Afganistán, una débil victoria electoral

La renuncia del candidato Abdulá Abdulá a continuar con la segunda ronda de las elecciones en Afganistán ha dado lugar a la victoria para el actual presidente, Hamid Karzai. Termina así un complejo proceso que se inició en agosto pasado con la primera vuelta electoral. Esa llamada a las urnas iba a lograr una consolidación de la democracia, pero ha terminado siendo una muestra de la debilidad de un Gobierno corrupto y un fracaso para la parte de la comunidad internacional implicada en el país.

Las elecciones en agosto se celebraron en un clima que difícilmente podía dar un resultado positivo. Un país en el que las diferentes identidades no están cohesionadas en un proyecto más o menos común; un Gobierno, acusado repetidamente de corrupción, que no controla el conjunto del territorio y que está sostenido por las fuerzas internacionales; y una economía dispersa y mayoritariamente dependiente del comercio ilícito del narcotráfico o de la ayuda internacional. Como telón de fondo, una guerra cada vez más intensa de las fuerzas de EE UU, la OTAN y los débiles efectivos de seguridad afganos contra los talibanes y otros grupos insurgentes.

La comunidad internacional, sin embargo, exigió a Karzai celebrar las elecciones debido a la urgencia de consolidar unas reglas y un sistema democrático. Esa urgencia viene dada, en realidad, por la necesidad que tienen casi todos los países, especialmente los que están perdiendo más efectivos, de marcharse de Afganistán. El resultado fue un proceso electoral fraudulento y una compleja negociación y presión para celebrar una segunda vuelta que no sólo se han quedado en nada, sino que el mismo presidente que estaba antes sigue en el puesto, pero con menos legitimidad.
En las últimas semanas, el presidente Barack Obama precisaba las elecciones para poder aumentar el número de tropas que le requieren los mandos militares. El general Stanley McChrystal le pide al menos 40.000 efectivos para sumarlos a los 68.000 que ya tiene Estados Unidos en Afganistán.

Para justificar el envío frente a los críticos de la guerra, Obama necesita en Kabul un gobierno legítimo. De otra forma, no se entiende por qué razón se pierden crecientemente vidas de soldados estadounidenses y se gastan inmensas sumas de dinero en sostener a Karzai. El razonamiento de los mandos militares de EE UU es que sin un aumento de tropas se perderá la guerra, los talibanes tomarán el país y Al-Qaida tendrá una base de operaciones.

Los problemas son varios. Por un lado, difícilmente Karzai podrá revertir la corrupción, ya que ésta es una parte constitutiva del pacto de gobierno que tiene con diversos líderes y sectores para poder mantenerse en el poder. Tampoco podrá tener el monopolio legítimo de la fuerza (principio básico del Estado de Derecho) porque, además de la debilidad de la Policía y el Ejército afgano, su vida política depende en parte de la OTAN y EE UU, pero también del apoyo de varios señores de la guerra (como el comandante militar Muhammad Fahim).

Por otra parte, Estados Unidos y la OTAN no están ganando la guerra, tal como dice McChrystal, pero nada indica que un aumento de los efectivos vaya a revertir la situación. Entre dos analogías, una pasada y otra presente, Vietnam y Sri Lanka, la mayoría de los analistas se inclinan por la primera. O sea, EE UU podría hundirse apoyando durante años a un gobierno débil en una guerra de contrainsurgencia, tratando de controlar un país y unas fuerzas insurgentes que cuentan con retaguardia en Pakistán y que operan en un territorio y entre una población que les son, por diversas razones, favorables.

La similitud es muy fuerte con Vietnam. En Sri Lanka, en cambio, en el último año el Gobierno lanzó una ofensiva en forma de tenaza sobre la insurgencia tamil que estaba debilitada, sin mirar las consecuencias humanitarias hacia la población, algo que Washington quiere evitar. Sri Lanka, además, es una isla, mientras que Afganistán es un territorio con fronteras porosas con Pakistán.

La estrategia de Washington parece orientarse a fortalecer el control sobre los grandes centros urbanos y operar en los territorios controlados por los talibanes con aviones sin piloto o mediante incursiones tácticas. Al mismo tiempo, tratar de negociar con algunos sectores de la insurgencia desde una posición de fuerza. Esa posible nueva estrategia no coincide con el reiterado anuncio de que EE UU está en Afganistán para prevenir que Al-Qaida sea una amenaza para Occidente. Este grupo, disperso y descentralizado, podría realizar ataques desde otros lugares y, si se acepta la lógica del Gobierno estadounidense, desde las zonas de Afganistán que estarán descontroladas.

Si ésta es la estrategia que Obama acepta, posiblemente será vista por los jefes talibanes como una retirada de la OTAN y una victoria para ellos, y la caída de las ciudades será considerada una cuestión de tiempo y vidas, dos cosas que, a diferencia de Washington y sus aliados, sobran en Afganistán.

Mariano Aguirre, director del Norwegian Peacebuilding Centre, Oslo.