'Advocatus diaboli'

«Azdak.- Todo será investigado, descubierto. Es mejor que uno mismo se entregue. ¿Por qué? Porque no se puede escapar del pueblo. Que quede constancia de cómo gritaba yo por la calle de los Zapateros: '¡He dejado escapar al Gran Sinvergüenza por ignorancia, hacedme pedazos hermanos!' Para adelantarme a todo.

El primer coracero.- ¿Y qué te respondieron?

Shauva.- Lo consolaron en la calle de los Matarifes y se echaron a reír en la de los Zapateros. Eso fue todo.»

(Bertolt Brecht, El Círculo de Tiza Caucasiano, V acto)

Aunque el Papa Sixto V estableciera su cargo en 1587 con el nombre de Promotor Fidei, no es de extrañar que el fiscal de los procesos de canonización de la Iglesia Católica empezara muy pronto a ser conocido como Advocatus Diaboli, pues la manera que tenía de promover la fe era poner todo tipo de pegas y obstáculos a la subida de nuevos individuos a los altares y se suponía que toda merma de peones al bando de la santidad debía producir gran satisfacción al Maligno en su interminable partida de ajedrez frente a la bóveda celestial. De hecho, midiendo las cosas por este rasero, nunca habría sido vapuleado Belzebú con tanta contundencia como desde que Juan Pablo II abolió ese cargo en 1983, pues ello trajo consigo una espectacular cosecha -sin parangón en la Historia de la cristiandad- de 500 canonizaciones y 1.300 beatificaciones en apenas 20 años.

Lo que nadie hubiera podido imaginar nunca es que el rótulo pudiera llegar a cuadrarle a un fiscal general de nuestra democracia, pues el proceso judicial en vigor por estos pagos no está encaminado a exaltar las virtudes sobrenaturales de nadie sino a perseguir esas expresiones tristemente naturales del mal que en términos legales llamamos delitos. Muchas veces se ha denominado Abogado del Diablo al letrado de un criminal notorio, pero es la primera vez que esa especialidad togada le corresponde con lamentable exactitud al máximo representante del Ministerio Público.

El ordenamiento constitucional nunca nos había prometido ningún jardín de rosas a este respecto. Su designación discrecional por parte del Ejecutivo no podía por menos que generar una relación de dependencia que en la práctica ha convertido al fiscal general del Estado en un ministro de Justicia bis -al modo norteamericano del Attorney General-, más celoso en la defensa de los intereses gubernamentales que del principio de legalidad que le corresponde promover y preservar. De hecho el primer nombramiento de la era felipista para el cargo no supuso sino un cambio de cartera para el hasta entonces ministro de la Presidencia -hoy de nuevo de latente actualidad por motivos más oscuros- Javier Moscoso del Prado.

Lo que caracterizó tanto su gestión como la de sus sucesores, Leopoldo Torres y Eligio Hernández, fue la negligencia y el obstruccionismo a la hora de perseguir los crímenes de los GAL y la corrupción. Los sucesivos marrones que tuvieron que embaularse han pasado a las antologías. El uno fingió creer en la autenticidad de las burdas «cartas portuguesas» para pedir la puesta en libertad de Amedo y Domínguez. El otro tuvo que cumplir el encargo público y expreso de González de presentar una atrabiliaria querella contra EL MUNDO que el hoy presidente de la Audiencia Nacional Carlos Dívar inadmitió una y otra vez a trámite con la suave firmeza que le caracteriza. Y el de más acá se vio obligado a recibir al propio Amedo en su despacho oficial, aprovechando un permiso carcelario. Fueron conductas oprobiosas para un jurista, arbitrariedades que debieron franquear más de una vez y más de dos la frontera de la prevaricación, pero, a modo de resumen, lo máximo que pudo decirse de ellos es que no actuaban como fiscales sino como abogados del Ministerio del Interior.

Lo de ahora supone otra categoría, alcanza otra dimensión, hace vibrar otros registros, en la medida en que implica adentrarse directamente en el callejón de lo infame, pues a quienes está defendiendo sistemáticamente la Fiscalía no es a un puñado de funcionarios y políticos que, en una aberrante interpretación del servicio público, optaron por tomarse la justicia por su mano -poniéndose encima sobresueldos-, sino a los miembros de una organización terrorista que durante décadas ha cometido los crímenes más horripilantes que imaginarse puedan, con el propósito de destruir nuestro Estado constitucional.

Si los desmanes de la Fiscalía en este periodo se circunscribieran a montajes como los urdidos de consuno con los jueces Garzón y Del Olmo en los sumarios sobre la Policía Científica o los agentes enchironados por el crimen de lesa patria de hablar con EL MUNDO, no cabría sino encogerse de hombros -Business as usual-, manteniendo la expectativa hasta ver si el brazo legal del Gobierno blande o no la espada de la represalia contra quienes ejercemos el periodismo crítico.

Sin embargo, desde que hace poco menos de dos años Arnaldo Otegi nos hiciera dar a todos un respingo institucional al preguntar capciosamente al tribunal que acababa de decretar su prisión provisional si el Fiscal General estaba informado de su suerte, han ocurrido hechos como la reiterada negativa a tomar en cuenta los informes policiales que hubieran permitido instar a la ilegalización del PCTV, la renuncia a presentar recurso en el caso Atutxa (con el agravante de la estimación judicial del de Manos Limpias), la sistemática oposición a las resoluciones del juez Grande Marlaska contra Batasuna y su entorno, la destitución de Eduardo Fungairiño (el más tenaz e inteligente de quienes han perseguido a ETA desde la Fiscalía de la Audiencia), el inaudito respaldo al recurso de Henri Parot contra la doctrina Bermúdez sobre redención de penas (rotundamente refrendada por el Supremo), la total pasividad en el procedimiento sobre el chivatazo policial a ETA, la oposición con peregrinas excusas al embargo de los bienes de las Herriko Tabernas (¡por no considerar probada su vinculación con Batasuna!), la drástica rebaja de la petición de 96 años de cárcel para De Juana (en contra del criterio del fiscal del caso que pidió ser relevado), el impulso del primer intento fallido de excarcelar al susodicho De Juana cuando aún era un preso preventivo y la respuesta a su chantaje seguía en manos de la Audiencia o la ominosa retirada ahora de la acusación contra Otegi (una vez fracasados los actos de filibusterismo procesal para intentar impedir que tuviera lugar el juicio).

Cada uno de estos 10 ejemplos, que engloban un sinfín de actuaciones en la misma dirección, podría ser objeto de discusión y análisis matizado porque, tras su apariencia de ciencia exacta, resulta que en el Derecho Penal casi todo es opinable y subjetivo. Ahora bien, la suma de todos ellos, este decálogo de actuaciones mucho más fructíferas para los intereses de ETA que todas las que los letrados Iñigo Iruin, Alvaro Reyzabal, Txema Matanzas o Jone Goiricelaia hayan podido emprender nunca, configura toda una política criminal -algunos dirán que en el doble sentido del término- y es hora ya de fijarnos en el político que desde su cráneo privilegiado la está diseñando y aplicando.

Se llama, como su padre y su abuelo, Cándido Conde-Pumpido. Es juez y apenas disimula su anhelo de alcanzar el entorchado de capitán general que para él supondría la presidencia del Supremo. Se cree más listo que cuantos le rodean y tiene motivos para ello. De hecho, si algunos de sus antecesores hacían de ministrillos siempre prestos a dar el taconazo pavloviano que convierte los meros deseos del jefe en órdenes categóricas, este gallego astuto y pagado de sí mismo es todo un vicepresidente para Asuntos Legales con mando en plaza. Sólo ese rango de poderío fáctico explica que haya sido capaz de ponerle la proa al ya añorado por su brillante bonhomía Juan Fernando López Aguilar y ganarle el pulso. O que Zapatero nunca haya necesitado darle instrucción alguna.

Comprendo que hay comparaciones especialmente odiosas, pero ya es casualidad que los dos personajes que están distinguiéndose como abanderados de esta concepción accidentalista de la Justicia, encaminada a aplicar la ley según las «nuevas circunstancias» para favorecer el llamado proceso de paz con ETA, sean dos jueces -Garzón y Conde-Pumpido- que tuvieron papeles decisivos en la persecución de los crímenes de los GAL. Cualquiera diría que tanto el instructor de la causa como el juez cuyo voto fue decisivo -junto al de Martín Pallín- para condenar por secuestro y malversación a toda la cúpula del Ministerio del Interior y dejar estigmatizado para los restos al presidente del que dependía, están haciendo ahora méritos compensatorios ante los estamentos autodenominados progresistas para contribuir a mejorar la correlación de fuerzas de cara a esa «guerra civil» que el padre padrone, reclinado ya bajo su sombrero de paja entre el perfume embriagador del jardín de los limoneros, percibe avecinarse como consecuencia del «deseo» irrefrenable de «revancha» del Partido Popular y sus hordas «franquistas».

Nadie puede dejar de reconocer que, puestos en esa tesitura, tiene su lógica preservar una cantera de comandos de operaciones especiales tan acreditada como la etarra y que pocos existen tan dotados para su futuro adiestramiento como el nuevo fabulista Samaniego -hace falta ser iletrados para ponerle ese alias hospitalario a De Juana- cuyo feliz restablecimiento en la clínica Donosti nos permite celebrar, con el advenimiento de la primavera, un nuevo triunfo del «valor supremo de la vida».

Como digo, Zapatero no da órdenes a Conde-Pumpido por la sencilla razón de que Conde-Pumpido va siempre un paso por delante de él, oteando el horizonte desde el minarete de su sabiduría, adelantándose a las necesidades del presidente, preservando su proceso de paz con todo tipo de rendiciones preventivas, aceptando gustoso que «el vuelo» de su «toga» quede impregnado por «el contacto con el polvo del camino», tomando todos los días partido... «partido hasta mancharse». Para eso estamos: para encauzar la audacia de este joven e inexperto presidente cuyas desordenadas ilusiones le convierten en el más hormigueante personaje en busca de autor de nuestra teatralidad democrática.

Se cree Pirandello, pero no sabe el fiscal donde se mete. Ha descubierto que la política consiste en decidir algo y lograr que ese algo suceda y está fascinado por su propia maestría con el almirez y las retortas. Efectivamente hay mucho de luciferino en este auto-ofrecimiento cotidiano de Conde-Pumpido como Lord Protector del zapaterismo. Nuestro nuevo Mefistófeles aprieta o afloja la intensidad de sus tentaciones en función de la de las propias llamas del incendio: el ropón bajo el que se acaba de cobijar para amortizar a beneficio de inventario el homenaje de Otegi a la gudari que amasaba pasteles de dinamita es el mismo que portaba, algo encogido, a los pocos días del atentado de la T-4, cuando declaró a nuestro periódico que «estudiaba» imputar por enaltecimiento del terrorismo al portavoz de Batasuna, por la mucho más leve alusión a De Juana como «preso político» durante su comparecencia tras el zambombazo. Estudiar, lo que se dice estudiar, no sé si lo hizo; pero es obvio que no aprendió absolutamente nada.

Reconozco que tanto olor a azufre tiene su morbosa pizca de atractivo. Pero qué gran negocio hará el presidente el día que logre revender a su soberbio colaborador por el precio que él mismo se cree que vale, en uno de esos sacrificios rituales que de cuando en cuando acontecen en el monte del poder. De momento sus puñetas están ya sucias y grasientas. Todos sus subordinados cabales, todos sus compañeros decentes, todos los juristas con algo de entendederas se han dado perfecta cuenta de cuál está siendo su juego y el más tranquilo tiene ya las cejas levantadas.

En este tardío despertar a la política, Conde-Pumpido se ve a sí mismo como aquel juez Azdak -trasunto del propio Bertolt Brecht- que en El círculo de tiza caucasiano, según los pegadizos pareados de los cantores que ofician la liturgia del distanciamiento, «impartía la justicia como cosa alimenticia», «llevaba hasta su orilla a la gente más sencilla» o «confiscaba los caudales y los daba a sus iguales».

«En su silla y con su horca, masticando una mazorca», el juez Azdak -espejo de magistrados militantemente progresistas- no representa en el fondo sino la traslación al ámbito de la administración de Justicia del utilitarismo mediante el que un supuesto buen fin termina justificando los medios más abyectos. Por algo siempre le pide a su ayudante, el ex policía Shauva, una compilación de los textos legales para usarla como cojín. Si de lo que se trata es de ayudar a los pobres campesinos georgianos o de promover la pacificación del País Vasco, el Código Penal hay que utilizarlo como punto de apoyo -de las posaderas de Su Ilustrísima- y poco más. Conde-Pumpido debía de tenerlo abierto el otro día por la página que tipifica el enaltecimiento del terrorismo para que así, bien sujeto y oprimido bajo sus nalgas, al pobre artículo 578 no se le ocurriera ni respirar.

Cuando deja escapar al mayor villano de la comarca, asesino múltiple como De Juana, el juez Azdak comprueba que la reacción va por gremios y que mientras en la calle de los Matarifes todo son -en buena lógica- palmaditas en la espalda, en la de los Zapateros -que teóricamente deberían reaccionar soliviantados- sólo recoge sonrisas más o menos benevolentes. Desde ese momento se da cuenta de que allí hay barra libre para él. De tal manera que cuando toca juzgar a un renombrado bandolero que comparece con un hacha casi del mismo tamaño de la que, con su correspondiente serpiente enroscada, acompañó el féretro homenajeado por Otegi, Azdak hace la vista gorda, le ofrece una cerveza y anuncia que «el Tribunal da la bienvenida al ermitaño extranjero San Banditus».

Así es como debió de sentirse el miércoles durante la vista oral San Arnaldo cuando el subordinado de Conde-Pumpido más que preguntas comenzó a hacerle caricias para que se relajaran sus músculos tras el agitado viaje a la capital. «Vale más un tesoro en la letrina que una piedra en el manantial», debe pensar todavía hoy nuestro fiscal general, apropiándose del proverbio favorito del juez Azdak. Otegi es su tesoro, su regalo reiterado al presidente -un batasuno dispuesto a utilizar desodorante- que él se ha propuesto pulir y preservar con el condescendiente paternalismo de todo Pigmalión.

No, ya no hay margen para las tibiezas. Mejor una vez colorado que ciento amarillo. Si hay que arrancar a Otegi de las garras de unos jueces «vindicativos», se retira la acusación y ya está. Por mucho que insista el conservadurismo reaccionario, las fuerzas del progreso deben poder arrastrar a la criatura común fuera del círculo de tiza de nuestro rígido corsé constitucional y el Derecho ya se amoldará a las necesidades caucasianas, euskaldunas o catalanas que para eso está. De allanar el camino a tanto progreso es de lo que se encargará él, Cándido III El Listo y, a modo de recompensa moral, su gestión será recordada, como dice el cantor mientras cae el telón, «casi como una edad de oro de la Justicia».

El problema es que, como de costumbre, este sueño de la razón ya ha engendrado el más espantoso de los monstruos, de forma que el oficio de tinieblas producido el miércoles por la Fiscalía adquirió, en efecto, todos los visos de una conocida representación teatral alemana. Pero lo que evocaba no era ninguna de las grandes funciones del Berliner Ensemble en los años en los que lo dirigió Brecht, sino el «carnaval político» alentado por el fiscal del Estado de Baviera cuando en marzo de 1924 permitió a aquel ridículo hombrecillo que había intentado dar un golpe de Estado desde una cervecería, comparecer ante el tribunal exhibiendo en el pecho su Cruz de Hierro y explayarse a gusto sobre esas extravagantes teorías que, de momento, iban a servir para pararles los pies a los comunistas.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.