Agosto de aquel año mágico

Ya se habían apagado las luces de París en mayo. A finales de ese mes los Campos Elíseos se habían llenado de manifestantes a favor del orden, encabezados por el mítico André Malraux, cuya biografía parecía sugerir que debía estar en la trinchera opuesta. Al poco, De Gaulle se dirige al país disolviendo la Asamblea Nacional y convocando elecciones. La unidad en la calle se ha acabado: los obreros, que han sacado una enorme tajada a través de los Acuerdos de Grenelle, vuelven a las fábricas; los grupúsculos vanguardistas discuten entre ellos, se escinden una y otra vez, y son ilegalizados; y los universitarios se fueron de vacaciones de verano. Un estudiante maoísta resumía el ambiente: “Después llegó junio. La derecha se rehizo, la izquierda no tenía nada que proponer en el sentido de una ideología, ni siquiera reformista (…) El fin de esta experiencia fue muy doloroso (…) Amé Mayo profundamente por su aspecto antiautoritario, pero en junio tuve la sensación de que el poder desde la base no es suficiente”. Se había acabado la utopía cantada por Jim Morrison: “Queremos el mundo y lo queremos ahora”.

Agosto de aquel año mágicoMientras los soixantehuitard crecían y se desinflaban, en el mundo ocurrían otras cosas. A más de mil kilómetros de distancia de París se desarrollaba otro experimento social, el más importante de 1968: la Primavera de Praga, un periodo de liberalización política en el seno del comunismo, en Checoslovaquia, durante la Guerra Fría. Un pequeño grupo de políticos e intelectuales pretendieron desarrollar una suerte de “tercera vía” dentro del socialismo real a la que se calificó como “socialismo de rostro humano”: se trataba de modificar desde dentro del sistema los aspectos más totalitarios y burocráticos del mismo, sin contemplar la destrucción completa del viejo régimen heredero del estalinismo. Legalización de los partidos políticos acabando con el monopolio del Partido Comunista, y de los sindicatos, promoción de derechos civiles tan centrales como la libertad de expresión, de manifestación, de huelga, etcétera.

Durante casi ocho meses (desde principios de enero hasta la última parte de agosto) este laboratorio generó la ilusión de amplias capas de la ciudadanía checoslovaca. El 20 de agosto de 1968 se acabó todo, cuando centenares de miles de soldados y 2.300 tanques de cinco países del Pacto de Varsovia (URSS, Polonia, República Democrática de Alemania, Hungría y Bulgaria) invadieron Checoslovaquia. Los invasores aplicaban la doctrina Breznev de reforzar a los Gobiernos leales dentro de los Estados satélites de la URSS, utilizando, de ser necesaria, la fuerza militar y sajando cualquier capacidad de contagio. Son numerosísimas las imágenes de los praguenses, sobre todo jóvenes, enfrentándose heroicamente con las manos vacías, o tan sólo con adoquines, a los tanquistas cuando desfilaban por las calles de la capital hasta llegar a la plaza de San Wenceslao (en la que, pocos meses después, se prendió fuego a lo bonzo el estudiante Jan Palach, en demanda de libertad de expresión). Esas imágenes semejan a las que en el año 1989 protagonizaron ciudadanos chinos en la plaza de Tiananmen, intentando detener a los tanques del Ejército.

Muchos de los manifestantes se dirigían a los soldados del Pacto de Varsovia como hermanos proletarios de otros países, sin entender lo que estaba ocurriendo. El periódico Rudé právo publicó una pieza titulada “¡Lenin, despierta!”, reproduciendo una pintada que se repetía en los muros de las calles y plazas de Praga, acompañada en muchos casos de una caricatura del líder de la revolución bolchevique llorando mientras circulaba un tanque soviético.

Con el final de la Primavera de Praga volvió un régimen comunista ortodoxo. Los dos principales políticos de la misma, Alexander Dubcek (secretario general del Partido Comunista checoslovaco) y el economista Ota Sik (arquitecto de las reformas económicas y acuñador del concepto de “tercera vía” en aquella coyuntura), fueron depurados. Antes, Dubcek y otros cinco miembros del Presidium del partido fueron secuestrados y enviados a Moscú, donde “se les hizo entrar en razón”, en frase de la literatura oficial de los ocupantes. Luego, a Dubcek se le dejó trabajando de jardinero mientras era sustituido por el colaboracionista Gustav Husak, que removió las reformas, purgó a los aperturistas y destituyó de la función pública a las élites profesionales e intelectuales partidarias del cambio, que iniciaron una emigración masiva del país. Ota Sik se exilió en Suiza, donde dio clases hasta su muerte. Una pieza maestra que dibuja el ambiente que se extendió en la Praga posterior a la invasión es la novela de Milan Kundera La insoportable levedad del ser, </CF>un texto existencial en el que su protagonista, Tomás, expresa las dudas cotidianas que tiene en torno a su vida con el trasfondo de la grisura plomiza marcada por el régimen de socialismo real (tan parecida a la del franquismo). Kundera se exilió en París y La insoportable levedad del ser no fue publicada en su país hasta el año 2006.

La invasión de Checoslovaquia y el fin de la Primavera de Praga dividieron a los partidos comunistas occidentales (entre ellos al español) y acentuaron la desilusión de muchos intelectuales acerca de lo que significaba la URSS que, hasta hacía poco, se había beneficiado de la duda, la complicidad o el silencio desde octubre de 1917. La rehabilitación de ese proceso —y de sus protagonistas— se produjo a finales de los años ochenta, cuando Mijaíl Gorbachov inició su perestroika intentando dominar la imparable decadencia de la URSS. Gorbachov declaró que sus reformas y sus políticas de liberalización del socialismo real tenían una deuda con el “socialismo de rostro humano” de Dubcek. Preguntado éste sobre cuál era la principal diferencia entre la Primavera de Praga y la perestroika, respondió rápido: “¡19 años!”. La Primavera de Praga precedió en casi dos décadas la implosión del muro de Berlín y del socialismo real.

1968 fue mucho más que Mayo. Algunos estudiosos han establecido analogías entre los años 1848 y 1968. Hubo estallidos en diversos lugares de Europa, una serie de revueltas sin relación aparente entre sí, aunque con concomitancias genéricas similares, contra el predominio del absolutismo y del autoritarismo. Marx intentó demostrar que las de la primera fecha se ajustaban a un esquema común y que se trató de una especia de “primavera de los pueblos”. Cuando finaliza el experimento checo de socialismo de rostro humano todavía no había terminado el año mágico de 1968. Apenas unas semanas después, en un lugar muy alejado del escenario europeo, los estudiantes mexicanos se rebelaban y eran masacrados.

Joaquín Estefanía

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