Afganistán: el día de la marmota

En mis remotos comienzos como joven diplomático en el vetusto Palacio de Santa Cruz, una de las obligaciones profesionales de mi modesto puesto en el grandioso -geográficamente- departamento de Asuntos de Norteamérica y Asia era recibir a un diplomático de la Embajada soviética encargado de presentar periódicamente ante Exteriores el argumentario favorable a la presencia soviética en Afganistán, cara a los países -como España y otros muchos- que habían votado en 1980 la Resolución condenatoria de Naciones Unidas sobre la invasión de ese país por la URSS.

La parte del argumento del soviético que llamaba poderosamente mi atención era que el apoyo militar ruso al régimen procomunista en Kabul garantizaba a los sufridos afganos, y sobre todo afganas, escapar del terrible oscurantismo que querían imponerles los barbudos e islamistas señores feudales que batallaban contra las tropas soviéticas.

Mi papel naturalmente era rebatir al funcionario ruso alegando la naturaleza impuesta del régimen en Kabul por la presencia de tropas extranjeras, etcétera. Al cabo de pocos años cambiaron las tornas y eran los Estados Unidos que, tras su rápida y contundente operación militar afgana de 2001, acabaron por subrayar argumentos parecidos a los de mi amigo ruso -pues finalmente congeniaríamos- al embarcase, tirando de sus aliados, en la hercúlea labor de crear un Afganistán a su imagen y semejanza, tras haber amamantado paradójicamente a aquellos barbudos en su lucha contra el Ejército Rojo.

Y como quizá en efecto veinte años no sean nada, se viven ahora en Afganistán las muy amargas consecuencias del total abandono de esos nobles objetivos por el agotamiento norteamericano en la sisifeana tarea de transformación socio-política afgana, que se emprendió con tanto ímpetu tras aquel sartenazo de Bush junior a las bases en ese país de Al Qaeda por los atentados de 11 de septiembre 2001. Las catástrofes que hasta hace unos días se registraron en el aeropuerto de Kabul son prueba de ello y de la enorme dificultad de los Estados Unidos y sus aliados de extraerse de una situación de inestabilidad interna que en todo esos años parece que no ha hecho más que agravarse.

Hay quien lamenta que se haya desistido de una tarea que se define como "estratégica" para Occidente -recientemente lo ha sostenido un protagonista importante de entonces, Tony Blair- por equiparar la lucha contra el radicalismo islámico al enfrentamiento con el comunismo de la Guerra Fría. Al fin y al cabo en esa a la postre victoriosa guerra se mantuvo de forma sostenida en el tiempo, ya finalizada la segunda gran contienda mundial, una presencia militar norteamericana muy importante en Europa (Alemania) y Asia de Este (Corea y Japón), con unas bases que siguen muy nutridas en la actualidad al tenor de los correspondientes reajustes y justificaciones estratégicas.

Y hay quien considera que en todos estos años se han desperdiciado muchas ocasiones propicias -como por ejemplo cuando cayó Bin Laden en Pakistán- para poner fin a una empresa tildada de impracticable. Tanto por las propias e intrincadas condiciones del país -un fragmentado narco-Estado cuya modernización se fiaba a ingentes gastos en ayuda y presencia militar americanas-, como por sus poco alentadores antecedentes históricos: el indomable pueblo afgano, verdugo de imperios.

Pero en contraste con la posterior intervención estadounidense en Irak, la afgana fue considerada originariamente como una respuesta adecuada a una insólita acción terrorista sobre el solar patrio, el homeland americano y, por ende, apoyada mayoritariamente por su opinión pública. Su inmediata consideración como acto bélico justificaba una veloz represalia de tipo militar por una potencia que -como diría un diplomático británico- estaba acostumbrada a tener un martillo a mano y en todos los problemas no veía más que clavos.

Tras el aplastante y vertiginoso éxito militar sobre el Emirato talibán parecía acción consecuente apostar por construir un Estado de Derecho moderno sobre sus ruinas para evitar se volviese a las andadas terroristas y antiamericanas. Pero la defensa del nuevo Estado tras los contundentes martillazos yanquis había de desenvolverse en el contexto de un complejo tablero regional de entrecruzados intereses vecinales, respaldados además por armas nucleares. Y con un especial protagonismo de Pakistán que en un delicado equilibrio -tanto por concomitancias intertribales internas con el vecino afgano, como por rivalidades imperecederas externas con el indio-, siguió facilitando la retaguardia de los derrotados talibán como antes hiciera con los muyahidín que combatieron a los invasores soviéticos.

Lo cierto es que a lo largo del doble mandato de Obama las fluctuaciones en el esfuerzo militar americano ya delataban el evidente anhelo de una reducción de fuerzas, previa a la eventual retirada total, cuya fecha idónea se desvanecía a cada nueva dificultad sobre el terreno. Después Trump, con sus acuerdos con los talibán en Qatar, y Biden dándoles efectiva ejecución, han roto con la vacilación al asumir que quizá no habría buena forma ni fecha de salir del laberinto indemnes.

Ambos sintonizaban con una opinión pública norteamericana cada vez más opuesta a aventuras exteriores -y menos en los países tan complejos cultural y socialmente del mundo arábigo e islámico-. Una opinión pública que desea que la caridad empiece en casa, como promete el fabuloso plan de infraestructuras propuesto por la actual Administración, que una pandemia persistente hace aún más perentorio. ¿Debilita la política exterior de un país, incluso hegemónico, su correspondencia con su política interior, o es al revés? En todo caso, las consciencias del nuevo alineamiento americano habrán de sufrirlas desgraciadamente esos afganos sinceros que creyeron quizá ingenuos en las bondades de una construcción nacional a cargo de terceros.

No encontrando ya mejor ocasión para tocar a rebato -pese al desastre humanitario y las amenazas terroristas-, insistió Biden en la fecha inamovible del 31 de agosto negándose a arriesgar más a sus tropas por algo que los propios interesados no muestran voluntad de defender, pese a los años invertidos y a los cuantiosos medios que se pusieron a su disposición. Hoy los talibán ya han heredado el poder y se ha consumado la retirada.

Viendo las espeluznantes escenas de evacuación del aeropuerto de Kabul en la televisión rusa, mi amigo ex soviético me comentaba por email: "Nosotros pese a los grandes riesgos e incógnitas tras la caída del muro, nos quedamos en el país para encarar el enorme caos y disrupción resultantes del hundimiento del comunismo. Pero se ve que allí pocos están dispuestos a hacer algo por el estilo".

Jorge Sobredo Galanes es diplomático (jubilado).

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