Adiós a la apatía, un recuento de la década

A protester wears anti-Brexit badges. (Luke MacGregor/Bloomberg News)
A protester wears anti-Brexit badges. (Luke MacGregor/Bloomberg News)

Siempre he pensado que hacer recuentos de fin de año constituye una práctica sana e interesante. Lo único que hace falta es un lápiz, una libreta, media hora de reflexión y la honestidad necesaria para emprender el ejercicio. Y siempre existe la opción de prenderle fuego si nos asusta que alguien más nos lea.

Este año, el recuento anual viene acompañado de otra actividad tentadora, la evaluación de una década. Sea como sea, es legítimo preguntarse cuáles cosas han cambiado y cuáles se perfilan en el horizonte.

En lo que a mí respecta, con excepción de la primera, ninguna otra década me había transformado tanto como esta. Mi cuerpo atravesó en dos ocasiones cambios insospechados: aumento en volumen y en peso, mis glóbulos sanguíneos se duplicaron, mi frecuencia cardiaca se aceleró notablemente hasta que terminé por desdoblarme y alumbrar consecutivamente a dos individuos, que durante estos diez años han dependido de mí para sobrevivir y desarrollarse. Dejé de dormir, dejé de ser dueña de mi tiempo. Mis horarios se sometieron a las necesidades de otros, a sus exigencias. Primero la hora del alimento y la limpieza, después la escuela.

La maternidad nos arroja a otra dimensión. Quien lo ha vivido lo sabe. Aparecen nuevos terrores, nuevas alegrías, una nueva sensibilidad e inocencia. Se destruyen también muchas neuronas. Durante esta década, la escuela me ha dado la oportunidad de ver que ahora existe una mayor diversidad en las familias: monoparentales, homo, y poliamorosas. La moral se ha vuelto más tolerante, quizás incluso más comprensiva.

En la Navidad de 2010 recibí un regalo costoso que revolucionó por completo mi vida cotidiana. Un aparatito con forma de rectángulo y aspecto de teléfono, pero que en el fondo se asemejaba más a una computadora. Tenía despertador, libreta de apuntes, grabadora y otra serie de maravillas, pero sobre todo tenía acceso permanente a internet. Recuerdo que al recibirlo, yo, que hasta ese momento había tenido un celular de los más anticuados, me sorprendí tanto que lo dejé caer al suelo —quizás en un último acto inconsciente de rebeldía a la dominación absoluta que a partir de entonces habría de padecer—, provocando la ira de quien me lo había regalado, y dilatando un par de días más mi entrada en la era de la conectividad o de las relaciones líquidas, como la llamó el filósofo Zygmunt Bauman.

Dije adiós para siempre a las tarjetas AOL o a las cabinas con teléfonos pinchados para hablar al extranjero, adiós a los módems que chirriaban como tripas electrónicas, mientras le rezaba al Skype que mostrara en la PC la cara de mi amiga emigrada; adiós a los rudimentarios messengers de ICQ y de Hotmail. Ahora WhatsApp nos permitía conectarnos, ya fuera por chat, por audio o videoconferencia en todo momento, pagando poco y con un buen simulacro de intimidad, puesto que los teléfonos tenían contraseña y era posible borrar un mensaje después de recibirlo. “Pero solo se trata de un simulacro”, me advirtió un terapeuta de pareja, convencido de que la cantidad de divorcios se había duplicado por culpa de esa aplicación.

La escena de una mesa de cuatro comensales, cada uno absorto en su pantallita ignorando a quienes se encuentran físicamente a su lado, describe el estilo de vida de la década de 2010. Yo misma fui muchas veces uno de esos invitados que estaban en la fiesta, pero no conversaban con nadie por culpa de su teléfono. No solo nos hipnotizaba el chat, también los comentarios en Twitter, Instagram y otras redes sociales. La aprobación de los demás se convirtió en un tesoro cuantificable en likes y en followers. Se multiplicaron los líderes de opinión y sus ocurrencias adquirieron incluso más valor que las noticias. Surgió una nueva verdad: la representación. Lo que parece es, y eso es lo que importa, como lo muestran Facebook, la posverdad y los alternative facts.

La atención que le dedicamos a cada suceso, incluidas las peores catástrofes, tiene ahora fecha de caducidad. Dura el tiempo que tarda otra noticia en distraernos. No nos importaron las alertas de los neurólogos, los filósofos y los pedagogos que hablaban de la importancia de enfocar la mente, de leer al menos veinte páginas sin interrupciones, de la necesidad de estar aquí y ahora. Por lo menos a mí me costó casi una década percatarme del daño que me ocasionaba vivir constantemente conectada a internet y de lo urgente que era rescatar a mis hijos de la adicción a las pantallas.

Diez años hoy no son lo mismo que hace una década. El tiempo transcurre ahora mucho más rápido que antes. La información se intercambia a mayor velocidad, la gente viaja más. Cada persona produce y cuenta historias, que comparte a través de la red, creando así un mundo de una complejidad inaudita. No exagero al asegurar que en la última década han pasado muchas más cosas que en cualquier otra de la historia humana. La pregunta es si, de tan absortos que estuvimos en nuestras pantallas, podremos recordarlas.

Otra de las características de estos últimos tiempos es la sensación de que el colapso o el Apocalipsis está a la vuelta de la esquina, pero ahora con una razón muy precisa. Empezamos a ver las primeras manifestaciones del desastre climático que se cierne sobre nosotros y que los diarios nos explican cada vez más claramente: los glaciares se están derritiendo, las morsas se suicidan en el ártico. Si no hacemos algo al respecto, Noruega, Florida y Bangladesh van a desaparecer, junto con una gran cantidad de islas, y se agravará aún más la crisis migratoria. De la mano de Greta Thunberg, los niños gritan en la calle que los hemos defraudado.

Ante este panorama desolador mucha gente ha decidido creer en las promesas de orden y seguridad que ofrecen los gobiernos populistas, ya sean de izquierda o derecha. Otra —como algunos de mis amigos cercanos, sin importar sus nacionalidades, sobre todo los que como yo cruzaron durante esta década a la dimensión paralela de la paternidad— está tomando medidas arriesgadas: abandonar las grandes urbes, vender todo e instalarse en el bosque o en la montaña; enseñar a sus hijos las bondades de la tierra, regresar a técnicas ancestrales como la permacultura, la agricultura biológica: en resumen, optar por una vida más sana, más respetuosa y en armonía con el planeta, como lo vienen sugiriendo los líderes de las comunidades indígenas a los que por fin comenzamos a prestar oídos serios.

La década de 2010 fue revolucionaria también para las mujeres. Después de diez años de manifestaciones apacibles y bien portadas, las feministas encontramos la forma de hacernos escuchar. Perfomances como “un violador en tu camino” se extendieron desde la Patagonia hasta el Medio Oriente como incendio en un bosque. Esa lucha, cada vez con más adeptas, estará en primera línea al inicio de esta década.

Las batallas son muchas y muy diversas. Hay que escogerlas bien y enfocar en ellas toda nuestra energía. Lo cierto es que todos los frentes se impone ahora la sensación de que el tiempo se nos agota. Los que como yo creímos durante toda nuestra vida que salvar al mundo era una tarea imposible, rayana en lo irrisorio, estamos descubriendo ahora las consecuencias de nuestra apatía, de ese desencanto tan cool que defendimos como una postura estética y filosófica.

En 2020 la apatía debería avergonzar tanto como llevar un abrigo de zorro. O nos movemos ahora o el mundo se convertirá muy pronto en un lugar donde ni nuestros hijos ni los ancianos que seremos querremos seguir habitando.

Guadalupe Nettel es escritora. Ha escrito El matrimonio de los peces rojos y Después del invierno, entre otros libros. Dirige la Revista de la Universidad de México.

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