Adulación y pasta

Magnánimo es una palabra gatillo. Cuando la oigo salto al último día de 1970. Hay algo raro, entre asombrado y burlesco, en la voz de mi madre, que se ha colocado las gafas y ha cogido ‘La Vanguardia’, el diario que en casa se leía. «¡Franco el magnánimo!» -lee o declama-. Repite el titular. Supongo que la imagen, el tono de voz cargado de segundas y la voz ‘magnánimo’ -nueva para mí y por cuyo significado pregunto de inmediato- se adhieren y refuerzan entre sí. A partir de entonces supe varias cosas: que ‘magnánimo’ era un adjetivo inusual merecedor de reflexión y mirada crítica; que usarlo te convertía fácilmente en un adulador, en un hipócrita chusco, de los que se reconocen a primera vista; que muy magnánimo no era Franco, Franco, Franco.

Franco ocupaba la portada de ‘La Vanguardia’. Mirada grave, algo perdida. Sentado frente al escritorio, ojea, redundante, ‘La Vanguardia’. «Franco el magnánimo» es el titular de la llamada de portada. Al tratarse del único texto de la página, se convierte en titular de portada. Intento reproducir el tono de estupor con que mi madre lo leyó. A los nueve años uno podía ignorar quién era Franco exactamente, más allá del anciano de la tele, y es seguro que desconocía lo que era conmutar. Conmutar nueve penas de muerte a seis condenados del proceso de Burgos. Pero estaba perfectamente capacitado para percibir cuándo algo tenía miga.

La miga estaba en el retintín de la voz de la lectora mientras la familia guardaba silencio. Yo bebía sus palabras, como siempre que ella me leía algo; las tenía por tesoros que no debían perderse. El ligero mohín de mi padre, una puntita de chanza, muy sutil. Mis hermanas boquiabiertas, esperando probablemente, como yo, una explicación, una clave que no llegaría más que por vías intuitivas. Hoy sé que la llamada de portada de ‘La Vanguardia’ acababa así: «Serenamente, después de contemplar y garantizar el ejercicio de la justicia, Francisco Franco ha ejercido la potestad de la gracia. Una vez más, ha dado suprema muestra de magnanimidad, símbolo de una convivencia que nadie, absolutamente nadie, podrá alterar o quebrar».

En la mancheta dos, Godó. A su descendiente, cúspide de un periódico cuyas peripecias son las de la burguesía catalana, le han rendido homenaje en un acto aparentemente empresarial y estrictamente político. La celebración del conde de Godó, grande de España, que se reclama de dos lealtades, fue la fina y transparente capa del encuentro de dos presidentes. Cada circunstante tendrá dos o tres lealtades, Godó no es un marciano, solo es el más listo. Así que la medalla de honor de Foment está justificada. Es como si le estuvieran diciendo, con razón: en los términos de la Cataluña contemporánea, tú eres el mejor, el número uno, nadie como tú encarna los valores de esta pequeña nación sometida (pero poco). ‘Sí pero no’ es el alma de esa gente, entiéndanlo.

En el encuentro entre Sánchez y Aragonès, lo que los asistentes percibieron difiere de lo que los espectadores españoles vieron en los noticiarios. Eran los gobernantes de dos naciones en pie de igualdad, dos naciones que solo pueden tratar de manera bilateral. Dos naciones que deben respetarse mientras se resuelve el problemilla histórico de que una sea, en términos jurídico-políticos, comunidad autónoma de la otra. Una más entre diecisiete. «¡Como Murcia!» -suelen exclamar-. Tan ofensiva equiparación, de la que Sánchez, Iceta e Illa (el del efecto) son perfectamente conscientes, se irá corrigiendo.

Los prohombres celebrantes son lo bastante cautos para comprar que la buena disposición socialista es fruto de una especial sensibilidad de Sánchez. Nadie va a señalar que el rey va desnudo, que el presidente del Gobierno español actúa sometido a un chantaje que acepta porque carece de dignidad política y solo le interesa volar en avión privado con tapicería nueva, y que para seguir haciéndolo está dispuesto a vender España a trozos. Los asistentes son muy comprensivos con estas cosas. De hecho, ese es el tipo de relación en el que se encuentran cómodos: yo te agarro las pelotas y tú sonríes a la cámara. No, nadie señalará al nudo presidente porque el burgués catalanista es hombre práctico, y si la aritmética parlamentaria es la razón última de la rendición de la democracia española al nuevo formalismo de la rebatiña, bien está.

Tienen pues a Sánchez ya engrasado o lubricado para que proceda de inmediato con sus requerimientos: indultos, dinero de Europa sin control, referéndum de autodeterminación. Este último requiere pericia de tahúr, pero de ella no andan faltos en ningún lado de la mesa: se celebrará un referéndum legal sobre la conveniencia (entre otra hojarasca) de celebrar un referéndum ilegal. Tal es, por resumir, la fotografía del truco, que vendrá, claro está, adornado con primor.

Lo que no puede ser es que a Sánchez solo le llame magnánimo la imagen que le devuelve el espejo. Hace falta otra portada que cierre el círculo histórico, el de la relación de las sagradas familias catalanas con el poder central, el de mi relación sentimental con unos escenarios tan bellos como pestilentes. Algo que coloque a Sánchez, a sus chantajistas y a sus beneficiarios al nivel de sus antecesores. Con la diferencia de que Franco, proteccionista y todo, prefería agarrarte él. Por algo era dictador y había ganado la guerra para la burguesía catalana. Sí. ¿Qué?

Propongo: «Sánchez el magnánimo. Serenamente, después de contemplar y garantizar el ejercicio de la justicia, Pedro Sánchez ha ejercido la potestad de la gracia, símbolo de una convivencia que nadie podrá alterar o quebrar».

Juan Carlos Girauta

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