Adiós al gendarme americano

Estados Unidos ya no es el guardián del orden mundial, y prevemos que no volverá a serlo. Esta retirada del mundo no se debe únicamente a Donald Trump, aunque, desde luego, él la ha acelerado al permitir que Rusia y Turquía se anexionen los territorios vecinos, al retirarse de Siria y muy pronto de Afganistán, y al no pronunciarse sobre las revueltas en Hong Kong y en Bolivia o sobre el encarcelamiento masivo de uigures. Ya no es en absoluto seguro que el Ejército estadounidense se oponga a una invasión rusa de Letonia y, en Asia, Trump parece estar cerca de subcontratar a Japón el berenjenal de Corea del Norte. Una vez más, no se trata solo de Trump; sus métodos y su retórica nos dejan atónitos, pero en verdad es parte de una estrategia inaugurada por Barack Obama.

Obama fue elegido para romper con las repetidas e interminables intervenciones militares de sus predecesores en Kuwait, Afganistán, Irak y Somalia. Su negativa a intervenir en la guerra civil siria en 2013 fue el punto de inflexión simbólico de la diplomacia estadounidense. En resumen, Oriente Próximo dejó de ser el centro de las preocupaciones estadounidenses; era hora de que los árabes resolvieran sus conflictos. La retirada de Estados Unidos se vio propiciada por el fin de su dependencia del petróleo de la región; ahora es el primer productor y exportador mundial de gas y crudo. En la región, solo Israel sigue contando, pero forma parte de la política interior estadounidense y occidental.

También corresponde a Obama el haber anunciado en 2012 que la política exterior de Estados Unidos «pivotaría» desde ese momento hacia Asia; Europa ya no estaba en el centro del mundo y la amenaza rusa se consideraba insignificante. Para Obama, como para Trump, el eje del mundo y el futuro de Estados Unidos se decide ahora en algún lugar entre Pekín y Nueva Delhi. Esta indiferencia hacia Europa y Oriente Próximo se traduce, en el caso de Trump, en un abandono de facto de la OTAN. Hace poco, Emmanuel Macron declaraba a la revista británica «The Economist» que la OTAN se encontraba en un estado de «muerte cerebral». Recibió muchas críticas por este comentario, pero no se debieron tanto a la esencia del mismo como al hecho de decir en voz alta lo que todos sabían.

Desde el momento en que la OTAN permitió, sin reaccionar, que Rusia se anexionara Crimea y luego el este de Ucrania, y dejó después que Turquía pactara con Rusia para invadir Siria, estaba claro que la OTAN ya no existía y que no se iba a despertar, algo que era previsible, por poco que se relea la historia de Estados Unidos. Los estadounidenses, el pueblo y su Gobierno, se convirtieron en los gendarmes del mundo solo a pesar de sí mismos. Estados Unidos se constituyó para escapar de las disputas europeas, no para mediar entre ellas. Los estadounidenses intervinieron en la Primera Guerra Mundial, y después en la Segunda, tardíamente y solo cuando sus intereses directos se vieron amenazados.

Si después de 1945 los estadounidenses se quedaron en Europa, constituyeron la OTAN e intervinieron en Corea, no fue tanto para defender un orden mundial como para resistir a una amenaza global: el comunismo. El imperialismo soviético habría podido destruir los valores y, aún más, los intereses de Estados Unidos. Una vez que la URSS desapareció y fue sustituida por una potencia rusa relativamente modesta, Europa estuvo en condiciones de defenderse y sin ningún enemigo real, y con unos islamistas temibles pero marginales, solo queda China para hacer sombra a Estados Unidos. Pero China sigue siendo un enano militar, no tiene aspiraciones imperialistas al estilo soviético, y aunque «roba» algunos empleos y patentes a Estados Unidos, no supone un peligro para los estadounidenses.

Todo esto permite a Trump volver a la tradición más arraigada del pueblo estadounidense: el aislamiento. En 1821, en respuesta a la solicitud de los independentistas griegos contra los otomanos, el secretario de Estado John Quincy Adams respondió: «Estados Unidos no anda buscando monstruos que destruir», célebre declaración y fundamento del principio de no intervención hasta las dos guerras mundiales.

Después de Trump, ¿deberíamos esperar algún regreso de Estados Unidos a la escena mundial? Podemos dudarlo al observar que ninguno de sus competidores del Partido Demócrata menciona la política exterior. Las raras protestas en Estados Unidos contra el abandono de los aliados kurdos en Siria ya se han extinguido, y los estadounidenses de hoy, igual que el presidente Woodrow Wilson cuando negoció en 1918 el futuro mapa del mundo, no saben muy bien dónde situar Kurdistán. Todo esto nos lleva de vuelta a nuestra vieja Europa.

Sin el gendarme estadounidense, ¿quién garantizará su seguridad? ¿Está amenazada? Los polacos, los bálticos y los rumanos, después de la anexión de Crimea y el Donbass ucraniano, tienen algunos motivos reales para preocuparse. La constitución de un nuevo califato islamista entre Burkina Faso y Níger constituiría una peligrosa base terrorista contra Europa y sus aliados inmediatos, como Marruecos. Por tanto, hay que abandonar la OTAN y sustituirla por una defensa europea común; no es una elección, sino una necesidad, sin esperar a no se sabe qué mesías estadounidense. A los soldados estadounidenses muertos por nosotros debemos decirles gracias y adiós.

Guy Sorman.

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