Adiós al bipartidismo

En realidad, el título de estos párrafos el único sentido que posee es el de hacerlos más llamativos. Porque resulta obvio que, a juicio del autor, no es posible anunciar el final de algo que nunca existió. Desde el nacimiento de nuestra actual democracia se ha pregonado, en ciertos sectores y por algunos expertos científico-políticos, la existencia de un sistema de bipartidismo, perfecto e imperfecto. En efecto, las elecciones generales de 1977 llevaron a cabo una muy beneficiosa labor de reducción de la hasta entonces sopa de partidos en que vivió la Transición. Los partidos extremos, de un lado y de otro, quedaron al margen del hemiciclo. La sociedad española lo que hizo es votar de acuerdo con su postura socio-política. Es decir, votó a las fuerzas políticas que no iban a arriesgar lo conquistado gracias al desarrollismo en que vivía desde los anteriores años sesenta. Y así ocuparon las mayorías del Congreso los partidos de UCD y PSOE. Ambos, a veces con la ayuda de alguno de los partidos “que cuentan”, en terminología de Sartori, protagonizaron, en el Gobierno o en la oposición, el decurso de nuestra política.

Pero esta realidad no daba lugar, en ningún caso, a hablar de bipartidismo, ni perfecto ni imperfecto, como algún colega defendiera. En el fondo del tema quizá se encuentra la dificultad de barrer del escenario político español la pluralidad de unos partidos que, como en el resto de Europa y a diferencia de lo que ocurre en algunos países anglosajones, siguen siendo herederos de las posturas e ideologías vividas desde la Revolución Francesa (socialistas, comunistas, democristianos, liberales, etc.), amén, en nuestro caso, de los partidos regionalistas. No resulta fácil, por ende, hablar de bipartidismo entre UCD y PSOE. Como, tras posteriores elecciones con el ascenso del socialismo, tampoco resulta correcto hacerlo por el panorama PSE y PP. Nuestro hemiciclo lo que viene representando es un pluripartidismo limitado con las citadas fuerzas que cuentan a la hora de aprobar o rechazar.

Tras las elecciones del pasado noviembre, con la mayoría absoluta del PP, ya en el Gobierno, creo que menos que nunca cabe el bipartidismo. Y no solamente por las declaraciones electorales de “contar con todos”, que se hicieran durante la campaña electoral. También por el incremento de fuerzas que tendrán algunos partidos, con o sin grupo parlamentario. La presencia de Convergencia, Izquierda Unida, Amaiur y UPyD no va ser puramente testimonial, sin romper la definición de pluripartidismo limitado. Estimo que hablar de bipartidismo es ahora mucho más inviable que antes. Sobre todo si, como al parecer se propone el nuevo Gobierno, van a abordarse “con fuerza y decisión” los grandes problemas que seguimos teniendo pendientes: reforma laboral, política exterior, desempleo, educación, autonomías, etc. Se hayan avanzado “o no soluciones para ellos durante la campaña electoral, están así y con auténtica preocupación por parte de la ciudadanía.

Ocurre, además, que existe una circunstancia a tener en cuenta de forma nada baladí a la hora de hablar de bipartidismo. Y es que suele aparecer por alguna circunstancia muy concreta y, sobre todo, permanece largo tiempo en sociedades en las que prima una situación que podríamos llamar de quietud social. Con un consenso básico ampliamente extendido. Sin grandes temas pendientes, bien porque no los tuvieron históricamente, bien porque fueron resueltos para extensas generaciones. En dichos lares, cuando llegan los momentos electorales, los problemas en discusión poseen un tono más bien secundario. O, al menos, temas que no ponen en peligro ese consenso básico existente. Y las pequeñas fuerzas que lo hagan tienen un eco casi nulo. Hablamos de pequeñas fuerzas porque en el bipartidismo pueden existir como tales, pero sin afectar ni dañar la estructura de dos grandes partidos largamente hegemónicos. En nuestro país, sin embargo, al llegar las elecciones, todo o casi todo suele ponerse sobre el tapete de la discusión: la añoranza republicana, el Estado de las Autodichos casos, una gran ventura el tener una extensa gama de la sociedad que sabe limar, con su opinión y con sus votos, el alcance de esas propuestas, fijando su atención en lo que realmente le importa: el empleo, el terrorismo, la lucha contra la corrupción, los impuestos, etc. Si así no fuera, en cada proceso electoral se “inventaría” un nuevo Estado y habría que echarse a temblar.

Naturalmente que, frente a esta postura, cabe argüir que, históricamente, ya tuvimos un provechoso bipartidismo. Se hace así referencia a los largos años del binomio Cánovas-Sagasta que, en efecto, tuvo vigencia en gran parte del siglo XIX y los primeros del XX. Pero hay que puntualizar dos aspectos. En primer lugar, ambos partidos aceptaron desde el principio el carácter de fuerzas nacidas como prerrogativas del Rey, que se consideraba anterior a ellos y únicamente tenía el freno de la Constitución de 1876. Aquí hay que situar la abundante práctica del “borboneo” de Alfonso XII y Alfonso XIII. Y, en segundo lugar, ambas fuerzas no dejaron de ser “partidos de notables”, es decir, grupos muy lejanos a la concepción actual de un partido, sin más unión en su seno que la lealtad a la persona. De aquí que, desaparecidos Cánovas y Sagasta, no se encontraran personas capaces de reunir la adhesión de los posibles sucesores y comenzara la crisis y paulatina debilidad de conservadores y liberales. La dictadura de Primo de Rivera puso la nota final de aquel que difícilmente puede considerarse como efectivo bipartidismo. Más bien dos grupos que se sucedieron en el gobierno de una sociedad harto dañada por el caciquismo y el analfabetismo.

Por supuesto, nada que ver con el bipartidismo lo que España vive entre 1931 y 1936, durante la Segunda República. Todo lo contrario. Se cayó en un pluralismo ilimitado, incluso con fuerzas políticas que no aceptaban el régimen. A la pluralidad de partidos, en casi todos los casos también grupos de notables. Los gobiernos republicanos tuvieron que intentar una difícil convivencia con lo de “ilimitados” y otras fuerzas que desde el principio rechazaron el régimen por considerarlo como una República “de burgueses, liberales o intelectuales”. El final es suficientemente conocido, al igual que lo que vino después, tras una trágica guerra civil.

Por todo ello, ni hay precedentes de bipartidismo ni creemos que pueda anunciarse en la actualidad. Por lo demás, es bastante posible que, si hay una aceptación previa y clara de la democracia y sus reglas, fácilmente pueda caminar nuestro sistema con un pluralismo limitado, quizá con el único problema de los partidos regionalistas con aspiraciones extraconstitucionales, que continúa siendo nuestro gran problema. En todo caso, es de esperar que se imponga el sentido común, aunque sea por razones económicas. La historia tiene la última palabra.

Por Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.

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