Afganistán reevaluado

Afganistán, «tierra de los afganos». El nombre aparece mencionado, quizá por primera vez, en las memorias escritas por el emperador mogol Babur en el siglo XVI. Ubicada en el corazón de Asia, ha sido dominio de persas, helenos, árabes y mongoles, ámbito de influencia cultural zoroástrica, budista, islámica y pasillo de diversas grandes rutas comerciales. Se constituyó como Estado en 1747, para ser luego colonizada por los británicos en 1837, adquirir su independencia en 1919, cambiar de monarquía a república en 1973 y ser ocupada por tropas soviéticas en 1978.

El periodo de conflicto abierto en 1979 y su culminación con la toma de poder talibán en 1996 generarían una cascada de consecuencias de alcance global. Vinieron la formación y el fortalecimiento del proyecto terrorista global de Osama Bin Laden, con el 11-S, su fúnebre obra maestra, y vino luego la intervención militar sobre Afganistán: una guerra que se aproxima a su noveno año y que mantiene sobre el terreno a muchas decenas de miles de tropas procedentes de Estados Unidos, la OTAN y países aliados. Entre ellos, España aporta un contingente militar de casi 1.600 efectivos. No obstante, el Gobierno responsable de esas tropas no hace demasiados esfuerzos por explicar cómo ha transcurrido la guerra librada en Afganistán desde 2001, cuál es la situación actual y hacia dónde se dirige. Conviene empezar afirmando que la campaña afgana respondió a una necesidad ineludible: acabar con un inmenso santuario para terroristas y poner en fuga a una organización radical decidida a atacar intereses occidentales con intensidad creciente y desestabilizar todo el mundo musulmán. Además, el régimen que admitía ese santuario constituía uno de los gobiernos más tiránicos y crueles de la historia reciente y que se hallaba ubicado en la intersección de varias de las zonas más conflictivas del planeta, entre Oriente Próximo, Asia Central y el subcontinente indio: un país dominado por el radicalismo sunní de los talibanes que comparte fronteras con la tiranía chií de Irán y con el inestable Pakistán. Contra lo que sugieren las lecturas cotidianas de prensa, no todo lo ocurrido en Afganistán desde 2001 merece una lectura negativa. En pocos meses, la intervención diezmó a Al Qaida, puso fin al régimen talibán y permitió establecer un nuevo Gobierno interino (luego ratificado en urnas). Desde hace ya varios años, siete millones de niños acuden a la escuela (solo un millón podían hacerlo bajo el régimen talibán), y el país ha ampliado su sistema sanitario y sus infraestructuras. La mayoría de los afganos han aprendido a odiar a los talibanes (muchos ya lo hacían desde que gobernaban), y las últimas encuestas muestran que dos tercios de la población prefieren que las fuerzas internacionales permanezcan en su país por algunos años más. Sin embargo, nada de esto ha impedido que la seguridad fuera deteriorándose año tras año.

En 2004 se producirían los primeros atentados suicidas, incrementados de forma exponencial desde 2006, lo mismo que los ataques a tropas occidentales. Desde entonces la insurgencia avanzaría posiciones devolviendo al caos a varias provincias antes pacificadas, estableciendo pequeños gobiernos en la sombra, aumentando considerablemente las víctimas no combatientes de sus embestidas (la población civil será objetivo del 70% de sus ataques desde 2007) y obligando a las fuerzas de la Coalición a dispersar sus esfuerzos de contención. Y así, hasta llegar a la situación actual.
Las dificultades que hoy afronta la misión internacional de Afganistán son numerosas. Los insurgentes han adquirido nuevas habilidades de combate (ataques suicidas, artefactos explosivos improvisados, operaciones de guerrilla), han aprovechado los ingresos del cultivo de opio para ganar militantes y han logrado infundir entre buena parte de la población cierta impresión de superioridad. No obstante, hablamos de una variedad de grupos que no operan con una coordinación perfecta y que no suman más que algunas decenas de miles de combatientes actuando en un país con más de 26 millones de habitantes. ¿Cómo es posible entonces que no hayan sido derrotados hasta ahora? Algunos analistas ponen énfasis en las peculiaridades económicas y culturales, otros en el Gobierno afgano. Todos esos problemas son ciertos y se retroalimentan. El Gobierno de Karzai es débil, carece de presencia e influencia suficiente en gran parte del país, es incompetente y profundamente corrupto. Pero hasta el más honesto y eficaz de los gobiernos lo tendría difícil para hacer progresar a un país que, además de ser el cuarto más pobre del mundo, se halla lastrado por el predominio de las lealtades tribales y étnicas y el poder local de diversos «señores de la guerra».

Alcanzar el control pleno sobre todo el territorio afgano exigiría la presencia de un número de efectivos militares muy superior al máximo de tropas que Estados Unidos y sus aliados están dispuestos a desplegar. Se ha optado por recuperar los principales núcleos de población, incluidos los que aún permanecen bajo dominio talibán en el sur y el este, y reforzar las labores de reconstrucción en tales zonas con vistas a un pronto traspaso de las funciones de seguridad y gobierno a las autoridades y fuerzas afganas. También se quiere reintegrar a la vida civil al mayor número posible de insurgentes que no guarden relación con Al Qaida u otros grupos terroristas (excepto los talibanes, se supone) y acepten la nueva Constitución.

Por su parte, Karzai está especialmente interesado en ampliar su oferta de reconciliación a los propios líderes talibanes (lo que a algunos nos parece un disparate y una muy mala solución para el pueblo afgano). Pues bien, nada de lo anterior funciona como debería. La operación realizada contra el bastión talibán de Marja no ha sido todo lo exitosa que se esperaba y la anunciada ofensiva contra Kandahar parece que se retrasa. Los planes de reconciliación anunciados hace años como gran solución tampoco dan sus frutos ni están exentos de riesgos. Y, de momento, los talibanes no parecen dispuestos a negociar. En consecuencia, hace pocos días la OTAN se veía obligada a reconocer que el éxito en Afganistán no estaba asegurado. Pero no es fácil que las cosas mejoren si se continúa insistiendo en simultanear periódicas declaraciones de firmeza con referencias igualmente públicas a una pronta retirada de las tropas de la Coalición. Pues sucede que la perspectiva de una pronta salida anima a los talibanes a seguir su lucha, al tiempo que disuade a Pakistán de combatir a los talibanes afganos que se refugian en su territorio («¿para qué enemistarnos con ellos si quizá dentro de poco vuelvan a gobernar?», me preguntaba en noviembre un estratega paquistaní).

Como mínimo, las tropas de la Coalición deberían permanecer en Afganistán hasta que el país disponga de un ejército capaz de oponer resistencia a los insurgentes. Pero aún falta tiempo para que esto ocurra. Entre tanto, convendría no olvidar la advertencia realizada hace pocos meses por el general McCrystal: «Los insurgentes no pueden derrotarnos, pero todavía podemos derrotarnos a nosotros mismos».

Luis de la Corte Ibáñez, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.