Adiós a la ‘h’

 Un diccionario de español de la exposición "Exploring the Early Americas" en la Librería del Congreso de Estados Unidos en 2008 Credit Brendan Smialowski para The New York Times
Un diccionario de español de la exposición "Exploring the Early Americas" en la Librería del Congreso de Estados Unidos en 2008 Credit Brendan Smialowski para The New York Times

¿Qué pasaría si la letra h desapareciera súbitamente? ¿Qué si escribiéramos “uérfano” y no “huérfano”, “cacauate” y no “cacahuate” o “umanidad” y no “humanidad”? La verdad es que nada. La h en todas esas palabras es un fantasma. Su única función es hacernos la vida imposible.

La octava letra del alfabeto español es muda, no suena. En otros idiomas, como el inglés, estas letras son llamadas silenciosas —como la e en stone—. Puede que la implicación sea la misma pero la diferencia entre muda y silenciosa es vital: el silencio es un estado temporal, la mudez es una condición permanente. Una letra que es muda, en silencio permanente, ¿sigue siendo letra?

La h solo se hace presente cuando precede una c. Pero en ese caso forma un nuevo sonido: [tsh]. La grafía de ese sonido es ch. Esta era una letra en el abecedario, pero por alguna razón, que sigo sin entender, la Real Academia Española (RAE) decidió eliminarla en 2014. (Hizo lo mismo con la ll). Desde entonces, nuestros diccionarios tienen solo 27 letras.

Fue una simplificación equivocada. Si el español es verdaderamente fonético —si hablamos como escribimos y escribimos como hablamos— la ortografía de las muchas palabras que empiezan con h y de tantas otras que la incluyen en su interior debería cambiar. En todo caso, lo que debió haber hecho la RAE fue eliminar la h.

Nuestras vocales, que en otras lenguas pueden ser cortas o largas (en inglés el sonido de la [i] es distinto en amoeba, Lily y beet) tienen siempre el mismo valor. En español, la a de “aminoácido”, “calabaza” y “perpetuar” se pronuncia igual. Pero es cierto que hay otros lugares en nuestra ortografía donde la pronunciación sucumbe a formalidades absurdas: la distinción entre s, c y z es un dolor de cabeza. El mismo sonido que conectamos con la letra s aparece en “comprensión”, “hacia” y “retazo”. ¿Por qué escribirlas con letras distintas? Igual ocurre con la j y la x —“Tejas” y “Texas” (que en Estados Unidos se pronuncia [tecsas])— y con la b y la v —“baca” y “vaca”—.

De todos los casos, la h es la letra indicada para empezar una purga necesaria. Pese a su condición efímera, no ha pasado desapercibida desde que se publicó el Diccionario de autoridades. En el tomo IV, aparecido en 1734, la entrada de la h dice: “Si es que se debe llamar letra, pues según los gramáticos es solamente aspiración, y no sirve por sí sola, ni tiene otro oficio”.

Quizá la única utilidad de nuestra h es que nos permite desentrañar el fascinante recorrido del español en el tiempo. Es, podría decir, una referencia histórica poco silenciosa. Sustituyó a la f, en palabras como “hijo”, que se pronunciaba fijo y viene el latín filius. La heredamos de los fenicios, quienes influyeron en el latín, el modelo de las lenguas romances, entre las cuales está el español. Sin ella no sabríamos que “almohada” viene del árabe “al-mukhádda”. Si desaparece la hache perderíamos un fragmento de la historia del español.

Ante el dilema, una pregunta: ¿es mejor salvaguardar la memoria histórica o darle congruencia a nuestra lengua? La historia no es una cárcel. Al contrario, es una invitación a ser libres. La característica básica, inapelable, del lenguaje es su constante mutabilidad. El que no cambia muere.

También es cierto que si eliminamos la h habrá confusión entre “hay” y “ay” o entre “asta” y “hasta”. Pero esa confusión es ficticia. Nadie confunde estas palabras ni al escribir ni al hablar. ¿Por qué pensar que habría caos? El contexto es la clave. En otras palabras, todo depende de la circunstancia. La tilde en “solo”, por ejemplo, no es necesaria al leer: el contexto da las pistas para saber si se habla de soledad o de solamente, cuando solo es un adjetivo y no un adverbio.

Las intentonas de limpiar el español de la h, de desfijarla y quitarle el pomposo esplendor que le atribuyen los puristas, son cíclicos. Uno de los más recientes ocurrió en 1997, cuando Gabriel García Márquez, en su en el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española en Zacatecas, invitó a que “simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”.

Pero pronto su propuesta de enterrar “las haches rupestres” quedó en el olvido. Han pasado dos décadas y el coronel todavía no tiene quien le escriba una carta con ortografía consistentemente fonética.

El sistema que rige el español parece por momentos más cercano a la alquimia que a la lógica. Basta escuchar la eterna queja de los maestros de los colegios: sea disleccia o apoplegía, los povres niños siempre cometen herrores al escrivir.

Antes de García Márquez, algunos especialistas, entre ellos el filólogo Ángel Rosenblat, venezolano de origen polaco, que hablaba idish —donde no hay un solo sonido que sea afónico—, ofrecieron la misma propuesta. Seguían los pasos de Andrés Bello, el lingüista venezolano más influyente del español. Bello no solo se interesó en el carácter y conducta de las palabras, también en la política, la diplomacia y la historia. Fue tutor de Simón Bolívar y colega de fray Servando Teresa de Mier y José María Blanco White. Además, fue poeta y ensayista y propuso eliminar la hache desde el siglo XIX.

Su obra es el esfuerzo más inteligente de hacer que nuestra ortografía sea sensata. En su seminal Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar i uniformar la ortografía en América (1823), que sirvió como pilar de la ambiciosa Gramática que publicó en 1847, Bello invitó a reconocer la posible libertad regional del español. Dijo que no debíamos esperar a que España, y la RAE en particular, nos dieran permiso de usar el español a nuestro modo.

Hace unos días, el gobierno de Mariano Rajoy anunció que 2019 será “el año del español global”. Pero hoy hay más hablantes del español en América Latina que en España. Debería existir un balance entre las dos orillas del Atlántico y no una tiranía unilateral para dictar la pauta lingüística. Bello pensaba que el casticismo supersticioso era limitado. En un discurso de 1843 dijo: “Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias, cuando las patrocina la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada”.

Pasaron 175 años desde lo que dijo Bello. Estamos artos de que la ispanidad escriba orrorosamente. No esperemos a que los erméticos sabios de la RAE nos agan el favor: es ora de undir la ache. Es ora de que el idioma sea no solamente ermoso sino coerente.

Ilan Stavans es profesor de Humanidades y Cultura Latina en Amherst College, director de Restless Books y conductor del podcast In Contrast de NPR. The Wall, su libro de poemas, acaba de publicarse.

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