Adiós, Mr Bloom

El pasado lunes moría a los ochenta y nueve años Harold Bloom. Había impartido su última clase el jueves de la semana anterior, fiel al infatigable intelectual que había escrito más de cuarenta libros, cientos de artículos y prólogos, editado infinidad de monografías, y que había enseñado en Yale durante sesenta y cuatro años. Bloom, nacido en una familia judía del Bronx, tuvo por lengua materna el yidis y, en menor medida, el hebreo aprendido en la escuela. A este hijo de un trabajador textil con problemas de juego y un ama de casa siempre rodeada de rabinos le gustaba recordar que no habló inglés hasta los seis años.

Cuentan que siendo niño apostaba con otros muchachos del barrio que era capaz de leer una página de The New York Times una sola vez y recitarla inmediatamente y de corrido, y lo hacía. Medio en serio medio en broma, Bloom decía que esta memoria fotográfica era herencia de algún antepasado cabalista. Gracias a este don obtuvo una beca para Cornell University y, ya en 1951, llegó como estudiante de doctorado a Yale, en donde haría una carrera estelar, ocupando la cátedra Sterling de Humanidades y hasta logrando que se le eximiese de estar adscrito a un departamento.

Tras una tesis sobre Shelley, Bloom dedicó sus primeras investigaciones a reivindicar el romanticismo inglés, lo que le convirtió en el enfant terrible de su departamento, dominado por los muy anti-románticos Nuevos Críticos. En un volumen titulado The Visionary Company (1961), Bloom hizo de Shelley, Blake, Wordsworth, Coleridge, Keats y Byron un grupo monolítico de poetas que compartían la fe en la imaginación, de ahí que fueran visionarios. La peculiaridad consistía en interpretarlos a la luz del estrafalario concepto de imaginación de Blake, con su halo de trascendencia religiosa.

Pero esta senda se agotó para Bloom a raíz de la visita de un ángel benefactor que, antes del amanecer, se le apareció la noche de su cumpleaños el 11 de julio de 1967. Se levantó y comenzó a escribir un poema titulado 'El querubín protector' porque, siempre según su relato, se había dado cuenta de que era el mismo querub mimshok del Libro de Ezequiel. Bloom fundó en esta experiencia, tan extravagante para las convenciones de la crítica literaria de la época, la teoría de La ansiedad de la influencia (1973). Las acusaciones de oscurantismo, imprecisión y excentricidad no tardaron en llegar.

Durante algún tiempo se alió con los deconstruccionistas de Yale, entre los que se contaban Paul de Man, Geoffrey Hartman y Jacques Derrida. Pero el materialismo rotundo de aquellos colegas fue excluyendo progresivamente a Bloom, cada vez más interesado en las influencias entre poetas, en los procesos de canonización secular y sagrada de los textos, y en las raíces de la literatura en la profecía y los rituales religiosos. Fruto de aquel interés fueron las brillantes conferencias Norton que dictó en Harvard en 1987-88, publicadas después en Ruin the Sacred Truths (1989).

Recuerdo que conocí a Bloom en 1992, cuando vino a Madrid a dictar una conferencia titulada “Shakespeare como eje del canon occidental”. Bloom tejió un discurso que aunaba los dos grandes ejes de lo que sería su trabajo en los noventa. Dos años después publicaba su gran éxito de ventas The Western Canon (1994), al que seguiría el no menos popular Shakespeare, The Invention of the Human (1998).

Como por entonces comenzaba a leer su obra, que era el tema de mi tesis, me las arreglé para localizarlo en el Hotel Palace, llamar por teléfono y pedirle una entrevista. En un primer momento Bloom se disculpó porque estaba muy resfriado, pero al mencionarle la tesis dijo: “ah, en ese caso...”, bajó de su habitación y allí mismo contestó mis preguntas, entre estornudos y pañuelos.

Fue una primera amabilidad que vendría seguida de muchas otras en Wellesley College, en su casa de New Haven, en Nueva York, en Cambridge, porque Bloom cultivaba un trato cariñoso (dear Fernando, my dear friend) hacia los que consideraba sus alumnos. Aunque yo no lo había sido, y aunque creo que no podía evitar verme como una especie de curioso impertinente de su obra (y era cierto; eso me había tocado), así nos hacía sentir. Quizá por ello insistía en que le llamara Harold, y uno obedecía, claro, pero pasado un rato sin saber cómo ni por qué yo volvía a las andadas. Como me resultaba imposible apearme del Mr. Bloom él se vengaba juguetonamente llamándome signor Castanedo (le salía a la italiana).

En fin, a los que le conocimos nos queda su recuerdo y la tristeza de pensar que ya no volveremos a disfrutar de su conversación inquieta y su trato afable, y a todos nos quedarán siempre sus libros. Los que quieran conocer su teoría de la poesía, oracular, sugerente, un poco agorera y llena de nostalgia romántica, podrán asomarse al difícil La ansiedad de la influencia. Los que prefieran el ensayo literario más ligero disfrutarán con El canon occidental o con su Shakespeare. Y para los interesados en el Bloom más teológico, en el hombre machadiano que quería hablar con Dios, ahí están El libro de J. o Poesía y creencia. Y ahora sí: Adiós, Harold.

Fernando Castanedo, escritor.

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