Afganistán, última llamada

Cumplidos ocho años desde su inicio, la guerra de Afganistán se está perdiendo. La insurgencia va aumentando su control sobre el territorio y los índices de apoyo popular a las misiones en Afganistán nunca han estado tan bajos ni en Estados Unidos ni en Europa. Las comparaciones con la guerra de Vietnam son permanentes entre los analistas internacionales. ¿Se puede dar la vuelta a esta situación? El esperado anuncio de Barack Obama de enviar 30.000 soldados más y pedir ayuda a los aliados constituye la última oportunidad para enderezar el conflicto.

La guerra de Afganistán fue desde el inicio una «guerra de necesidad», frente a la «guerra de elección» en la que se embarcó dos años más tarde George W. Bush contra Irak. La ofensiva en Afganistán perseguía eliminar una amenaza para la paz internacional, manifestada en la existencia del régimen talibán como santuario terrorista en donde Al Qaeda planeaba sanguinarios atentados.

Pero, sorprendentemente, la peor decisión estratégica que afectó a Afganistán fue ajena al propio conflicto. La guerra de Afganistán fue abandonada por la de Irak. La segunda no solamente distrajo la atención pública internacional, sino que, además, supuso el desvío de recursos económicos y militares. En perspectiva histórica, Afganistán ha tenido el ratio más bajo de soldados por habitante de cualquier gran intervención en los últimos tiempos, menor que en Kosovo y Bosnia, por ejemplo. Por no mencionar Irak, donde aún, actualmente, hay más soldados que en Afganistán. Esto confirma que la peor herencia que ha tenido Obama de Bush hijo ha sido su caprichosa decisión de invadir Irak y su negligente evaluación del riesgo afgano.
Los europeos tampoco han estado a la altura. Los atentados de Madrid y Londres confirmaron que el tipo de amenaza que combaten en Afganistán no les es ajena. Si bien su aportación en número de soldados es significativa (alrededor de la mitad de los efectivos bajo mando de la OTAN son europeos), la mayoría de veces sus soldados tienen establecidos límites sobre las zonas geográficas adonde se pueden desplazar o el uso de la fuerza restringido. Además, como es el caso de España o Alemania, se escudan ante su opinión pública en que operan bajo mandato de Naciones Unidas para desviar la atención sobre el hecho de que operan allí en condiciones de guerra.
La reciente dimisión del ministro alemán por esconder una matanza de civiles provocada por sus soldados indica las dificultades que atraviesan los europeos a la hora de mandar soldados al exterior: la sensibilidad del público europeo es superior a la del norteamericano, debido, entre otras cosas, a los traumas de la posguerra mundial. El caso alemán, el más evidente: las víctimas que causan sus soldados en el extranjero remueven aún más la conciencia colectiva que las bajas propias.
Pero el tiempo se acaba en Afganistán. El 2008 fue el año en el que más soldados aliados fallecieron (sobre todo norteamericanos e ingleses), y en este año las cifras serán aún peores. Esto, sumado al inquietante número de bajas civiles, hace que afganos, europeos y norteamericanos estén cansados. Sobre todo los primeros, que llevan 30 años inmersos en guerras de distinta índole.
Ante este cansancio colectivo, solo una estrategia con fecha de salida puede tener éxito. Afganizar el conflicto es el concepto más utilizado y no es otra cosa que agilizar todo lo necesario para que los afganos sean plenamente soberanos y dueños de su futuro. Ello significa sobre todo aumentar la fortaleza del Ejército afgano y dotarlo de medios para su entrenamiento, para que cuanto antes pueda hacerse cargo de la precaria seguridad de su país. Es en este tipo de tareas donde los europeos deben arrimar más el hombro, si es que quieren ser tomados como socios fiables por EEUU.
Pero afganizar también significa reconocer la pluralidad afgana y rebajar las expectativas democráticas que se han generado. Tras la llegada de Obama, un aroma realista recorre Washington y se traduce en una vuelta al objetivo original por el que se fue a Afganistán: evitar que sea utilizado por Al Qaeda y redes similares para planear atentados.
Cobran fuerza ideas que con éxito enderezaron la aún precaria situación en Irak, como la supuestamente posible separación entre insurgentes fanáticos no salvables e insurgentes movidos por dinero y, por tanto, susceptibles de ser integrados en el sistema político. Atrás queda ahora la elusiva apuesta por una victoria total.

En este mundo interconectado, los problemas locales de inestabilidad son potenciales retos para la paz y la seguridad internacionales. Como comprobamos estos días con Somalia, un Afganistán abandonado a su suerte esconde una grave amenaza: en el siglo XXI, una remota zona de caos se puede convertir en un gran riesgo para los estados y sus ciudadanos, máxime si el contagio talibán atraviesa la frontera y contamina Pakistán, poder nuclear. El nuevo anuncio de Obama es una última llamada a los aliados para salvar una situación que amenaza con entrar en punto de no retorno.

Carlos Carnicero Urabayen, máster en Relaciones Internacionales de la UE por la London School of Economics.