¡Adiós, Estado del Bienestar!

La noticia más importante de los últimos tiempos no apareció en los titulares. Ni en los editoriales. Ni en las tertulias. La dio el nuevo Rey holandés en un acto protocolario, la apertura oficial del año parlamentario, al anunciar en su discurso «la sustitución del clásico Estado del bienestar por una sociedad participativa». O sea, el fin del primero, considerado poco menos que sagrado, por algo aún sin definir. Un seísmo económico y social. Y no lo decía el Rey Guillermo. Lo decía el Gobierno que le había escrito el discurso, formado, no por conservadores a lo Thatcher o Merkel, sino por liberales y socialdemócratas. Un Gobierno de centro-izquierda, en suma. La explicación vendría en el siguiente párrafo del discurso, que merece la pena reseñarse íntegramente por la importancia histórica que tiene: «El paso hacia una sociedad participativa es en particular relevante en la seguridad social y en los que necesitan cuidados de larga duración. Es precisamente en esos sectores donde el clásico Estado del bienestar de la segunda mitad del siglo XX ha producido sistemas que en su forma actual no son sostenibles». ¿Necesita explicación? Bueno, la explicación está en los números. Holanda, que se ha cansado de dar lecciones a los países del sur de Europa por no hacer sus deberes, no va a cumplir este año sus objetivos de déficit, mientras que su economía bajará el 1,25 por ciento y el poder adquisitivo de sus ciudadanos lo hará en un 0,5 por ciento. Lo que ha obligado a su Gobierno a anunciar un recorte de 6.000 millones de euros para ajustar el presupuesto. El Rey Guillermo expresó la confianza de que «un pueblo fuerte y consciente (se supone el suyo) será capaz de adaptar su vida a tales cambios».

En lo que está la clave de lo que viene ocurriendo y la médula del discurso: no se trata de un mero ajuste debido a unas circunstancias extraordinarias, para que, pasado el bache, todo vuelva a ser como antes. No. Se trata de una modificación sustancial, de poner las bases de una nueva sociedad, de cambiar el modelo porque el actual ya no sirve, de sustituir, en fin, el Estado del bienestar por otro bastante diferente, bautizado con el nombre de «sociedad participativa».

¿Y qué es la sociedad participativa?, se preguntarán ustedes, como se están preguntando los holandeses. Pues aquella en la que los ciudadanos tendrán que asumir bastantes de las funciones y responsabilidades que hasta ahora venía asumiendo el Estado, sobre todo en lo que se refiere a su futuro y al de sus hijos. El Estado seguirá asumiendo los servicios sociales básicos, pero los individuos tendrán que contribuir más a ellos, ya para sí mismos, ya para las personas afines, como familiares, vecinos o allegados. De ahí el nombre de «participativa». Papá Estado no puede asumir esos cargos por la razón antes apuntada: las cuentas públicas no salen. Y no salen porque el Estado del bienestar se asienta en datos falsos, quiero decir, es una estafa. Todo Estado social se funda en un «contrato social»: un pacto entre todos los ciudadanos de un país, ricos y pobres, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, para repartir lo más equitativamente posible cargas y beneficios. Pero ese pacto no ha sido respetado por las generaciones anteriores que echaron las cuentas en su provecho. Un ejemplo lo ilustra meridianamente: la pensión de jubilación comenzó calculándose en España según lo cotizado ¡en los años que más se ganaba, los dos últimos en activo! En los que más se ganaba. Pasaron luego a ser ocho, y ahí estuvo muchos años. Nada de extraño que la Caja de la Seguridad Social amenazara quiebra, debido a la irresponsabilidad de unos políticos que convirtieron el Estado del bienestar en un gigantesco sistema piramidal, estilo Madoff, por el que los beneficios se pagan, no con lo aportado por los beneficiados, sino con las aportaciones de los nuevos cotizantes, cada vez más escasos. Hasta que la pirámide se ha invertido, y se desploma. Los ejemplos pueden prolongarse hasta el infinito en todos los sectores sociales. O antisociales, pues estamos ante una estafa generacional.

Tras haberse desplomado la utopía comunista, se desploma la utopía socialdemócrata, que unía libre mercado y servicios sociales de todo tipo, lo que la hacía parecer mucho más sólida y convirtió Europa en foco de atracción de millones de personas dispuestas a alcanzarla desde África, Asia, Latinoamérica, por todos los medios posibles, incluido el arriesgar la vida. Pero el paraíso europeo ya no da más de sí. Ni siquiera para los propios europeos. De hecho, está en quiebra excepto en aquellos países, como Alemania y los escandinavos, que hicieron a tiempo los ajustes necesarios para que la pirámide no se les viniera encima. Ahora les toca hacerlos a los que no querían verla.

Algún lector de buena memoria recordará que, hace ya años, cuando empezó la crisis, advertí que no era una crisis cualquiera, es decir, uno de esos frenazos cíclicos con los que el capitalismo corrige sus excesos, elimina grasas y sale más fuerte que antes. No. Lo que estamos viviendo es un cambio de ciclo, puede incluso que de era, que exige reajustarse a las nuevas circunstancias que reinan en nuestros países y en el mundo entero. No se puede seguir con las mismas pensiones por las que hemos cotizado si las expectativas de vida son más largas, ni con los aumentos automáticos de salarios si la empresa donde trabajamos va mal, ni mantener instituciones estatales sin otra función que dar un sueldo a los familiares y amigos, ni seguir actuando como si no hubiera pasado nada en las últimas décadas. Basta comparar las imágenes de China en 1990 con las de hoy para darse cuenta del cambio brutal experimentado por aquel país, que representa buena parte de la población mundial. Del enjambre de ciclistas con traje de Mao hemos pasado a una jauría de coches y chicas con falda corta y tacones de aguja. La riqueza se está trasladando de Europa a los países emergentes. Se trata de un corrimiento semejante al ocurrido a finales del mundo antiguo desde el área mediterránea a Centroeuropa. O al que produjo la Revolución Francesa, que acabó con el poder de la aristocracia para dárselo a la burguesía. O al de la revolución industrial, que instauró la clase media en Occidente. Hoy, nuestra clase media se ve desafiada por la que intenta ser clase media en Asia e Iberoamérica. ¿Quiere esto decir que vamos a volver a las cartillas de racionamiento y miserias de la posguerra? No. Quiere decir que nuestros jóvenes vivirán peor que sus padres, pero bastante mejor que sus abuelos. O dicho de otro modo: que se ha acabado el gastar más de lo que se tiene, lo que por otra parte es de cajón. Eso sí, rodeados de orondos líderes sindicales pidiendo que todo siga lo mismo y de una izquierda más conservadora que nadie.

A todos ellos los va a barrer, no sus rivales políticos, que bastante trabajo tienen con ajustarse a la nueva situación, sino la crisis. Una crisis que no es crisis, sino el viento de la Historia.

José María Carrascal, periodista.

1 comentario


  1. Arduo problema el de las pensiones. Es un tema recurrente desde hace muchos años y ningún partido le ha metido el diente por temor a perder votos; ahora el PP propone una reforma redactada por un amplio grupo de expertos y la izquierda se opone frontalmente sin aportar ninguna idea sobre el necesario cambio. El sistema se hunde y no puede seguir como está. El rey de Dinamarca en su reciente visita a España dijo que es imposible mantener el Estado de Bienestar actual pero, curiosamente, la prensa no se ha hecho eco de ello y no ha habido debate, ¿por qué?

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