Adiós a una visión de los Balcanes

Según algunos estudiosos, el origen de la novela El Quijote hay que encontrarlo en los años en que su autor, Miguel de Cervantes, pasó en Argel, preso de unos piratas, posiblemente balcánicos, según algunas fuentes. Esposado y aislado en una celda, el escritor soñó sin duda en las infinitas maneras de poder burlar a sus captores. El Quijote, la obra que escribió tras una experiencia tan desgraciada, narra precisamente los sucesivos triunfos imaginarios de un soñador.

Los pueblos de los Balcanes, durante sus cinco siglos de servilismo bajo el imperio otomano, pasaron por una experiencia extrañamente parecida a la de Cervantes o su famosa creación. Encadenados y sin ninguna opción de liberarse de un imperio detestado, vivían de sueños imposibles, a veces irracionales. Tal y como muestran sus baladas medievales, sus imaginaciones se desbordaban: en su impotencia por desbancar al imperio y fundar estados propios, hilaron mitos y fantasías. Sus estados visionarios a menudo fueron proyecciones e imitaciones del todopoderoso imperio, con toda su inmensidad, su ceremonial e ineludible sombra.

Cuando, después de cinco siglos, los pueblos balcánicos uno a uno fueron obteniendo su libertad, su esclavitud había durado tanto tiempo que la imaginación no podía desprenderse de aquellas fantasías, y siguió generándolas como antaño en formas totalmente desconectadas de la realidad. Los territorios de sus países eran pequeños y, como trajes muy ajustados, no podían contener sus henchidos sueños.

Todos estos pueblos sin excepción quedaron infectados de megalomanía, y mostraron, uno tras otro, padecerla. Pero su conducta quijotesca era más trágica que cómica, e incluso ya en el siglo XXI, sus interpretaciones fantasiosas de la realidad influyeron en la historia manchada de sangre de los Balcanes.

En una de sus manifestaciones más violentas, la enfermedad tomó la forma de celo misionero. Cada uno de los pueblos balcánicos se persuadió a sí mismo de que la historia o el destino le había elegido para una gran misión. No tengo ninguna duda en poner a mi propio pueblo, el albano, el primero de la lista de la enfermería. El fervor misionero albano vivió su punto álgido de fanatismo en los años 60, medio siglo después de que el país se liberara del imperio otomano. Albania en aquellos tiempos era un país comunista, y de pronto proclamó su misión (o quizá mejor, su enfermedad) a escala global. Fue el absurdo máximo. ¡Este minúsculo y pobre país comunista declaró su disponibilidad a sacrificarse en defensa del marxismo-leninismo, que había sido traicionado virtualmente en todo el resto del planeta!

El precio que Albania tuvo que pagar por ese insensato sueño fue muy alto, un sueño que persistió hasta el derrocamiento del comunismo. Mientras, la vecina Grecia, aunque era un país capitalista, no quedó inmune a la plaga, lo que demuestra que la identidad balcánica es más fuerte que cualquier ideología. En el caso de los griegos, su fervor misionero ha estado vinculado a la idea de la panortodoxia. El resurgido sueño de Bizancio, la expansión de Grecia más allá de sus estrechas fronteras actuales, la reconquista de Constantinopla, la moderna Estambul de los turcos, y una alianza con la ortodoxia rusa, he aquí algunos de los síntomas de su enfermedad.

La misión serbia, aunque distinta en forma y consecuencias, guarda algún parecido con la griega. Durante el conflicto de Kosovo, en las paredes aparecieron pintadas con el eslogan Serbia, de Belgrado a Tokio. Esta especie de histeria expansionista nunca aparece aislada. En el caso serbio, venía asociada no solo con la panortodoxia, sino también con el síndrome de la cuna. Una batalla que se perdió hace 600 años, revestía de pronto una significación bíblica, y Kosovo, el lugar donde tuvo lugar, fue declarado "la cuna de Serbia". Algo que corría en paralelo con la obsesión griega con Constantinopla, pero aún más absurda. Identificar el campo donde uno pierde una batalla como su cuna es más o menos como si Francia fuera a anunciar que su cuna es Waterloo, que está en Bélgica, o si Alemania fuera a hacer lo mismo con Stalingrado, aún más distante. España podría declarar que su cuna es el canal de la Mancha, donde la Armada Invencible fue hundida, y así Europa entera quedaría reducida al caos, con cunas generalmente situadas más allá de las fronteras de los estados demandantes.

No se piense que estas fantasías pertenecen ya al pasado. En absoluto. Ante los ojos del mundo, existe hoy día una discusión entre Grecia y Macedonia acerca del nombre de esta. Detrás de tan absurda lucha merodean los fantasmas del mito y de la historia, que se remontan a Alejandro Magno, cuyo imperio se esfumó antes de Cristo.

Los caprichosos pueblos de los Balcanes, con su excesiva carga de historia, sueñan ahora con entrar en Europa. Saben muy bien que muchos de sus recuerdos espectrales no tienen cabida en la Unión Europea, pero les está costando prescindir de ellos. Normalmente, cuanto más absurda es una obsesión, tanto más fácil es desprenderse de ella, y los albaneses fueron los primeros en los Balcanes en abandonar su enloquecido celo misionero. Su actual pasión por la integración europea, que es inseparable de su amistad con Estados Unidos, implica un vigoroso repudio de su pasado. El resto de países balcánicos, a mayor o menor velocidad, también se dirigen hacia Europa. La victoria del presidente Boris Tadic en Serbia y la reciente detención de Radovan Karadic son expresiones de un firme propósito de entrar en Europa. Por lo que a Karadic se refiere, esta determinación se agradece más por el tiempo que se ha tardado en detenerle.

Ismail Kadare, novelista y poeta albanés. Traducción: Toni Tobella.