Adiós a las luces

Las brigadas del veto tienen un tierno pretexto que aúpan a enjuta virtud: su simplismo y totalismo las exime del reproche de incurrir en contradicción o inconsistencia. El ayer sólo importa como certificado de autenticidad de su estrecho aunque ambicioso presente. Como exponía ayer al comienzo de su crónica el corresponsal Pablo Pardo, la misma editorial que desestimó grimosa publicar las memorias de Woody Allen, incluye en su lustroso catálogo las 407 páginas del comandante nazi Rudolf Höss sobre la logística del genocidio. El pasado sólo interesa como coartada para emprender hoy la caza de brujas y erigir un futuro de diseño a costa de la razón y la confrontación de ideas. La cultura de la cancelación no es un fenómeno reciente. Parece nuevo por lo avanzado de su posición –está a punto de asaltar la fortaleza de la Ilustración– y el desenfreno de su extravagante actividad, pero arraiga hace décadas, en la batalla cultural emprendida en una primera fase a finales de los 60 y en segunda acometida a mediados de los 90. Además, hunde sus raíces en las prácticas de ingeniería social, propia de los sistemas totalitarios.

Adiós a las lucesLo que está en juego, escriben Laclau y Mouffe, autores posmarxistas, es la creación de un «nuevo bloque histórico». Derrotado el marxismo tras la caída del Muro, sus teóricos interpretaron que no podían dar la batalla contra el orden liberal y las sociedades abiertas desde fuera sino extender desde dentro el campo de las disputas; lo que se tradujo en la introducción de tensiones –microfracturas– en torno a políticas identitarias: el reconocimiento de derechos civiles –individuales– mutó en derechos de colectivos que a su vez se transformaron en subterfugios para la deconstrucción e inversión de los valores asociados al mundo libre. Cambió el lenguaje relacionado con la «cadena de equivalencias» propias del marxismo pero no el rumbo de la contienda. Los movimientos supuestamente emancipadores adquirieron las formas propias de la sociedad opulenta, del bienestar y las clases medias. La clase obrera carecía ya de «potencia irradiadora». El posmarxismo sustituyó la lucha de clases –y su lenguaje: explotación, estructura, acumulación de capital y la teoría del valor-trabajo– por la lucha por la liberación de los colectivos oprimidos, que se constituyen en las fuerzas de aceleración del colapso del sistema. La repolitización exigía renovar y diversificar el parque de significantes.

Hace un par de años, un grupo de estudiantes debía exponer en clase su trabajo sobre la Revolución Rusa. Lo centró en un personaje femenino, esdrújulo y desconocido del estalinismo. Que el profesor no lo conociera reforzaba la posición de los alumnos: demostraba que su reivindicación estaba viva y plena de sentido. Ella fue descrita como precursora de los derechos de la mujer, incluido el aborto (sic.). La Unión Soviética promovía la emancipación de la mujer y la protección de la mujer trabajadora, según los ponentes. El profesor pasó por alto dos consideraciones, una sobre las prácticas eugenésicas en los regímenes totalitarios a las que los estudiantes pusieron palabras de su propio tiempo y otra sobre el periodo que abarca la revolución. Cuestiones menores comparadas con el tsunami que el docente vio venírsele encima: ¿era una alabanza del personaje y una defensa de las mujeres ensombrecidas por la Historia o bien se trataba de una apología del estalinismo? Me temí que lo segundo. Sin embargo, para evitar críticas por censor, propuse que buscaran personajes femeninos en cualquier otra revolución. Ignoraban y no quisieron conocer a Madame de Staël. ¿Monárquica, amante de Constant? Anatema. ¿Emmeline Pankhurst? «¿Habla usted en serio?; la británica se limitó a la ampliación del sufragio; y el sufragio es una institución burguesa». Recomendé las pioneras del Oeste americano. Frío, frío, el exterminio indio inhabilita de cabo a rabo la Constitución escrita más avanzada del momento. No hay escapatoria.

Entonces mi colega, catedrático que rompe con todos los clichés del buen conservador, me mostró sus calificaciones docentes y algunos comentarios puntuales: «Un machista»; «Ha tratado de enseñarnos su opinión respecto de los distintos sistemas económicos, abogando en todo momento por el capitalista». El cerco se estrecha. Nada hay en el entendimiento que primero no haya pasado por el filtro de los prejuicios de la nueva clase censora. Lo han llamado cultura de la cancelación pero por su negación de la Ilustración sería más apropiado denominarla cultura del apagón. Adiós a las luces. Penetramos a toda mecha en una era de penumbra y la asfixia que la acompaña. Pisamos terreno resbaladizo y estamos expuestos a que un dedo acusador, un confidente comprometido con el principio «tolerancia cero contra las inequidades y los poderosos» ejerza su derecho de veto pulsando la tecla adecuada.

Los nuevos incorruptibles son producto de la escuela marxista. Un sabio jubilado me decía siempre de los jóvenes: «Son leninistas»; le refutaba: «Qué va, ignoran qué es el leninismo»; insistía: «Lo son pero no lo saben». Ahora sé que, con todos los matices que hay que incluir en los ejemplos y precarias generalizaciones, es cierto. Los comités de reeducación aparecieron en los campus estadounidenses para extenderse a otros ámbitos. El cultural es especialmente sensible porque el destierro consiste en la marginación. El temor a la exclusión social que genera el discurso dominante ha permitido crear a su vez una industria de la reivindicación de la identidad, de modo que aumenta la presión, lo cual revierte al final en autocensura y genera un pensamiento plano.

Sorprende, conforta e inquieta que Chomsky se encuentre entre los firmantes del artículo manifiesto sobre el derecho a discrepar, la Justicia y los debates abiertos. Hace 30 años, Chomsky se erigió en abanderado de la resistencia contra lo que él y la escuela materialista francesa comenzó a llamar «pensamiento único» –en referencia a la recién nacida hegemonía liberal–. Hoy contempla con recelo la crecida de las aguas que contribuyó a agitar. Entre los intelectuales que escriben «necesitamos que el desacuerdo de buena fe no tenga terribles consecuencias profesionales que nos condicionen» se encuentra otro nombre mucho menos conocido en España, el periodista Fareed Zakaria, uno de los promotores de la noción «democracia iliberal». El nuevo fantasma que recorre el mundo lo hace a lomos de la intolerancia hacia las opiniones contrarias.

«Esta atmósfera sofocante daña la causa más central de nuestro tiempo. El empobrecimiento del debate, ya sea por un Gobierno represivo o por una sociedad intolerante, perjudica inevitablemente a aquellos que carecen del poder y nos impide a todos participar de la democracia». Una parte de la izquierda liberal ha reparado en que la causa esgrimida por la moral punitiva no es la manifiesta sino la latente y nadie está libre del señalamiento, la etiqueta o condena al ostracismo porque tampoco se trata exactamente de lo que se diga sino delante de quién o para qué pueda ser empleada una declaración espontánea. Tom Wolfe ridiculizó en La Izquierda Exquisita & Mau-mauando al parachoques a la élite cool de la costa Este cautivada por las políticas de identidad. Buena parte de esa élite –Marc Lilla y algunos otros lo advirtieron hace ya tiempo– contempla atónita que puede ser arrollada por las criaturas que engendró. Es la ciclogénesis de toda revolución. El mito creado en el laboratorio bajo pautas de control devora al logos y perturba el ecosistema de las ideas.

La horizontalización del saber ha contribuido al declive del conocimiento y al encumbramiento de la amenaza totalizante. Suelo emplear el mismo ejemplo: de las 7.000 palabras que contiene la entrada RDA en Wikipedia, sólo una vez aparece citada la Stasi, mencionada como «los servicios secretos», que solicitaba de los entrenadores deportivos «sentimiento patriótico». La entrada tiene distintos epígrafes –cine, filatelia, deportes…–; incluye los «derechos de la mujer» y oculta que fue un Estado totalitario. Los «episodios de deserción» parecen obedecer a las represalias tras las «protestas contra el aumento de las cuotas de producción». Luego expongo: ¿Y si mañana fuese objeto de boicot y apagón dividir el franquismo en etapas e identificar el tardofranquismo? Fin de la discusión. Fin del conocimiento.

Javier Redondo es escritor y profesor de Política y Gobierno de la Universidad Francisco de Vitoria.

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