Adiós al «juez Hércules»

Me alegraré por mis hijos. También por mis alumnos. Una generación y media de españoles hemos contemplado hasta el hastío una imagen insulsa: Baltasar Garzón Real, titular del Juzgado Central de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional, entra y sale de su oficina todas las mañanas. Big deal, dirían los ingleses... Unas veces a cuerpo y otras con abrigo. Un día aparece solo; otro, con sus colegas; siempre, con algún escolta. Expresión seria y aire vagamente mesiánico. Más parece el omnipotente «juez Hércules» a la manera de Ronald Dworkin que un probo servidor de la dignísima función jurisdiccional que consiste, dice la Constitución, en «juzgar y hacer ejecutar lo juzgado». Por cierto que Garzón no juzga, más bien prejuzga, y tampoco ejecuta. Instruye y, por esta vía, anticipa condenas sin remisión posible en nuestra democracia mediática y domina los tiempos políticos al servicio de intereses cambiantes en función del humor o la conveniencia. Bajo el rótulo llamativo de «Riofrío», en alusión a la cercana cafetería, Santiago Muñoz Machado cuenta detalles muy jugosos acerca de uno de tantos casos instruidos por el «juez estrella» en una especie de thriller publicado por entregas en una revista de divulgación jurídica. Muchos compañeros de oficio recordarán cómo empieza en el Castán el capítulo dedicado a la prescripción: «El tiempo, que todo lo muda...». ¿Llegó el final de la era Garzón? Al menos eso parece. Que sea para bien de todos, incluso para el suyo propio.

Si el famoso magistrado cometió o no los delitos de prevaricación y otros que se le imputan es cuestión que debe determinar la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Respeto absoluto, por favor. El Consejo General del Poder Judicial tendrá que decir cuanto antes si procede -como es probable- la suspensión temporal en el ejercicio de sus funciones. Un poco de paciencia, por tanto. En cambio, ya puede anticiparse el juicio social, con la debida consideración a la persona y al cumplimiento escrupuloso de las garantías jurídicas. Hablando claro: Garzón ha causado un daño muy grave a la imagen pública de la justicia, centro y eje de la legitimidad en una democracia constitucional, cuyo símbolo -dice con acierto F. Zakaria- es el juez imparcial y no el plebiscito de las masas. La gente piensa que «los jueces» (sic) son caprichosos, oportunistas y enemigos del sentido común. A diferencia de muchos profesionales discretos y eficaces, la trayectoria de nuestro personaje transmite un afán enfermizo de protagonismo, incompatible por naturaleza con la mesura que requiere la práctica de la jurisprudencia. Estado de Derecho significa poder sujeto a normas, seguridad jurídica, lucha contra la inmunidad y prohibición de la arbitrariedad. El juez es el garante supremo del principio de legalidad. Por eso merece un severo reproche cuando la vanidad le sitúa por encima del cumplimiento estricto del deber. Hablo, insisto, desde un punto de vista social, y no penal o disciplinario. Doctores tiene la judicatura...

Garzón es tal vez el peaje más grave que las instituciones democráticas han tenido que pagar por culpa de los asesinos de ETA. Porque, siempre con ese estilo poco ortodoxo, sus actuaciones jurisdiccionales incluyen luces y sombras, repartidas con criterio muy meditado. Unos cuantos enemigos actuales le jalearon antaño: ustedes ya me entienden... En términos objetivos, hay que reconocer su contribución a la lucha contra el terrorismo, al margen de las razones subjetivas que carecen de relevancia: golpe directo a las finanzas de la banda y, a veces, a los cabecillas disfrazados de brazo político. Otras veces, algunas muy recientes, exhibe su peor faceta. El «caso Faisán» explica muchas cosas: nunca debieron ocurrir, pero nadie las puede borrar. Tampoco ayudó a la buena causa cuando se anticipó, fuera de toda lógica, a la debida aplicación en tiempo y forma de la Ley de Partidos Políticos. Sus simpatías partidistas resultan evidentes, antes y después de Gürtel, sin perjuicio de la exigencia de luchar contra la corrupción como objetivo prioritario de una sociedad sanamente constituida. Todas sus decisiones dejan tras de sí una sospecha de parcialidad y nadie piensa que actúe por motivos de legalidad estricta. Causa por ello un daño irreparable a la confianza de los ciudadanos en la administración de justicia. Es probable que el personaje tenga una alta opinión de sí mismo. De nuevo, le ofusca la soberbia: un juez arbitrario es -pura y simplemente- un juez frustrado. Debería tenerlo muy en cuenta si alguna vez practica el examen de conciencia.

Montesquieu no podría reconocer su teoría de la división de poderes en nuestra democracia mediática. Antes neutro y casi invisible, el poder judicial se transforma a día de hoy en elemento activo y partidario. Basta con ser ambicioso y osado para encontrar el hueco en una sociedad de masas que necesita identificar al responsable de la noticia y muestra una antipatía natural hacia el lenguaje abstracto y el servicio objetivo a las instituciones. Por esta vía espuria, un vendaval encarnado en jueces falsamente justicieros irrumpe con fuerza en el imaginario colectivo, ya sea para impulsar con argumentos creativos una justicia cósmica, ya sea para disputar a los políticos el lugar principal en las portadas y las tertulias. Hablemos de la sedicente jurisdicción universal. Todo el mundo conoce el «caso Pinochet», fuente de admiración para el progresismo sin fronteras. En cambio, casi nadie recuerda que nuestro inefable magistrado abrió diligencias preliminares pocas horas después del ataque a las Torres Gemelas. Problemas para Bin Laden... La desmesura culmina en un amago de causa general contra el franquismo bajo pretexto de apertura de fosas y petición insólita de certificados de defunción. Sigue un esperpento colectivo en forma de concentraciones, manifiestos y homenajes; poco concurridos, es cierto, pero muy lamentables desde una perspectiva constitucional. Víctima de esos falsos amigos de los que reniega ahora astutamente, Garzón deja de ser categoría y pasa a ser anécdota...

Al margen de pasiones sin medida, ojalá le vaya bien como inquilino del banquillo. Luego, a impartir conferencias por esos mundos, mucho mejor si las financian por cuenta propia las instituciones académicas y los círculos de progreso, sin pedir dinero a los bancos. Cuanto antes, por favor, adiós a la judicatura. Tenemos que reconstruir las instituciones fallidas si no queremos condenar para siempre a nuestra democracia constitucional. ¿Por qué hablo en pasado? Muchos amigos dicen que la foto de siempre nos perseguirá como una condena eterna, en verano y en invierno, en el coche oficial, en los toros o en la montería. Expreso aquí un deseo ferviente: algún día la gente podrá circular por la calle Génova a la altura de la plaza de la Villa de París sin prestar atención a las cámaras y micrófonos que dan cuenta y razón del happening que se organiza cada mañana en el entorno judicial. Me alegraré por mis hijos. También por mis alumnos.

Benigno Pendás, jurista.