Adiós al delito de sedición

Hace algunos días, el ministro de Justicia anunció que el Gobierno pretende presentar pronto, en el marco de varias reformas del ordenamiento penal, y buscando el consenso, una reforma de los delitos de rebelión y de sedición. ¿Es una buena idea? ¿Qué habría que cambiar, en su caso, de estas infracciones?

El delito de sedición es muy peculiar. Se encuentra entre los delitos contra el orden público, un título del Código Penal que desde siempre ha sido tildado de cajón de sastre, de ser un recipiente para delitos que no tienen un encaje claro. En efecto, ahí están desde los delitos de terrorismo, pasando por los de tenencia de armas, los de atentado o resistencia a la autoridad y la criminalidad organizada, hasta llegar, al comienzo del título, al delito de sedición en el art. 544 CP.

Esta infracción consiste en participar en un “alzamiento público y tumultuario” que persiga impedir “por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales.”

Parece apreciarse ya a primera vista un parentesco con los delitos contra el orden público, como la resistencia, los desórdenes públicos, el atentado: hay algún tipo de algarada en la calle en ambos campos. Sin embargo, las apariencias engañan.

El delito de sedición no es orden público viejo; en realidad, es un migrante reciente, como revela una mención al principio del texto del artículo: la descripción antes transcrita sólo entra en acción si el comportamiento no es constitutivo de rebelión, delito respecto del cual la sedición actúa como figura residual, de recogida.

El delito de rebelión, incluido entre los delitos contra la Constitución, contiene palabras mayores: se trata de quien con violencia quiere subvertir el orden constitucional (“alzamiento”). Es el delito que corresponde a un golpe de Estado. ¿Por qué esta conexión entre dos delitos que están ubicados, respectivamente, en los ataques globales, radicales a todo, al sistema constitucional (la rebelión), y en un ámbito de cuestiones en parte menores, como los delitos contra el orden público (la sedición)?

La sedición no ha acabado de establecerse como un delito “normal” contra el orden público

Lo que explica esta situación es el hecho de que hasta la reforma de 1995, rebelión y sedición eran mellizos en el Código Penal de la dictadura (y en los anteriores): la sedición era el tipo de recogida de la rebelión, el hermano menor, lo que debía aplicarse cuando no estuviera claro que hubiera verdadera rebelión. De ahí que se haya conocido la sedición como “rebelión en pequeño”: juntos conformaban la cúpula de los delitos “contra la seguridad interior del Estado”, un conjunto heterogéneo de normas destinadas, en el caso español, a que no se perdiera el respeto a las capacidades de represión del régimen una vez establecida la dictadura después de la guerra.

La rebelión se refería a un ataque al sistema jurídico-político general, de principio; la sedición, a cuestiones de menor entidad: no atacar al Estado en sí, sino el ejercicio de determinadas funciones de sus representantes. Al redactar el nuevo Código en 1995 –cuando con mucho retraso llegó por fin el “Código de la democracia”, y se hubo de redactar apresuradamente por el calendario parlamentario–, se quiso quitar hierro represivo a estas normas, relegando a la sedición al segundo nivel de los delitos contra el orden público.

Se intentó, en suma, acompasar estas infracciones a la nueva situación constitucional de España: en particular, estableciendo con claridad que la rebelión debía cometerse con violencia colectiva grave, y diseñando el de sedición de tal manera –como indicaron en su momento expresamente López Garrido y García Arán– que difícilmente podía concebirse sin violencia.

Sin embargo, lo cierto es que la sedición no ha acabado de establecerse como un delito “normal” contra el orden público; por el contrario, un escasísimo nivel de aplicación en los últimos años –hasta la sentencia del Tribunal Supremo en el procés– muestra que ha sido más bien un convidado de piedra en su nuevo hogar. Sólo se encuentran, hasta la sentencia del Tribunal Supremo en la causa del procés, resoluciones sobre cuestiones claramente menores: algún caso de resistencia frente a una comisión judicial encargada de un lanzamiento, algún motín carcelario de principios de los años ochenta, asambleas vecinales que se salieron de madre. Muy poca cosa. La sedición estaba completamente aletargada. No se integró realmente entre los delitos contra el orden público.

En efecto, hay un relicto del pasado que explica con especial claridad que el aggiornamiento que se pretendió llevar a cabo con esta separación de los mellizos de rebelión y sedición no tuvo éxito: las penas previstas. Difícilmente un delito con una pena mínima de cuatro años de prisión, y máxima de quince, puede consistir en una algarada menor, en un verdadero mero delito contra el orden público. Las penas colocan la infracción cerca de su estirpe originaria, la rebelión, y lejos de sus vecinos de los desórdenes públicos.

Así las cosas, la diferenciación entre ambos delitos se acaba centrando –como han señalado quienes han estudiado a fondo la infracción– en aspectos meramente subjetivos, en los diferentes fines que se persiguen en cada caso: cambiar todo violentamente, la subversión, en la rebelión; obstaculizar el funcionamiento del Estado, en la sedición.

En España, la figura de la sedición está fuera de la línea común de otros Estados miembro de la UE

El delito de sedición muestra, aparte de esta sobrecarga en las finalidades de los sediciosos –lo que siempre introduce el riesgo de que se juzguen ideas y no actos, y puede generar un desaliento en el ejercicio de los derechos fundamentales–, como han señalado los expertos, un mal encaje entre las demás infracciones, debido también a que su redacción es tan vaporosa que no satisface lo que la Constitución exige de la legislación penal en términos de claridad, como derivado del principio de legalidad. Y estas debilidades sistemáticas de la infracción se producen precisamente en un ámbito que, como es obvio, linda con el legítimo ejercicio de derechos fundamentales esenciales para nuestro sistema político, como el de manifestación. En última instancia, no hay espacio entre la resistencia a la autoridad y la rebelión para este extraño tercer nivel intermedio.

Lo que sucede es que la sedición no puede ocultar su origen. Un origen que está en las prácticas autoritarias endémicas en nuestros siglos XIX y XX: cargas de la Guardia Civil a caballo y con el sable desenvainado frente a protestas obreras de toda índole, represión militarizada –antes de la invención del término “terrorismo” como categoría penal– de toda disidencia organizada, ley de fugas incluida. Los subversivos como rebeldes o sediciosos.

De hecho, un somero análisis de las legislaciones de los países de nuestro entorno muestra que, en efecto, en España la figura de la sedición está fuera de la línea común de otros Estados miembro de la UE. A lo largo del siglo XX, estos ordenamientos han ido eliminando de sus Códigos las figuras próximas a nuestra sedición, y ahora suelen distinguir con claridad los ataques violentos al sistema constitucional en su conjunto (“alta traición”, “rebelión”) de la resistencia frente a órganos del Estado en el cumplimiento de sus funciones, manifestándose con claridad la diferencia estructural en que se prevén penas muy distintas para ambas figuras.

Por ejemplo: incluso Suiza, que ha mantenido en su Código el delito equivalente a la sedición, en realidad ahora criminaliza bajo ese rótulo (Aufruhr en alemán; en francés e italiano: violencia o amenaza a autoridades o funcionarios) en realidad un delito de resistencia individual (con pena máxima de hasta tres años de prisión, pudiéndose imponer multa).

Parece claro lo que toca hacer: cortar ya definitivamente el cordón umbilical que une los delitos contra el orden público con los delitos de crisis máxima del sistema, en nuestro caso, la rebelión. La sentencia del procés no es más que la demostración de que la existencia de esta figura esquizofrénica es disfuncional. Bastará, si así se quiere, reforzar los ya (demasiado) robustos delitos contra el orden público en el Código Penal español con una figura agravada de resistencia colectiva. La sedición sobra.

Se trata no de decirle adeu a la sedición, sino adiós, adeu, adeus, agur: en la época convulsa que vivimos, no cabe descartar que siga subiendo el tono de crispación política, y que se produzcan manifestaciones conflictivas de muy diverso signo. Más vale que esta eventualidad encuentre al Código Penal en orden y con los delitos contra el orden público preparados, sin la vía de la sedición para desencadenar una obvia sobrerreacción penal que –como muestra la sentencia del procés– no hace más que empeorar las cosas. Para ello ha de dejarse que la sedición parta, que se quede donde pertenece: en el pasado.

Manuel Cancio Meliá es catedrático de Derecho penal en la Universidad Autónoma de Madrid y vocal permanente de la Comisión General de Codificación.

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