el paso a exhibiciones de un apoyo abrumador al Gobierno y los ciudadanos declararon su disposición a cargar con los costos de la confrontación con Occidente.

¿Por qué aceptó el público ruso la confrontación tan fácilmente? Desde luego, una retórica oficial profundamente divisoria y la evocación de imágenes de guerra por los medios de comunicación de propiedad estatal desempeñaron un papel al respecto, pero intervino otro factor menos evidente: la carencia de deuda de Rusia. Resulta fácil dejarse llevar cuando nada hay que te retenga.

Según los servicios profesionales de la empresa Deloitte, la deuda hipotecaria en Rusia es veinte veces inferior, por término medio, a la de la Unión Europea y, según el Instituto Nacional de Estudios Financieros, sólo el dos por ciento de los rusos están dispuestos a hipotecarse, en vista, en gran medida, de la incertidumbre que padece el mercado.

Para las sociedades occidentales, abrumadas por créditos, contratos y otras obligaciones, el conflicto resulta extremadamente costoso, por lo que tienen tendencia a resistirse al respecto e incluso a volverse contra los dirigentes que lo propongan. En cambio, los rusos de a pie están dispuestos a poner sus esperanzas en una sola figura carismática, no sólo porque tienen menos opciones substitutivas prometedoras, sino también porque afrontan menos restricciones para hacerlo. En ese sentido, los rusos han llegado a depender de su fe en Putin tanto como éste depende de su apoyo.

En lugar de hacer de venero de estabilidad, como en el pasado, esa dependencia mutua está abocando a Rusia al aislamiento político y económico, con graves consecuencias para los medios de vida de los rusos de a pie. Tarde o temprano, el porcentaje de aprobación de Putin se desplomará. El imperativo que afrontan los rusos es el de velar por que, cuando así sea, hayan vencido su destructiva dependencia de la fe en él. (También los observadores extranjeros deberían abandonar el hábito de centrar toda su atención en la persona que ocupa la cumbre.)

Entretanto, nadie puede predecir los extremos hasta los que Putin llegará para apuntalar su presidencia.

Maxim Trudolyubov, an editor at the independent Russian newspaper Vedomosti, is a fellow at the Woodrow Wilson International Center for Scholars. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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