La Monarquía parlamentaria del Rey Juan Carlos y la Constitución de 1978 abrieron, aunque ya sea casi un tópico decirlo, el período de mayor prosperidad en paz y libertad de nuestra historia. En efecto, parece que España entró con mal pie en la Modernidad: después de haber sido un imperio, aunque corto, hemos tenido una larguísima decadencia con continuadas pérdidas territoriales que llega casi hasta nuestros días; Ortega lo dijo con una cita bellísima aunque cargada de nostalgia y pesimismo: «Hoy (España) ya es, más bien que un pueblo, la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo...». Ese interminable declive nos hizo tanta mella que llegamos a perder la moral colectiva, el espíritu de superar las dificultades, llegamos incluso, y eso sí que ha llegado hasta hoy, a tener complejo de inferioridad respecto a los países de nuestro entorno, o al menos con algunos de ellos.
Estos últimos años de prosperidad han servido, por el contrario, para ir perdiendo progresivamente ese complejo, como se ha ido demostrando en los más diversos campos, desde la Cultura en sus más diversas manifestaciones al Deporte; en Economía ese proceso ha sido particularmente visible, citaré tan sólo dos ejemplos.
El primero es el de las inversiones; aunque parezca una obviedad, no es ocioso repetir que el que invierte es aquél que cree en el futuro, el que espera sacar provecho en él y por eso apuesta por él sacrificando el presente e invirtiendo. Por ello no es extraño que una vez superadas las secuelas más evidentes de la Guerra Civil, los primeros que empezaron a invertir en España fueran los extranjeros. Si se me permite el símil futbolístico pasábamos, en la frontera de los años 60 del siglo pasado, de la Tercera a la Segunda División: de ser un país en el que nadie invertía a ser un país en el que invertían siquiera fueran los extranjeros; ellos sí que tenían fe en el futuro de España mientras que aquí seguíamos pensando en el «¿y después de Franco, qué?». Esta corriente de inversiones extranjeras directas fue un factor fundamental junto con las remesas de los emigrantes y los ingresos del turismo para la creación de la riqueza colectiva. Con el tiempo, no sólo los españoles empezamos a invertir sino que nos atrevimos (eran los años posteriores a la entrada de España en la Unión Europea) a hacerlo fuera de nuestras fronteras, muy especialmente en Hispanoamérica donde los lazos culturales y la comunidad de lengua nos facilitaban la operación. El año 1997 es el primero en el que, continuando una gran corriente de inversión extranjera en España, superamos su montante con nuestras inversiones en el exterior convirtiéndonos así en un país de la Primera División económica. Incluso hemos llegado a ser algún año recientemente el 4º inversor económico mundial (por detrás tan sólo de Estados Unidos, Alemania y Francia), por tanto estamos en Primera División y además en los lugares punteros de la tabla, y ya no solo en Iberoamérica, en dos años hemos invertido en el Reino Unido (la cuna del capitalismo) más dinero que en diez años en América Latina.
El segundo ejemplo es nuestro proceso de convergencia en renta per cápita con la Unión Europea. Aunque las estadísticas difieran debido a la pluralidad de factores que puedan afectarlas (no es lo mismo la Unión Europea de seis que la Unión Europea de 27 o la existencia y montante de la economía sumergida), lo cierto es que en la segunda mitad del siglo XX España pasa de tener una renta per cápita aproximadamente igual a la mitad de la renta europea a alcanzarla e incluso a superarla ligeramente en los últimos años del siglo.
En conclusión, podemos constatar que la vida nacional de los últimos treinta años no sólo nos ha devuelto a lo que nunca debimos dejar de ser: una de las cuatro o cinco grandes naciones europeas, sino que nos ha pertrechado para hacer frente a los importantísimos retos que nos plantea el futuro, desde el cambio climático a la globalización y desde el papel o la posición de Europa en el mundo al requerimiento de un nuevo sistema de gobernanza mundial.
Sin embargo, en los últimos tiempos me preocupa observar en la sociedad española no ya un cierto cansancio, lo que sería lógico después de una carrera tan larga, sino también lo que es aún más preocupante: una cierta desmoralización y desesperanza colectivas.
Vuelven a aparecer los fantasmas del pasado y se empieza a pensar que esta última etapa puede no ser la de la superación definitiva de nuestras deficiencias históricas, sino una etapa más de las mismas. Surge así la comparación con otro período de progreso y prosperidad como fue la Restauración de Alfonso XII, con la alternancia en el poder de los partidos de Cánovas y Sagasta que, después de haber durado casi cincuenta años, se vino al traste y tras un golpe de estado y una efímera Segunda República, caímos en la peor de las guerras civiles de nuestra Historia.
Y en este momento de incipiente pesimismo y desmoralización es necesario, como siempre, volver los ojos a nuestra clase dirigente donde parece observarse una asimetría fundamental: nuestra clase dirigente económica, protagonista de las inversiones que antes hablábamos, ha sorprendido al mundo, a nosotros y quizás también a ella misma si contemplamos sus singulares logros: tenemos multinacionales españolas en distintos sectores económicos, bien sea tradicionales como el turismo, bien novedosos como las energías renovables, en los que somos un país puntero a escala mundial.
Por el contrario, en la esfera política nuestras actuaciones en el exterior no suelen estar por desgracia acompañadas por el éxito y en el interior la situación no es mejor; desde la conducción de la crisis económica al exacerbamiento de las tensiones disgregadoras. Puede que ello sea consecuencia de un fenómeno que empieza a llamar la atención de los observadores: de un modo cada día más acusado nuestros políticos, salvo honrosas excepciones, se enzarzan en discusiones que más que reflejar conflictos sociales los generan, ¿a cuánta gente le importaba la revisión que implica e impone la Ley de la Memoria Histórica?, ¿para cuántos catalanes era una prioridad la reforma de su Estatuto de Autonomía? Quizás este proceder sea consecuencia de que la sociedad española, como la del resto de Europa Occidental, se ha ido uniformizando como resultado de la ingente generación de riqueza, de las políticas redistributivas y de la existencia del Estado de Bienestar, y por tanto los partidos políticos ya no son trasunto o lo son cada vez menos, de verdaderos conflictos sociales; si ya no representan a clases sociales determinadas, tienen que generar mensajes de identificación-confrontación.
El espectáculo de unos actores políticos discutiendo estridentemente y sin resultados especialmente positivos en el escenario político y mediático mientras el patio de butacas (la sociedad) asiste atónito y angustiado al ver que no sólo no se resuelven sino que ni siquiera se ocupan suficientemente de los graves problemas a los que nos enfrentamos, es descorazonador y así lo reflejan las encuestas de opinión; por su parte, los medios de comunicación social, excesivamente alineados en un paralelismo con los partidos políticos claramente pernicioso, difunden y proyectan la imagen de división hasta tal punto que ésta puede llegar a calar -por enésima y desdichada vez- en el propio seno de la sociedad.
En definitiva y como conclusión, creo que teniendo tan frescos y recientes los espléndidos resultados de una acción unitaria o al menos concordada, la sociedad española no se merece este estéril espectáculo de nueva división y enfrentamiento. Es hora, pues, de retomar el camino en el que predomina el mirar al futuro y no al pasado y en el que el acento se pone en la unidad y no en la división.
Eduardo Serra