Adiós al Doctor de la Modernidad

Antes de morir, el Papa emérito Benedicto XVI, a sus 95 años decía con motivo de su dificultad para hablar: «Dios me enseña a valorar más el silencio». A esto se añadía la ceguera del ojo izquierdo como consecuencia de una hemorragia cerebral ocurrida en el año 1991 y una embolia posterior en el año 1994. Quienes hemos tenido la suerte de disfrutar de varios momentos de conversación con él, pienso poder afirmar que su presencia, de inmediato, me hacía sentir, transportado al cielo. Su sonrisa sencilla y diáfana como la de un niño, infundía una confianza sin límites. Con naturalidad y con su capacidad de escuchar e interesarse por lo más intrascendente, aligeraba la pesadumbre que pudiese tener cualquier preocupación.

Muchos han acordado en denominar al Papa emérito Benedicto, un Doctor de la Iglesia de la Modernidad. Nadie como él ha sabido combinar la razón con la fe. «La fe cristiana ha de ser vista no en continuidad con las religiones anteriores sino más bien en continuidad con la filosofía, entendida esta como la victoria de la razón sobre la superstición». Estas palabras constituyen la idea fundamental a lo largo de toda la obra de Ratzinger y son tomadas en este caso, de su tesis doctoral, concluida en julio de 1953 y titulada: «Pueblo y casa de Dios en la enseñanza sobre la Iglesia de San Agustín». Ratzinger siempre ha concedido en su pensamiento a la «racionalidad serena» una importancia fundamental y continuada. Su idea central se basaba en considerar al cristianismo como la religión del 'Logos', es decir, como la religión según la razón. Religión que se apoya en la ilustración filosófica siendo precursora de la búsqueda de la verdad y del bien para de este modo poder llegar al único Dios que está más allá de todos los dioses.

La fe necesita por lo tanto de la razón, así como también la razón necesita de la fe. De ahí la importancia del diálogo razón-fe, es decir entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos. Solo así consiguió el cristianismo desmitificarse de las potencias divinas en favor del único Dios. Siempre se trató para Ratzinger, de buscar la verdad sin paliativos, sin nada por tanto que atenúe o mitigue la capacidad crítica de la razón, es decir su capacidad de 'crisis', entendida como 'juicio' permanente para de este modo poder adentrarse en las profundidades de la verdad. Por eso insistía Ratzinger en el peligro que le puede acechar a la religión en caso de abandonar el camino del 'Logos', pues de ese modo se aislaría de la verdad para convertirse en la divinización de las costumbres y de las diferentes corrientes ideológicas. De este modo se iría constituyendo una 'dictadura del relativismo' que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus antojos.

Ratzinger repitió con frecuencia que «no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios» y que «toda religión ha de respetar la dignidad del hombre». Estas afirmaciones ayudan a comprender que el acto de fe ha de ser un acto razonable y libre, nunca impuesto por la violencia: ni por la violencia física del terrorismo ni por la violencia de leyes civiles que no respeten la libertad de culto y de conciencia. Un cristianismo que se hiciese líquido mediante la fluidificación de un sinfín de interpretaciones aniquilaría en definitiva el escándalo de lo propiamente cristiano y acabaría dilapidando lo más valioso que tiene. A esta triste posibilidad se refiere Ratzinger en el prólogo de la primera edición de su libro 'Introducción al Cristianismo'. Este libro nació de sus conferencias en Tubinga, en el verano de 1967, a los oyentes de las facultades. También era habitual verle acudir a la Facultad de Teología con una bicicleta muy antigua que había adquirido de segundo mano en Münster. Por contraste, su colega Hans Küng –la persona que más había insistido en la llamada de Ratzinger a Tubinga y en obtener el consenso de los otros colegas–, acudía a las clases con su flamante Alfa Romeo.

Pues bien, en el prólogo de ese libro, Ratzinger se refiere a un cuento de los Hermanos Grimm titulado 'Juan el afortunado' ('Hans imGlück'). Se trata de una antigua historia sobre un criado que, habiendo servido durante siete años a su amo, recibe como recompensa un lingote de oro. Pero, mientras Juan lleva el oro a su casa, comienza a resultarle demasiado pesado y lo va cambiando por diferentes animales hasta quedarse sin nada. Es decir, Juan el desdichado que de cambio en cambio lo va perdiendo todo. Así se preguntaba el teólogo Ratzinger en 1967: «¿Acaso nuestra teología no ha discurrido a menudo en los últimos años por un camino semejante?». Como por una cascada que desciende de interpretación en interpretación hasta que el tesoro de la fe cristiana queda difuminado y la identidad de lo católico se acabe volatilizando.

Los que hemos recibido de él de primera mano esos lingotes de oro podemos afirmar que siempre nos ha ayudado a elevarnos al origen de la cascada, a remontarnos en sentido inverso a las degradaciones de Juan, hasta llegar al precioso oro. De este modo Juan, es decir el cristiano corriente en medio del mundo, podrá considerarse nuevamente como el gran afortunado por saber apreciar el oro puro que sostiene en sus manos, es decir su verdadera dignidad de Hijo de Dios.

Joseph Ratzinger se consideraba como un teólogo progresivo, así lo explica en sus últimas conversaciones con Peter Seewald, pero añadiendo el matiz de que eso no quiere decir salirse de la fe, sino que por el contrario, es saber entenderla y vivirla mejor, desde sus orígenes. De este modo apreciaremos con mayor nitidez alguna de las novedades que introdujo el gran teólogo Joseph Ratzinger en sus lecciones sobre Escatología en la Universidad de Ratisbona. Allí hacia ver a sus alumnos que, en la oración del cristiano, que es una relación con Jesucristo, el amigo fiel que nunca defrauda, siempre hay también una tensión escatológica. La esperanza del cristiano no tiene que ver solo con el mañana o con un futuro lejano. «La esperanza –así nos insistía Ratzinger en sus clases magistrales– está personalizada». Su centro no se encuentra ni en el espacio ni en el tiempo, no está en la cuestión del dónde ni del cuándo, sino en la relación con la persona de Jesucristo y en el ardiente deseo de su presencia. Siempre nos ha ofrecido Ratzinger argumentos brillantes, diáfanos y muy sugerentes. Así, comprendemos su afirmación de que la relación con Dios nos hace inmortales por haber sido creados como criaturas en una relación con Dios Creador. Partiendo de la radical apertura del espíritu humano, Ratzinger señala que un ser es tanto más él mismo cuanto más abierto se encuentra, cuanta más relación es.

Por tanto, lo que hace al hombre inmortal no es ser él mismo, careciendo de toda relación, sino, al contrario, su hallarse referido al otro, su capacidad de relación con Dios y, esto constituye lo más profundo de la existencia humana. Esa apertura es, ni más ni menos, lo que Ratzinger llama alma. Por medio de la capacidad de apertura y relación se explica la existencia del alma, que es ese elemento espiritual que subsiste y que mantiene interiorizada a la materia en su propia vida y mantiene así su tensión hacia Cristo. Hacia la nueva unidad de espíritu y materia que en él ha sido inaugurada. Este elemento permanente que puede dar vida y plenitud es la verdad, el amor. Alma, según Ratzinger, no es otra cosa que la capacidad del hombre de referirse a la verdad, al amor eterno. Y Dios –que es verdad y amor– da al hombre la verdadera vida. «Yo soy la verdad y la vida –afirmó Jesús–. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá» (Juan 11,25).

Alfred Sonnenfeld es catedrático de Antropología de la Universidad Internacional de La Rioja y doctor en Teología.

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