Adiós, política 'exterior'

El filósofo Friedrich Nietzsche escribió que no nos libraríamos de Dios -léase aquí: de una forma de entender el mundo- mientras siguiésemos creyendo en las leyes de la gramática. Este aforismo bien puede aplicarse a la vida política española, desde hace un tiempo estancada a causa de una artificial distinción entre política "interna" y política "exterior".

Resulta que se habla incomparablemente más de ETA que de Al Qaeda; mucho más de cómo contentar a los obispos que de integrar a los musulmanes en nuestro suelo; más de la última subida de los transportes que de nuestras empresas en América Latina; mucho más de las declaraciones tempestuosas de un segundón de la política nacional que de nuestro presente y futuro en la Unión Europea. Y así sucesivamente. Como si lo uno fuera mucho más importante que lo otro; como si lo otro fueran cosas que no afectan directamente a la seguridad o al bolsillo de nuestros compatriotas. Y ni en los programas electorales de los partidos ni en los medios de comunicación figura hoy como asunto prioritario reparar esta brecha. ¿Por qué?

Amén de los motivos tradicionales -el secular aislamiento español, para empezar-, esta visión deformada quizá también se deba en parte a la deriva de una legislatura que, paradójicamente, comenzó por la política exterior -el regreso de las tropas españolas de Irak- y está acabando en el terreno más prosaico de lo doméstico. El trauma original del 11-M de 2004, nunca superado por el Partido Popular, trajo consigo la ruptura del consenso en todos los frentes. A ello se sumó pronto una coyuntura internacional desfavorable: con EE UU -el boicot por parte de Bush-; en Europa -los noes de Francia y Holanda al Tratado Constitucional-; en América Latina -los regímenes populistas-, o en el norte de África -la intransigencia marroquí sobre el Sáhara-. Como si fuera capaz de ralentizar la dinámica global, el Gobierno de Rodríguez Zapatero concentró su capital político en las reformas sociales para sacar a España de su atraso relativo, mientras trataba de ganarse a los nacionalismos periféricos. De esta manera, y ante la indiferencia del resto de partidos, se fue desplazando al espacio de 'lo exterior' la construcción de un nicho de poder blando para reintegrarnos en Europa y en el mundo. En eso ha consistido el discurso del multilateralismo eficaz, la Alianza de Civilizaciones, las misiones de paz o la cooperación al desarrollo.

Es cierto que estos elementos han contribuido a difundir una imagen de cierto 'talante' internacional para España, y a canalizar los valores solidarios de una parte significativa de la sociedad civil. También ha habido aciertos notables durante este periodo, entre ellos el impulso, a instancia española, de una europeización de las políticas tecnológicas y migratorias, e incluso de seguridad, como la misión de paz en Líbano. Sin embargo, ocupado como estaba en otros asuntos, el Gobierno quizá se olvidó de que el poder duro importa mucho, y España sólo puede compensar sus carencias en capacidad militar y peso económico con una labor incansable de lanzamiento de iniciativas en el seno de la Unión Europea. Por otro lado, el discurso de altos valores de la Alianza de Civilizaciones no se ha conectado con una política coherente de promoción democrática y derechos humanos. Ahí quedan las "patatas calientes" de los vuelos desde Guantánamo, las ventas irregulares de armas, o las relaciones con regímenes autocráticos como Marruecos, Guinea Ecuatorial, Cuba, Venezuela, Rusia o China. A este respecto, en ausencia de mensajes políticos claros sobre los objetivos que se buscaban en cada caso, la virtuosa diplomacia silenciosa ha venido a confundirse con un silencio de la diplomacia.

Pero sobre todo, de manera incomprensible, la reforma 'estrella' del Servicio Exterior se dejó empantanar en el corporativismo. Lo cual, unido a la falta de otros cambios organizativos, ha dificultado la implicación en la acción exterior de las empresas y las comunidades autónomas de mayor perfil internacional, como Cataluña o Euskadi. Como resultado, se ha producido un repliegue a la esfera de lo doméstico, a un ombliguismo que de no remediarse puede salir caro a nuestro país.

La moraleja de esta historia es que si se quiere evitar un drenaje de recursos, es preciso complementar el poder blando con una visión estratégica de cómo defender nuestros intereses y valores. Pero éstos, contra la percepción hoy dominante en nuestra sociedad, se están jugando en un espacio global. Así pues, en primer lugar, necesitamos un cambio conceptual para operar con la nueva realidad y al que podríamos llamar política inexterior.

Ésta es la dinámica entre el Gobierno y los nuevos actores -públicos y privados, 'domésticos' y 'externos'- en torno a un conjunto de políticas transversales que afectan a los ciudadanos: la seguridad física, la inmigración, la capacidad adquisitiva o la calidad del propio entorno natural. Todas ellas se están jugando simultáneamente en nuestro país y en distintos escenarios mundiales, y comprometen prácticamente a todos los agentes y sectores de nuestra sociedad. Por ello, el Gobierno que surja de las urnas tras el próximo 9 de marzo debería constituir un foro estable que incluya al principal partido de la oposición y a los partidos nacionalistas, para llegar a un pacto de Estado sobre un sistema cuya piedra angular sea la coordinación entre ministerios, comunidades autónomas, empresas y ONG.

No sólo hay que acabar con la eterna miseria presupuestaria del ministerio de Exteriores y con la falta de diplomáticos. También resulta imprescindible un refuerzo cualitativo de su estatus político, equilibrando de algún modo el peso relativo de su ministro respecto a otras carteras. Asimismo, debe crearse un aparato potente de análisis y prospectiva, hoy insuficiente para una octava potencia económica mundial. Será el momento de volver a empezar una auténtica reforma del Servicio Exterior, sobre la base de una Ley Marco consensuada, para articular un sistema de 'puertas giratorias', más flexible y más eficiente.

A partir de ahí, debe darse continuidad a las iniciativas de la legislatura anterior, siendo conscientes de que España debe ganarse su puesto en la globalización con un posicionamiento firme en Europa y una presencia activa en los foros globales, adelantándose a los movimientos tanto de rivales como de socios. Nuestro país tendrá que encontrar su sitio en Europa entre los globalizadores egoístas de más peso, como Francia, Alemania o Reino Unido, que pueden confundir sus propios intereses con los del conjunto, y al mismo tiempo estar atento a los movimientos de potencias emergentes, como China, con creciente presencia en países y sectores estratégicos para España.

En marzo se abre en España un ciclo político nuevo. El mayor reto para el próximo Gobierno es desplazar el eje central de la acción política desde lo "local", lo "nacional" o lo "estatal", a un ámbito transversal y cosmopolita. Precisamente, un discurso que despierte la conciencia de la vulnerabilidad y la interdependencia mutua entre las regiones, y alimente un proyecto común, puede contribuir a la difícil vertebración territorial e institucional del Estado.

Sólo si el Gobierno y la sociedad civil vencen las inercias y entienden que esa política inexterior es ya el presente, España se situará en la senda del éxito. Hace falta una nueva cultura política donde la ciudadanía tome parte en los múltiples modos en que "lo externo" determina nuestro bienestar y nuestra libertad, y lo 'interno', el del resto del planeta. ¿Estamos preparados para decir adiós a la política 'exterior'?

Vicente Palacio, subdirector del Observatorio de Política Exterior (Opex) de la Fundación Alternativas.