Adioses generacionales: E. Curiel

¿Cómo se escribe en frío tras la muerte de un amigo? Lo pensé cuando supe que Enrique Curiel acababa de morir. Y entonces sólo era uno. Luego fueron dos. No son golpes, es otra cosa. A partir de una determinada edad se convive con la muerte por vecindad biográfica y empiezas a sentir los huecos, los vacíos, eso que literariamente llamaríamos "los nichos de la memoria"; lugares donde apenas nadie, salvo tú mismo, puede entrar. Y no puedes esquivarlo, lo único que puedes hacer es tomarte tu tiempo para cumplir con la ceremonia de los adioses, sin enredar al muerto ni engañar a los vivos.

La muerte de Enrique Curiel me ha afectado mucho. Leí las necrológicas con una mueca de desdén; me hubiera gustado que las leyéramos juntos, él y yo, y alguno más también. Podrá parecer una salida sarcástica, pero a mí me gustaría leer mis necrológicas, alguna saldrá, y hacerlo con la gente que estimo, para echar la última risa, fumar el último puro y beber la última copa... y no levantarse más. ¿Acaso habría ocasión mejor para hacer el último corte de manga al pasado que leer ese breviario de la memoria, que resume una vida en treinta líneas y una foto?

¿Cómo explicar quién era Enrique Curiel a una generación que no es la mía? Para entendernos por exclusiones: fue en la política lo contrario de Pepiño Blanco, por eso me impresionó la necrológica que le dedicó este inefable subproducto de la política profesional, cuando inicia su elogio de Curiel con una entrada digna de Eugenio Montes, otro gallego: "Hay días en los que uno se levanta y se encuentra de frente con la historia". Al leerlo entendí por qué alguien dijo que el estilo era el hombre. Es verdad que Enrique vivió la historia siempre desde el embozo de la sábana, allá donde se recoge el cuello y se aposenta el cuerpo. Fue un suertudo que siempre escogió la postura equivocada. Y sobrevivió con dignidad a las camas, las sábanas y los despertares abruptos. En política la cama no tiene nada que ver con el erotismo, ni siquiera con el sueño. Empezó con Tierno Galván, en aquel redil ilustrado que operaba en un piso elegante de la calle Marqués de Cubas, en Madrid, entre el Congreso yel Banco de España, vecino a aquel hotel Suecia que se irá de nuestra memoria sin que nadie le dedique un gran cuento, brutal y cálido; un poco falso también, como el restaurante sueco del sótano, donde abrevaba aquel gran sofista de la socialdemocracia que fue el Viejo Profesor. Uno más que exige una gran biografía de época.

Y Raúl Morodo. Yo le tengo cariño a Morodo, porque reconociendo que jamás le hubiera votado, fue en los años del cólera y hasta ahora mismo una especie de laica Madre Calcuta, cooperante, animoso, casado con mujer amable y rica, atento y sobre todo cumplidor de ese deber ya agotado de recoger con dignidad los restos de los naufragios. Tiene gracia. Los más desvergonzados chiquilicuatres del arribismo político le consideraban un oportunista. La vida enriquece mucho los paisajes humanos. Estoy hablando de la prehistoria, pero es menester, porque Morodo y su departamento en la universidad fueron recogiendo a Enrique Curiel tras cada situación impredecible.

Luego vino el Partido Comunista. Aquí le conocí yo a comienzos de los setenta, en un aparte de una reunión de la dirección de Madrid. Hablamos de Azaña. Yo creo que tras su frustrada inmersión en Manuel Azaña había también algo de búsqueda de su patrimonio cultural; su familia, liberal y republicana, castigada en aquella represión devastadora de los años del cólera. Debió de empezar su militancia comunista hacia 1969, con toda probabilidad tras el estado de excepción, otro hecho trascendental en nuestra historia. No me canso de repetir que nosotros no tuvimos Mayo del 68, nosotros tuvimos enero de 1969 y el asesinato policial del estudiante Enrique Ruano, que cambió tantas vidas.

Pocos líderes estudiantiles fueron tan incapaces de asumir su liderazgo como Enrique Curiel. Era un líder nato, como se suele decir de manera equívoca: lo tenía todo. Hermosa planta, buena oratoria, cabeza amueblada, cultura notable..., pero el peso de la mediocridad ambiental siempre le afectó tanto que parecía avergonzarse de su suerte. La ambición en política es algo tan obvio como el respirar, está en los genes del oficio. Un político sin ambición es peor que un jardín sin flores, es un funcionario. Pocos hombres de la transición dentro de la izquierda llevaron sobre su figura la corona infamante de ser un trepa.Y lo más patético es que no sólo no lo era, sino que no se atrevía a serlo. Cuando dejó el Partido Comunista de España de Julio Anguita, devolvió el escaño, cosa insólita en el gremio, y aseguraron que le había comprado el PSOE.

Formó parte de una generación de fracasados políticos que hubieron de asumir que, o entraban en el PSOE, o no había posibilidad de hacer política. Lo de Julio Anguita tenía mucho que ver con la teosofía pero poco con la realidad. ¡Oh, los muchachos de la utopía que anegaron la izquierda comunista en los primeros años de la transición, hoy en su mayoría reaccionarios convictos y confesos! La política se hace, no se imagina. O te dedicas a eso o te retiras. Enrique Curiel quería seguir y siguió. Vivió en protagonista la crisis letal del Partido Comunista y le faltó valor para asumir la maledicencia. No quería ser secretario general, se conformaba con la vicesecretaría. En el fondo carecía de la pasta del trepa,y eso le hundió, porque hubo de asumirlo todo y no poder ejecutar nada.

Aún recuerdo su momento estelar, el del fracaso más rotundo. Contado por él tenía el valor de un cuento gallego, entre Castelao y Cunqueiro, así de contradictorio. Entró en el PSOE porque no había otro lugar para hacer política, en la misma medida, digámoslo así, que quien quería pelear en los sesenta, y luego, no tenía otro lugar para hacerlo mejor que en el PCE-PSUC. ¿O había otros? Me gustaría que me los citaran. Pero no era lo mismo vivir la clandestinidad que ingresar en el poder. Fue concejal, diputado y senador. El día que decidieron retirarle lo hicieron en una asamblea de socialistas gallegos que aprobaban las listas decididas por Pepiño Blanco. Alguien subió a la tribuna y dijo: "Habréis notado que Enrique Curiel no está entre los candidatos, yes así, compañeros, porque ha sido llamado a más altas tareas en Madrid...". Y entonces todos exultaron en una ovación cerrada que le obligó a levantarse.

"Nunca en mi vida he tenido una sensación tan ridícula - decía-.Yo no sabía si darles las gracias por los aplausos o ponerme a gritar: ¡Gilipollas, si acaban de defenestrarme, no voy a ningún lugar que no sea a mi casa, y nadie me ha ofrecido nada, ni en Madrid ni en parte alguna!".

No fuimos muy amigos hasta que nos hicimos amigos. Fue después que todo hubiera terminado, al menos para mí, y él seguía con un escepticismo y una lucidez que me impresionaban. No es un recuerdo glorioso, lo reconozco, pero la última manifestación en la que participamos juntos fue a finales de diciembre de 1976. Me refiero a una manifestación a la antigua.Acababan de detener a Santiago Carrillo y salimos a la calle, y nos forraron a hostias. Era la transición, señores, aquella época dorada cuando todos éramos hermanos, pero a Curiel le dieron un balazo en el culo. Sí, en el culo. Se libró de una perforación de milagro. Me acuerdo de la vergüenza que sentía al tener que dar sus clases con un flotador en el trasero.

¿Cómo explicar la persona de Enrique Curiel a una generación que no tiene ni idea de quién fue? Pues muy sencillo, iba a cumplir 64 años, había peleado casi toda su vida por cambiar el mundo y acabó en un partido dedicado expresamente a lo contrario. Yo no lo haré, lo puedo asegurar, pero me llenó de orgullo que su último deseo fuera el de cubrir su féretro con la bandera del PCE. Un gesto. Porque una cosa es una generación derrotada que llegó a la inevitable conclusión de que si ganaban los nuestros perdíamos nosotros, y otra la dignidad de haberlo intentado.

Gregorio Morán

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