Afganistán, la guerra imposible de Obama

El áspero debate por el seguro médico y la angustia por el desconocido alcance de la crisis económica ahogan lo que puede ser el problema más grave para el presidente Obama, tan inevitable como insoluble: la guerra de Afganistán.

A diferencia del Irak, ésta es una guerra que Obama considera necesaria y a la que está dispuesto a dedicar dinero y vidas pero, más de siete años después de haber derrocado a los talibanes, Washington se enfrenta a una situación semejante a la que vivieron los soviéticos, los británicos y hasta Alejandro Magno, y que le ha dado merecidamente aAfganistán el nombre de 'tumba de los imperios': las victorias militares de los primeros momentos se han esfumado y el Pentágono se halla en un callejón sin salida enmarcado por la guerrilla, el genocidio y el terrorismo.

La guerrilla, porque la resistencia armada es el recurso tradicional de un país como Afganistán, donde la geografía parece dar una ventaja insuperable a sus habitantes que, pobres y atrasados, han podido resistir invasiones de pueblos muy superiores en dinero y técnicas militares. Con un puñado de granos de trigo y el apoyo de los lugareños, los guerrilleros han sobrevivido en situaciones en las que los grandes ejércitos reclamaban logísticas casi imposibles.
El genocidio es la opción descartada por razones morales, pese a que tan sólo una guerra de exterminio, totalmente inaceptable en nuestros días, permitiría derrotar a esta guerrilla que, a pesar de oprimir a su propia población, está fuertemente enraizada en las tradiciones y en los recelos ante un extranjero tan lejano geográfica como históricamente: Afganistán es algo así como un túnel del tiempo, que vive en un estado prehistórico en las zonas distantes de la capital.

El terrorismo, por último, porque Washington no puede olvidar que los ataques del 11 de Septiembre se generaron en Afganistán y trata de evitar que el país se convierta de nuevo en un refugio desde el que se planeen nuevos actos terroristas. Peor aún, los talibanes y Al-Qaida, acosados en Afganistán, han extendido sus tentáculos a Pakistán, que añade todavía otro peligro con sus arsenales atómicos.

Las declaraciones de los militares y hasta los documentales financiados por el Pentágono muestran cómo los soldados norteamericanos quieren utilizar menos sus armas y dedicarse a la ayuda al desarrollo, mediante la construcción de escuelas y el fomento de pequeños créditos, una industria incipiente, y mejoras agrícolas.

Es lo que llaman 'WHM', por 'Win Hearts and Minds', es decir, 'ganar corazones y mentes' para frenar la infiltración de los talibanes. Los que tienen suficiente edad para recordar saben que ésa fue la estrategia de los funcionarios civiles y hasta de algunas unidades militares enviados al delta del Mekong durante la guerra de Vietnam, y los resultados no son como para dar ánimos.

Aunque la situación es diferente, porque ni los talibanes son el Vietcong ni Pakistán es Vietnam del Norte, lo cierto es que las zonas fronterizas afgano-paquistaníes sirven de santuario, tanto si el régimen de Islamabad lo favorece como si no, mientras que los talibanes son una fuerza tradicional dispuesta a resistir con la tenacidad de quien está en su tierra, tienen abundantes reclutas entre los más ignorantes, a los que pueden fácilmente convertir en fanáticos dispuestos a morir matando.

Hasta ahora, la fórmula del desarrollo no ha sido muy eficiente: por una parte, los talibanes han sido capaces de destruir mucho de lo construido por unas fuerzas occidentales de ocupación que tienen poco deseo o capacidad de permanecer en el terreno conquistado. Quizá más importante es que las cosechas de amapola que generan la mayor producción de opio del mundo son más rentables que las favorecidas por Washington: el trigo o maíz rentan menos que el opio y, además, sirven de magnífico escondite a los guerrilleros talibanes.

Las tropas extranjeras tratan de proteger las elecciones de mañana, que, en teoría, han de afianzar la 'democracia' que, según el catecismo de Washington, lleva libertad, progreso y dignidad a los pueblos que rechazan así el extremismo y las dictaduras, por mucho que en un país sin comunicaciones ni tradición democrática las elecciones son un juego entre los caciques tribales y los jefecillos instaurados en Kabul para mayor beneficio de la propia familia.

Pese a que Afganistán está al otro lado del 'túnel del tiempo', estos comicios los disputan con uñas y dientes los occidentales que creen en ellos y los miembros del Gobierno que medran de ellas, contra los talibanes que no creen en la voluntad del pueblo... más que cuando la ejercen ellos diciendo que interpretan los designios de Alá
¿Y por qué se tiran todos a degüello por un poder menos que relativo ? Porque por escaso, limitado y efímero que sea, en el enorme caos sociopolítico que es actualmente Afganistán el poder gubernamental, junto con el militar, no deja de ser la única migaja real de poder que hay en el país. Hasta donde llegan los mandos de Kabul llegan las prebendas, los beneficios, los privilegios... y unos salarios que, dado el nivel de vida del país, son importantes.

Y allá donde las voluntades de Kabul no son más que teoría quimérica, el planteamiento radical y exclusivista de las teocracias se ve moralmente obligado a combatir todo poder que no se derive de Alá y que el Sumo Hacedor no haya depositado en las manos del talibán de turno.

Mientras la coalición militar occidental sigue defendiendo a morterazo limpio las urnas y los principios democráticos, pese a la evidencia de que en Afganistán la democracia es un bien por descubrir, en Estados Unidos el apoyo popular hacia la guerra ha bajado al 42% y en los pasillos de Washington se habla en voz baja de la posibilidad de entenderse con los 'talibanes moderados', por mucho que hasta ahora nadie haya conocido a ninguno que no sea radical.

Diana Negre