Adiós, británicos

En «Mucho ruido y pocas nueces», la comedia de Shakespeare, Baltasar, el empleado de Don Pedro, entona una canción sobre lo veletas que somos los hombres en asuntos de amor («...Men were deceivers ever,/ One foot in sea and one on shore,/ To one thing constant never»). Es difícil encontrar una mejor forma de describir lo que ha sido, a lo largo de medio siglo, la pertenencia del Reino Unido a Europa y el flamante acuerdo que signará las relaciones de aquí en adelante. Estar y no estar, ser y no ser, ambigüedad, ambivalencia, dos almas.

Aunque en el plano jurídico el Reino Unido formaba parte del Mercado Único y la Unión Aduanera, uno tenía siempre, al entrar y al salir de las islas, una sensación distinta de la que tenía al ingresar o partir de otros países de la Unión Europea. Esa indefinición, que no correspondía a realidades jurídicas sino a un cierto clima que trazaba fronteras invisibles pero perceptibles entre las islas británicas y el resto de Europa, continuará tras el tratado de 2.000 páginas que acaban de suscribir y que enmarcará las relaciones futuras. Y tal vez esto sea, en esta hora aciaga, lo mejor que puede decirse tras el abandono definitivo de la Unión Europea por parte del Reino Unido (aparte de haber salvado la cuestión norirlandesa y, ahora, lo de Gibraltar): que así como nunca se consustanciaron del todo con Europa cuando estaban adentro, los británicos no se deseuropeizarán del todo ahora que están afuera.

La ambivalencia está implícita en el acuerdo comercial recién firmado, pues se mantienen los libres intercambios en materia industrial y comercial, y se excluyen (o ignoran, para ser exactos) los servicios, o sea el ochenta por ciento de la economía británica. Las instituciones financieras británicas prestan casi un billón y medio de euros a las compañías y los gobiernos europeos, y las finanzas representan la mitad del superávit que tiene el Reino Unido en materia de servicios con respecto a los demás países. Por tanto, lo que queda fuera del tratado es de una importancia descomunal, y no sólo para los británicos sino también para los europeos, pues no hay en la Unión Europea una tradición de flexibilidad, eficacia y mirada global comparable, en el ámbito financiero, al que tiene Londres.

La ambivalencia de la relación británica con Europa en lo acordado no sólo está en el hecho de que se hable de mercancías y se ninguneen los servicios. Está incluso en la parte que sí contempla el tratado, el flujo de mercancías. ¿Por qué? Porque, aunque en principio ellas transitarán sin cortapisas arancelarias, se ha dejado tentadoramente abierta la posibilidad de que una parte castigue a la otra si juzga que está ayudando a sus empresas a ser competitivas. Uno puede ayudar a sus empresas a ser competitivas subvencionándolas (con intervencionismo estatal) o reduciendo y simplificando la burocracia y la reglamentación que las atenaza (con más libertad). Por tanto, casi cualquier cosa podrá servir de pretexto a Europa o al Reino Unido para limitar el libre comercio de mercancías, aun cuando el proceso contemplado para tomar estas represalias sea largo y complejo. Lo que recalco es que incluso el mejor aspecto de lo que se ha firmado, un tratado que abarca intercambios por un total de casi 750.000 millones de euros, refleja ese ser y no ser, estar y no estar, que signa desde siempre la relación de los británicos con los europeos.

Las jóvenes generaciones británicas son ya bastante europeas (lástima que olvidaran actuar como tales en el referéndum de 2016, cuando no votaron en número suficiente, facilitando así la tarea de los demagogos antieuropeos) y los vasos comunicantes que el medio siglo de semi integración fue creando a pesar de la perpetua reticencia de la pérfida Albión probablemente impedirá la deseuropeización definitiva de las islas. Del mismo modo, Europa sabe que no será nunca la misma sin su chúcaro y antipático, pero indispensable, componente anglosajón, y que la relación con Estados Unidos, esencial para el mundo libre, necesita, aún después del Brexit, que Londres juegue un papel vinculador. Por eso digo que el Reino Unido no se irá del todo y que los europeos no dejarán, en la práctica, de contar parcialmente con él. Pero esto es sólo un consuelo, no un triunfo.

En la teoría, el Reino Unido, si vuelve a hacer sus deberes como los hizo, por ejemplo, en los años ochenta, podría nuevamente prosperar a pesar del Brexit. Allí están Australia, Nueva Zelanda o Singapur. Pero para eso hace falta una visión que el liderazgo británico, altamente corroído por el populismo y el nacionalismo, tardará mucho en recuperar. Incluso si la clase dirigente británica tuviera una epifanía y volviera a descubrir el «common sense», lo que uno esperaba del Reino Unido no era que prosperase por libre. Lo que esperábamos sus admiradores es que liderara, al interior de Europa, las mejores causas y a través de ella ampliara exponencialmente el efecto benéfico de sus virtudes. Porque Europa, un continente anquilosado y paquidérmico en el que urge una puesta al día, necesita las virtudes que uno estaba acostumbrado a asociar con los ingleses antes de que les diera el virus antieuropeo de la insularidad mental. Una prueba de ello es que Europa lo tiene mucho más difícil que otros mundos a la hora de superar los efectos económicos de la pandemia.

En la pugna ideológica, que es también burocrática, al interior de Europa, la ausencia británica restará fuerza a las ideas liberales que propugnaron, contra viento y marea y sin saltar nunca del barco, grandes dirigentes como Margaret Thatcher.

Pocas cosas urgen más que dar una gran batalla por los valores de la civilización en las democracias liberales, debilitados, en el imaginario de las gentes, por las dislocaciones de la globalización, los flujos migratorios, las secuelas de la Gran Recesión y, ahora, la crisis sanitaria. Esa tarea pasa por una cierta limpieza en el terreno de las ideas, donde todo está turbio y confuso. Tanto, que no pocos liberales han terminado defendiendo lo contrario de lo que dicen creer, razón por la cual, en parte, lamentamos hoy el adiós del Reino Unido. Para no hablar de lo que ha pasado en la izquierda, donde el retroceso es espectacular y la socialdemocracia se ha visto en tantos lugares superada por versiones más o menos revolucionarias del credo socialista. En esa tarea de profilaxis cultural, de regreso a la claridad de ideas a derecha e izquierda, la contribución del Reino Unido al interior de Europa era, es, indispensable. Qué triste que por un buen tiempo ella no vaya a ser ya posible.

Álvaro Vargas Llosa es periodista y ensayista.

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