África, el continente de los tiranosaurios

Robert Mugabe, el octogenario presidente y principal artífice de la independencia de Zimbabue, se ha vuelto un déspota. Consiguió lo que quería: la presidencia vitalicia. Con la oposición en el exilio, en las cárceles o muerta, puede seguir "hasta que Dios le eche", según dice. Pero, aunque hace décadas que sus compatriotas padecen su tiranía, los occidentales sólo descubrieron el verdadero rostro de Mugabe en 2001, cuando, para camuflar su incapacidad de resolver los agudos problemas del país, azuzó a sus "veteranos" de la guerrilla a ocupar las tierras de los granjeros blancos. Aquello fue un modelo de cómo no se debe realizar una reforma agraria en el África actual: evidenciando el racismo subyacente en su política, Mugabe abocó a Zimbabue a un rápido y profundo deterioro económico y social. Zimbabue era antes un exportador de alimentos; ahora, sus famélicos 12 millones de habitantes subsisten gracias a la ayuda internacional.

Como otras figuras del África poscolonial, Mugabe vive en la irrealidad. Pretende que su aureola de líder "nacionalista" le coloca por encima del bien y del mal. Aún sueña con sus pasadas hazañas bélicas en la lucha por la liberación, y cree que ese pasado justifica el presente. Es incapaz de reconocer su gran fracaso: el no haber sabido revalidar su competencia como guerrillero en su labor como estadista.

Apenas instalado en el poder en 1980, Mugabe deshizo la alianza con Joshua Nkomo, compañero de lucha y principal adversario, que creó el Frente Patriótico para acelerar el final del régimen segregacionista instalado por Ian Smith a mediados de los años sesenta del pasado siglo, según el modelo surafricano. Nkomo era ministro y destacado miembro de la etnia ndebele, cuyo feudo es la región de Bulawayo. Con el sempiterno pretexto de que intentó dar un golpe de Estado -los dictadores africanos carecen de imaginación y se repiten unos a otros-, Mugabe echó a Nkomo del Gobierno y desencadenó la llamada Operación Gukurahundi, en la cual asesinaron al menos a 20.000 miembros de dicha etnia en los seis años que duró esa etapa de terror, que no ha terminado: algunos cálculos sitúan en un millón los ndebeles huidos del país en los últimos 10 años. El dirigente material de la purga, el general Perence Shiri, se hace llamar El Jesús Negro, y continúa al frente de la terrible V Brigada del Ejército. Y uno de los factores que pudieran explicar la recalcitrante y patética resistencia de Mugabe a dejar el poder es la promesa del principal líder opositor, Morgan Tsvangirai, de encausar a los responsables del genocidio si llega al poder; Mugabe y los suyos prefieren morir en sus palacios y no en la cárcel.

El actual episodio del drama de Zimbabue, como toda su trayectoria en 28 años de absolutismo, demuestra que Mugabe no es demócrata: no le importan los métodos con tal de seguir en el poder. Mientras tanto, la comunidad internacional sólo hace declaraciones y publica comunicados. Protestas y condenas que son sólo eso, palabrería y papel mojado para un viejo león acostumbrado a resistir, a la espera de que amaine la tormenta.

¿Y ahora, qué? ¿Qué solución podemos esperar cuando, desoyendo el clamor del mundo, Mugabe volvió a colocarse la banda presidencial tras su "aplastante" victoria en una parodia de "elecciones", sin oposición?

¿Estamos condenados los africanos a sufrir en silencio a nuestros sátrapas, sin que se haga nada efectivo para poner coto a la miseria y al terror que provocan? Cuando, década tras década, los mandatarios utilizan con impunidad todo tipo de trucos y trampas, incluido el asesinato, para seguir donde están pese a quien pese, parecería lógico pensar que la gente tiene derecho a defender su vida y su libertad. Cuando esos mismos tiranos se atrincheran y pretenden eternizarse a través de sus hijos -como en la República Democrática de Congo, como en Togo, y puede que en Gabón y Guinea Ecuatorial-, los simples ciudadanos pierden toda esperanza. A generaciones de africanos nos han robado el futuro, nos han desprovisto de toda ilusión. Y esta impotencia, convertida en desesperación, es un caldo de cultivo para ambiciosos y aventureros.

La Unión Africana, creada en 2001 en sustitución de la ineficaz Organización para la Unidad Africana, consagró el no reconocimiento de los gobiernos que llegasen al poder por medio de la violencia. Dicho así, parece una medida para impulsar la democracia. Pero si tenemos en cuenta que buena parte de los signatarios de estos acuerdos de Syrta (Libia) ocuparon sus puestos mediante sangrientos golpes militares, en algunos casos ahogando regímenes democráticos conseguidos con mucho esfuerzo, se concluye que es sólo una medida para blindar a las dictaduras. En África, existen gobernantes que pronto celebrarán su cincuentenario en el poder, sin que nadie se escandalice. Todos ellos, como Mugabe, se distinguen por su crueldad y corrupción, pues los jefes y allegados acaparan las inmensas riquezas de un África nada pobre, sólo empobrecida por la depredación y los abusos.

La percepción del africano es que esas tiranías cleptómanas no existirían sin la aquiescencia o complicidad de los países occidentales, principales beneficiarios de la situación. Porque, al tiempo que explotan nuestras ingentes materias primas a precios irrisorios, se benefician de la fuga de cerebros y de la barata mano de obra inmigrante; y cuando llegan los tiempos de crisis, sacan de la rebotica todos los rancios mecanismos que limiten la libre circulación de las personas, pero no de los bienes.

Africanos y occidentales coincidimos en que mucho debe cambiar en África. Las discrepancias son metodológicas. El modelo español es ideal, y ha dado resultado en algún país latinoamericano, pero no siempre es exportable. La Transición fue la obra de un Rey deseoso de transformar la dictadura heredada en democracia plena. Ese impulso desde la jefatura del Estado estaba en consonancia con los anhelos de la inmensa mayoría de los ciudadanos, y los políticos de todas las tendencias asumieron la necesaria transformación. ¿Por qué hacer cuando es la propia cabeza del régimen la que no tiene voluntad de ceder ni un ápice de su dominio omnímodo? Los dictadores africanos tomaron nota de los avatares de Augusto Pinochet y resisten para no terminar como él, humillados y ofendidos.

¿Estamos obligados los africanos a soportar eternamente miserias y tiranías? ¿En nombre de qué maldición bíblica o determinismo genético? África debe dejar de ser un problema, en primer lugar, para los propios africanos. Pero no habrá solución mientras no se comprenda que la libertad y el progreso sólo llegarán de la mano de los demócratas africanos. Y para ello es necesario obligar a salir a los tiranos. Y se puede lograr sin derramar ni una gota de sangre, sin guerras ni invasiones. Uno de los temores recurrentes entre los dirigentes occidentales de todas las tendencias es el de la desestabilización; se piensa que cualquier cambio pondrá en peligro las fuentes de materias primas y las inversiones. Esta doctrina perversa lleva a legislar sobre la protección de los simios, mientras las personas son vejadas. Pero no se han valorado los beneficios que se derivarían para el mundo, incluido el de los negocios, si africanos con otra mentalidad asumieran los destinos de sus países: la estabilidad sería verdaderamente sólida si los africanos pudiéramos vivir tranquilos en nuestro suelo, y nuestras riquezas nos sirvieran para alcanzar el desarrollo.

Si se produjese una complicidad entre africanos y occidentales, si los demócratas europeos y americanos se aunaran contra las dictaduras inhumanas de África, las cosas empezarían a cambiar. Nuestras independencias deben ser plenas, no nominales; pero, a tenor de lo vivido en el último medio siglo de relaciones entre Occidente y África, sería preferible que la injerencia extranjera en nuestros asuntos se produjera a favor de los pueblos y no de los tiranosaurios.

Donato Ndongo-Bidyogo, escritor y periodista guineano.