Por la razón que fuera -para ser artista, para ser independiente, para superar la visión provinciana, insular, nuestra-, Claudio Bravo había desaparecido de la vida y hasta del paisaje chileno. Se había ido de Chile y no había regresado. Era un mito lejano, nebuloso, que a veces se manifestaba en una pintura de una neofiguración impecable, sorprendente, y que enseguida desaparecía. Llegaban rumores sobre Claudio Bravo en Madrid, en Nueva York, en Tánger o en Marraquech, y uno tenía la impresión de que aquellos rumores nunca se confirmaban. Era el artista nuestro más cercano a la irrealidad, a pesar del realismo intenso, inquietante, de su pintura. Se habría podido sostener que su obra era la negación de la vanguardia pictórica: rechazo, crítica, reivindicación de los valores fundamentales. Volver a la pintura a través de la negación apasionada de la pintura contemporánea. Leí hace menos de un año las memorias de Balthus, otra excepción, otra contradicción, y encontré que el gran artista de origen polaco escribía en términos parecidos. En sus palabras textuales, no se resignaba a pintar "cubitos": quería llegar más lejos que eso.
Claudio Bravo me había mandado decir alguna vez que se interesaba en que escribiera un texto para un catálogo suyo. Tenía que viajar a un lago del sur de Chile para conocer sus trabajos más recientes, los que iban a ser expuestos en una galería de Santiago, y al final, por razones que ya no recuerdo, no pude ir. Hace un par de meses, un amigo común me dijo que se encontraba en París y los invité a un almuerzo informal, de sábado. Vino una señora de nuestra juventud, bella todavía, y Claudio, que la recordaba como personaje de su barrio, de la calle Condell, de la plaza Bernarda Morín de los años cincuenta, de parajes cercanos e igualmente pasados de moda, quedó impresionado. Era el regreso de Chile, de la adolescencia, de una belleza terrenal posible, entre arbustos perfumados, pimientos, plátanos orientales, calles transitadas por un ocasional Ford "de bigote".
Lo invité por segunda vez, y solo pudo confirmar que asistía en el último minuto. Había estado sometido a exámenes médicos durante una semana entera y había pasado mucha angustia. Pero ahora podía sentirse más tranquilo. Le habían diagnosticado una forma leve de epilepsia, fácil de controlar, y tenía la sensación de que la vida normal continuaba. Parece, sin embargo, que no hay vida normal que valga, y que todos los diagnósticos pueden equivocarse. Regresó a una de sus casas en el interior de Marruecos, sufrió un nuevo ataque de epilepsia, que tuvo esta vez complicaciones cardiacas, y su corazón se detuvo en los momentos en que la ambulancia todavía se encontraba a mitad de camino. Habíamos hecho muy buenas migas, quizá porque ambos veníamos de vuelta de muchas cosas, y tuve una impresión intensa de pérdida: no tanto de un amigo, sino de una amistad posible, abierta, divertida, estimulante, que estaba entera por desarrollar.
El mito coincidía, se enriquecía, se ramificaba, y el proceso continúa después de la tumba. El arquitecto Borja Huidobro, que estuvo presente en el segundo de mis encuentros con Claudio Bravo, me llama, absolutamente conmovido, "sin habla", y me dice que el pintor, a sus 10 u 11 años de edad, se sentaba en el pupitre de atrás en la división del Colegio de San Ignacio, ya que en las divisiones, bajo la mirada severa y el puntero amenazante del padre Lorenzo, convergían cursos diferentes, de diferentes edades. "¿Y sabes lo que hacía? Dibujaba todo el tiempo, sin parar, con una perfección increíble". Bravo era el Ingres de la pintura contemporánea. No tenía necesidad de hacerse demasiado presente, ya que los compradores, en México, en Nueva York, en muchos otros lados, se arrebataban sus cuadros, y aprovechaba esa marginalidad con inteligencia, con algo de ironía, con un buen ingrediente de astucia. Habría que estudiar mejor a estos excéntricos de una especie nueva, a estos campeones de la contracorriente: Balthus, Claudio Bravo, ¿Giorgio de Chirico?, algún norteamericano del Medio Oeste, algún brasileño, algún uruguayo que se nos escapa. No sé si alguno de los numerosos seguidores de Bravo tiene su precisión, su perfección de dibujo, su luz controlada y tamizada, su pátina. Algunos caen en el más estrepitoso colorinche. Parecen ilustradores de cajas de chocolate.
Conversé en unas jornadas organizadas por los jesuitas de hoy con el actor Héctor Noguera, que fue compañero de curso del pintor en el San Ignacio, y también contó que dibujaba todo el santo día, impertérrito, con un virtuosismo precoz que deslumbraba. En una ocasión tuvieron que rendir exámenes de matemáticas y Héctor, el futuro actor, fue testigo del siguiente diálogo. "No me pregunte de matemáticas porque no sé nada", le dijo Bravo a su examinador. "¿Y de qué le pregunto, entonces?". "Pregúnteme", respondió el pintor en ciernes, "sobre el Renacimiento en Italia". El examinador hizo un gesto de asentimiento, el examinado desarrolló una explicación brillante, y la comisión examinadora, después de una breve deliberación, le puso un siete, la nota máxima. Un siete en matemáticas y sin saber las cuatro operaciones. Es una demostración de flexibilidad pedagógica, de modernidad en la pedagogía, digna de ser estudiada.
En buenas cuentas, he perdido a un amigo posible y me he quedado sin casa de vacaciones, o de hibernación, en algún lugar de Marruecos. Hay conversaciones virtuales que ya no se realizarán y confrontaciones, contradicciones, chispazos, que no tendrán lugar. Perdí algo que no existía y gané algo que no había previsto. El balance, después de todo, tiene un lado triste, pero no es tan malo.
Jorge Edwards, escritor.