¿Adiós, Navarra?

Al caer la tarde del 12 de octubre de 1962, llegué a Pamplona para iniciar mis estudios de Derecho en la Universidad de Navarra. Nueve años más tarde, ingresé en notarías por Valdegovía, en la provincia de Álava, allá donde Vasconia se funde con la Castilla burgalesa. De ahí pasé a Tudela, en la Ribera, donde permanecí hasta 1977. Durante quince años, por tanto, mi vida se desenvolvió en tierras navarras o cerca de ellas. De ahí que contemple a Navarra con el cariño que se siente por lo propio, si bien matizado por el respeto debido a lo ajeno. Por esto me invade, últimamente, cierta desazón al ver a Navarra convertida en el punto central del proceso de paz en el País Vasco, por reivindicar la izquierda abertzale -como prioridad absoluta- "el espacio a cuatro territorios", que supondría la incorporación de Navarra a la Comunidad Vasca con la correlativa pérdida de autonomía y la inevitable dilución progresiva de su fuerte personalidad. Aunque, a decir verdad, mi desazón es inferior a mi extrañeza.

Esta extrañeza se explica. Al entrar en contacto con Navarra, pronto advertí el milagro que suponía el hecho de que una entidad histórica de tan pequeña extensión y tan reducida población hubiese preservado, siglo tras siglo, no sólo su identidad, sino sus instituciones -comenzando por la Diputación Foral-, sus competencias -incluidas las fiscales- y su Derecho. Desengañémonos, dejando al margen a los portugueses -que recuperaron su independencia en el siglo XVII-, los navarros han sido quienes han conservado -en toda la Península- una mayor cota de autogobierno, es decir, de autogestión de los propios intereses y de autocontrol de los propios recursos. Navarra ha sido, a lo largo de la historia, como los gatos: siempre ha caído de pie. O, en otras palabras, ha ganado o, por lo menos, no ha perdido -a diferencia de otros- las guerras en que ha participado. Así lo prueban la Primera Guerra Carlista y la Guerra Civil.

En aquélla, el abrazo de Vergara entre Maroto y Espartero -que puso fin a una guerra que nadie ganaba- fue la escenificación de un acuerdo previo, fraguado al calor de la iniciativa "Paz y Fueros", por el que la oligarquía central madrileña consiguió la unidad de mercado mediante la supresión de las aduanas interiores, y la oligarquía carlista -aparte de la conservación de los grados militares- salvó las Diputaciones Forales, con sus decisivas competencias fiscales. Lo que se concretó, respecto a Navarra, en la llamada Ley paccionada de 16 de agosto de 1841, que, si bien fue una Ley ordinaria de Cortes y, por consiguiente, no formalmente pactada, sí fue, de hecho, el resultado de un acuerdo anterior. Un acuerdo que -en palabras de María Cruz Mina- "proporcionó a la oligarquía navarra, que había controlado el proceso, un aparato de control sobre la provincia muy superior al que tuviera en el Antiguo Régimen, a la vez que ponía en sus manos el instrumento clave de la revolución burguesa, al convertir a la Diputación en árbitro de la desamortización. Pagar menos y controlar más, tal era la esencia de la nueva foralidad".

Algo semejante sucedió tras la Guerra Civil. El Estado franquista respetó el régimen foral de Navarra y Álava, al tiempo que derogaba el de Guipúzcoa y Vizcaya, como castigo por ser "provincias traidoras". De este modo, Navarra conservó su amplia autonomía durante aquellos cuarenta años, al módico precio del cupo que anualmente pagaba al Estado. Tan es así que, en ocasiones, algunos gobernadores civiles -como Carlos Arias Navarro y Luis Valero Bermejo- perdieron los pulsos que osaron sostener con la todopoderosa Diputación Foral. Y, en fecha tan avanzada como 1973, se produjo un hecho revelador. De todas las Compilaciones que debían recoger las especialidades jurídico-privadas existentes en España, sólo pendía de promulgación la de Navarra, tras haber sido aprobadas por las Cortes franquistas las de Vizcaya y Álava, Cataluña, Baleares, Galicia y Aragón. Pues bien, los navarros -sin duda bajo el recuerdo mítico de la Ley paccionada- se negaron a que su Compilación fuese aprobada unilateralmente por las Cortes de Madrid, y, para evitarlo, idearon un sistema tan increíble como éste: la Compilación fue promulgada como Ley por el general Franco, en su condición de jefe del Estado y haciendo uso de la facultad que le reconocía la Ley Orgánica del Estado -y atribuida en plena Guerra Civil- de "dictar normas jurídicas de carácter general". Ahora bien, en el texto de la Compilación figuraba también una disposición adicional según la cual: "Para cualquier modificación o alteración de la vigencia total o parcial de esta Compilación será necesario nuevo convenio previo con la Diputación Foral al efecto de su ulterior formalización". De todo lo cual resulta que la Compilación Navarra de 1973 fue fruto de un pacto entre el Estado español y la Diputación Foral de Navarra, que debía reeditarse -en forma de nuevo convenio- para cualquier modificación ulterior. Esta fórmula -ideada posiblemente por el catedrático y notario navarro Francisco-Javier López Jacoiste y vendida a Franco por el carlista Antonio María de Oriol- implicaba un grado de autonomía sin parangón posible. Si esto no es bilateralidad pura y dura, que venga Dios y la vea.

Llegados a este punto, proceden una recapitulación y una reflexión. Aquélla es evidente: a lo largo de la historia, los navarros las han hecho de todos los colores con el fin de preservar su autonomía hasta un grado en verdad elevado y envidiable. Y han tenido éxito. Mejor para ellos. Pero, entonces, se impone una reflexión: ¿cómo es posible que los navarros estén ahora dispuestos a dilapidar esta rica herencia de libertad que viene de sus mayores, dejándose embarcar en un proyecto ajeno como es la fusión con los tres territorios vascos, en el que verán fuertemente erosionada, además de su identidad, su capacidad de autogobierno, que -no lo olvidemos- consiste en la autogestión de los propios intereses y el autocontrol de los propios recursos? Si me permiten que me ponga borde, ¿qué necesidad tienen los navarros de que nadie les ayude a gestionar sus fondos? No hay detrás de estas preguntas el oblicuo intento de perpetuar ningún estatus. Sólo late la perplejidad de que no se imponga en Navarra una voz que clame de una vez por todas: "Ni Euskadi, ni Madrid, ni hostias: Navarra siempre p'alante". Pero un viejo amigo pamplonica me dice que las nuevas generaciones educadas en las ikastolas constituyen un auténtico enigma a estos efectos, por lo que puede que decanten la situación a favor de un proyecto compartido con los vascos. Si así lo hacen, me callo. Es su tierra. Aunque pensaré para mí que se equivocan. Dilapidar siempre es fácil; lo que cuesta es acumular y conservar.

Hace un par de veranos hice noche en Pamplona, de camino hacia Santander. Madrugué y caminé por las calles desiertas -era domingo- de la ciudad: paseo Valencia, Chapitela, plaza del Ayuntamiento, cuesta de Santo Domingo, el Museo de Navarra, vuelta atrás, plaza del Castillo, Carlos III, los Muertos, Colegio Mayor Aralar, Amaya, la plaza de toros. Poco dado como soy incluso a los pequeños viajes, pensé que me despedía de Pamplona. No sabía que, quizá, me estaba despidiendo de Navarra. De la Navarra que yo conocí.

Juan-José López Burniol, notario. Le responde Xabier Zabaltza: ¿Adiós, Navarra?